sábado, 12 de marzo de 2011

El Carlismo en su tiempo, geografías de la Contrarrevolución

Actas de las I Jornadas de Estudio del Carlismo



Geografía de las guerras cristeras: México, 1926-1940 Mediante Acuerdo de 20 de diciembre de 1999, el Gobierno de Navarra decidió la creación del Museo del Carlismo, así como asumir su titularidad y determinar su instalación en el Palacio del Gobernador, en Estella. Respondía así a la petición del Parlamento de Navarra, en sesión plenaria, celebrada el 24 de abril de 1997, “para que ponga en marcha los medios necesarios a fin de recuperar el material de valor his­tórico relacionado con el Carlismo para su conservación en un museo o lugar ade­cuado, a la vez que impulsa un centro de estudios sobre este tema”.
Mientras se desarrollan las obras y todos los trabajos necesarios para la apertura de este museo y centro de documentación, en septiembre del pasado año se celebró su primera actividad pública, las I Jornadas de Estudio del Carlismo, tituladas El Car­lismo en su tiempo: geografías de la contrarrevolución, cuya organización fue enco­mendada al Comité científico asesor del museo del que forman parte los historiadores D. Juan Pablo Fusi, D. Angel García-Sanz Marcotegui, D. Jordi Canal y D. José Ramón Urquijo.
Con estas primeras Jornadas, se pretendió enmarcar el Carlismo, un movimiento de gran importancia para la historia contemporánea de España, en el fenómeno de la contrarrevolución del siglo XIX, presente en gran parte de Europa occidental e in­cluso en países tan alejados como México. En ellas participaron especialistas de va­rias universidades y centros de investigación, tanto de España como de Italia, Portugal, Francia y México.
Tras el interés que despertó esta cita, de carácter científico y con vocación de continuidad, es para mí una satisfacción presentar ahora sus actas cuya publicación inicia una serie que continuará con las correspondientes a las II Jornadas que ten­drán lugar el próximo mes de septiembre.
No cabe duda de que la publicación de estos trabajos marcará un hito en la his­toriografía general del siglo XIX y en el Carlismo en particular, y contribuirá a un mejor conocimiento de un aspecto de especial relevancia en la historia de Navarra.
Pamplona, abril de 2008
Juan Ramón Corpas Mauleón
Consejero de Cultura y Turismo-Institución Príncipe de Viana

¿por qué contrarrevolución?

Al analizar un fenómeno social es necesario utilizar categorías de las ciencias so­ciales para hacerlo más comprensible, tratando de traducir las expresiones conte­nidas en sus propias declaraciones. Cuando empezamos a organizar estas Jornadas nos planteamos dos objetivos a largo plazo: inscribir el fenómeno del Carlismo en relación con otros movimientos sociales con los que parecía tener elementos coin­cidentes; y establecer un equilibrio entre investigaciones basadas en aspectos con­cretos, desde el punto de vista cronológico y geográfico, y planteamientos de larga duración.
Tanto la calificación de contrarrevolucionario como su relación con otros mo­vimientos contemporáneos, nos venían dados por la documentación original de los primeros momentos del Carlismo. En este sentido deben interpretarse frases como la siguiente: “Dieron [los liberales] principio a sus crímenes por derribar impru­dentemente las instituciones preciosas consignadas en nuestras sabias y veneran-das leyes; por quebrantar el pacto social de los españoles, sin respetar lo más sagrado…” 1. Se trata de ideas coincidentes con las expresadas por Edmund Burke, el principal teórico de la contrarrevolución, en sus escritos. Los diversos textos ofi­ciales inciden además en que se trata de un fenómeno orquestado desde fuera y que forma parte de un plan de “la revolución europea” 2.
En los últimos tiempos la historiografía ha centrado una gran parte de su inte­rés en el estudio de las delimitaciones geográficas de los fenómenos sociales y en las razones y las condiciones de las pervivencias en espacios determinados.
Sentadas las bases procedimos a articular una primera reunión científica, con una fuerte presencia de especialistas extranjeros, que nos ayudasen a confirmar las hipótesis de partida. Creo que el resultado ha sido muy satisfactorio y que su pu­blicación ayudará a conocer mejor un fenómeno que ha estado presente en casi toda la historia contemporánea española, y a enmarcarlo adecuadamente en el con­texto internacional.
El profesor Canal traza las líneas fundamentales de su propuesta de análisis del fenómeno contrarrevolucionario centradas en la necesidad de estudiarlo como un fenómeno no subordinado, analizado en sus múltiples facetas sin hacer descansar el peso en las cuestiones socioeconómicas, tomando como base la larga duración y no perdiendo de vista la necesidad de establecer las coincidencias con fenómenos similares.
El caso de Cataluña es abordado por el profesor Pere Anguera tomando como hilo conductor la sociología de sus partidarios y la evolución de su pensamiento, y planteando la necesidad de tener en cuenta los movimientos de oposición desde la Guerra de la Independencia, aún cuando los perfiles ideológicos no estuviesen en ese momento perfectamente definidos. Resulta de gran interés la información sobre su composición social en la que se mezclan idealistas, carlistas “geográficos” y ele­mentos marginales, formando un conglomerado muy heterogéneo; y el paso de la actividad armada a la opción política a través de la red de círculos y otras estruc­turas de notable implantación popular. Traza una documentada fotografía del com­batiente, que en algunas ocasiones se encontraba a medias entre el bandolero, el contrabandista y el idealista.
Desde el punto de vista de la ideología se aborda la tesis de la conexión entre car­lismo y catalanismo, en la que con una amplia información se demuestra la artifi­ciosidad de dicha afirmación.
El trabajo del profesor Rújula introduce dos elementos fundamentales de aná­lisis: la conveniencia de considerar conjuntamente el periodo 1808-1840; y la de es­tudiar la guerra como un medio de ejercicio de la política y de formación en ella, y a través de la cual se había producido una ruptura del monopolio que sobre la misma tenían las clases privilegiadas. Se puede decir que el Carlismo hunde sus raíces en los cambios que se produjeron en la Guerra de la Independencia, y fue per­filando su corpus ideológico en los diversos conflictos que jalonaron dicho periodo. Los objetivos, y en consecuencia las justificaciones se repiten, en escenarios que di­fieren. Si en 1808 se luchó contra el extranjero revolucionario, en 1833 el enemigo es calificado como revolucionario y en consecuencia como extranjero.
El profesor Millán se plantea no por qué eran carlistas, sino todo lo contrario, por qué no lo eran otros. Reitera una de las afirmaciones que desde hace tiempo se viene sosteniendo, y que resulta necesario recordarla de vez en cuando, de que no se puede partir de análisis que proyectan una visión excesivamente homogénea de la sociedad del Antiguo Régimen, identificada con el feudalismo. La complejidad social era mucho mayor. La falta de arraigo del liberalismo lo sitúa en varios facto­res, entre los que destaca determinadas medidas adoptadas en relación con la pro­piedad (mayorazgos, etc.), que impidieron una mayor jerarquización social.
La persistencia de la cultura política carlista y sus conexiones con el foralismo moderado es el tema estudiado por el profesor Fernando Molina. Explica las razo­nes que justifican la identificación de conceptos como vasco y carlista, o las formas de visualización del conflicto como una lucha entre una cultura extraña (vasca) y liberal (española). Pero el nacimiento posterior del nacionalismo vasco le obligó a redefinir su afirmación nacional marcadamente española, pero con una fuerte im­pronta fuerista. Los distintos componentes de su ideología le van llevando a una po­lítica de alianzas, en función de intereses coyunturales: la defensa de la religión y del fuero les une a los nacionalista en 1931, y 6 años más tarde a los militares gol-pistas para reivindicar el orden y la religión.
A lo largo del trabajo, pero sobre todo en su parte final, nos conduce por lo que el autor denomina “la memoria de los muertos gestionada por los vivos”, en la que identifica la apropiación de elementos históricos, y su consiguiente manipulación, para establecer raíces y justificaciones de existencia.
En la misma línea que el trabajo anterior, el profesor Caspistegui presenta el caso de Navarra. La unión, o identificación, de Navarra y Carlismo, es en muchos casos una identificación forzada, que ha pasado a convertirse en un dogma. El pri­mero de los nexos se basa en el historia y sobre todo en el fuero como elemento de configuración, labrado a lo largo de los siglos y que ha permitido el desarrollo y ha llenado de felicidad su pasado. El segundo queda establecido sobre la religión, que da coherencia a un pensamiento político marcado por la defensa de los valores tra­dicionales. La religión es además la justificación de diversos momentos culminan­tes de la historia del Carlismo. Finalmente el ruralismo, al que se asocia con la nobleza originaria, en cuanto sencillez y pureza, cierra el círculo de los elementos que vinculan a Navarra con el Carlismo.
Cronológicamente el primero de los ejemplos extranjeros es el de las rebelio­nes jacobitas, analizado por el profesor Juaristi, en función de la pervivencia y de la proyección de la memoria. En su proyección han tenido un fuerte peso las no­velas de Walter Scott y Robert Louis Stevenson. Su instrumentalización ha per­mitido una reinvención de Escocia, a través de instrumentos como la tartanización, los poemas de Ossian, o la creación de un “salvaje sublime”, que su­pera al hombre actual.
De Francesco nos plantea un viaje al pasado desde los últimos acontecimientos italianos, el rechazo de la herencia del Risorgimento en la persona de Garibaldi, que plantean una relectura de dicho movimiento alejándose de la idea unitaria y con­virtiéndole en un proceso de dominación del norte sobre el sur. En dicha protesta hay una idealización de un pasado, considerado más glorioso que el actual, que fue arruinado por las tropas del norte. Esta reconstrucción del legitimismo pone el acento en la censura que suponen las dos intervenciones externas, la napoleónica y la garibaldina, que abortaron una línea de desarrollo autónomo.
El Miguelismo es el movimiento más cercano cronológicamente al Carlismo, hasta el punto que coincidieron en el tiempo, y tuvieron bastante similitud en las causas y en el desarrollo. Sin embargo no existe una pervivencia del fenómeno identificada en lugares concretos, conmemoraciones o figuras heroicas que hayan proyectado el hecho a lo largo de los años, a pesar de que el movimiento tuvo un asentamiento inicial en la región de Tras-os-Montes, que en aquellos momentos quedó identificada con el ultrarrealismo. Al igual que en España la sublevación es­tuvo encabezada por personas que habían participado activamente en la guerra contra los franceses, período que les sirvió para consolidar un ascenso social a tra­vés de su hoja de servicios.

La revuelta cristera difiere parcialmente de otros movimientos contrarrevolu­cionarios, porque surge de la defensa ante una persecución religiosa, cuestión que no se plantea en el nacimiento del carlismo o de los movimientos contrarrevolu­cionarios italianos; y viene propiciada por movimientos de base en los que no está involucrada la jerarquía eclesiástica. El movimiento es fundamentalmente rural, mientras que en las ciudades las iniciativas cristalizan en organizaciones políticas como la Liga, coetánea a dichas sublevaciones.
Resulta de gran interés el análisis que el profesor Meyer nos presenta de dicho movimiento en diversos planos de la realidad social en los últimos ochenta años. El proceso tuvo importantes consecuencias, no necesariamente políticas. La pri­mera, la configuración de una Iglesia mejicana “más prudente” que las restantes del continente, más autóctona, y muy estrechamente unida a su pueblo, con el que ha sufrido. La segunda es la de las distintas respuestas en función de la geografía o de la organización social de las comunidades campesinas. Sin embargo no ha habido una herencia en los años posteriores que diferencie políticamente los territorios su­blevados del resto del país, en los distintos procesos electorales.
Una de las singularidades del Cristerismo es su condición de “guadiana”. Tras nu­merosos años en que ha sido olvidado, surge un movimiento que en algunas de sus facetas tiene una fuerte “dimensión turística”, en la que ha desparecido el compo­nente social del movimiento.
La aportación del profesor Multon introduce una nueva temática como es la de los elementos simbólicos, centrada en el color, como signo identitario y de trans­misión de mensajes políticos. Se trata de una nueva línea en los estudios de la sim­bología que hace unos años renovó Mona Ozouf. Asimismo nos conduce por los lugares de la memoria que han persistido, con distinta intensidad, a lo largo de los años, y de las prácticas de la cultura política.
Las actas que aquí presentamos constituyen un excelente inicio para abrir nue­vas vías de análisis en el estudio del Carlismo, desde la investigación y la reflexión, alejados del dogmatismo.
Una de las líneas de análisis abiertas es la necesidad de profundizar en los es­tudios sobre la existencia de un proceso que tiene su inicio en la Guerra de la In­dependencia, momento en el que se forma una nueva clase política curtida en la lucha contra el francés y que ha descubierto en el enfrentamiento armado uno de los medios más adecuados para hacer política.

La historia de los movimientos contrarrevolucionarios ha merecido una notable atención, aunque a todas luces insuficiente. Con algunas destacadas excepciones – desde Jacques Godechot hasta Jean-Clément Martin, pasando, entre algunos otros, por Jean Meyer, Pedro Rújula, Jesús Millán o Fátima Sá e Melo Ferreira–, el trata­miento y el análisis de la historia de la contrarrevolución puede ser caracterizado en cuatro puntos. Ha sido abordada, en primer lugar, en posición subordinada; en se­gundo, desde la historia socioeconómica o desde la historia política más clásica; en un espacio cronológico limitado, en tercer lugar; y, finalmente, casi exclusivamente a escala regional o nacional. Los cuatro puntos merecen, basándonos en los casos francés, italiano, español y portugués –sin olvidar, no obstante, los de otros países europeos o del continente americano–, una ligera revisión.
Para empezar, de la óptica que sitúa a la contrarrevolución en posición subordinada debería pasarse a otra en la que se abordase este objeto en su propia especificidad. La contrarrevolución no es una simple reacción a la revolución, sea ésta más o menos real, o más o menos imaginaria. A pesar del propio término (contra-), contaba con una ideología, estrategias y proyectos propios. Joseph de Maistre escribía, en la pá­gina final de sus Considérations sur la France, publicadas en 1796, que la contrarre­volución “ne sera point une révolution contraire, mais le contraire de la révolution” 1. Si realizamos un salto, tanto cronológico como de continente, las palabras del anti­guo cristero mexicano Aurelio Acevedo, entrevistado por Jean Meyer, no se nos an­tojan demasiado diferentes: “No fuimos a la bola, fuimos a la defensa de la libertad...

lo contrario de una revolución, la defensa cristera, al contrario del caos carrancista” 2. El proyecto contrarrevolucionario no significa, como bien observó ya Jacques Go­dechot para el caso francés, una simple vuelta al Antiguo Régimen 3. Demasiado fre­cuentemente se estudia la cuestión como si fuera evidente –¿para quién?¿para los contemporáneos o para el historiador?– la derrota de las opciones contrarrevolu­cionarias, y las distintas historias nacionales son presentadas como la simple histo­ria del despliegue de la sociedad y de los proyectos liberales. La contrarrevolución se convierte entonces, en consecuencia, en una simple anécdota 4. Estudiar el objeto histórico en su propia especificidad no implica olvidar, no obstante, que revolución y contrarrevolución forman parte de un mismo proceso histórico y que establecen, entre ellas, una relación dialéctica permanente.
Por lo que se refiere al segundo de los puntos, el enfoque exclusivamente socioeco­nómico, dominante en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta del siglo XX en buen número de países, o político, en el sentido clásico del término y de la historia política clásica, debería dejar paso –sin perder de vista algunas de sus aportaciones parciales, que no visiones globales– a una perspectiva “totalizadora”, que no total, nu­cleada por una historia renovada de lo político. Resulta imprescindible buscar nue­vas vías de aproximación, sin rechazar totalmente las anteriores, que contenían algunas aportaciones interesantes a pesar de sus carencias en tanto que interpreta­ción general. Esta nueva historia política se aleja en muchas cosas de la antigua his­toria política al uso. No se trata, en realidad, de un simple “retorno”. Un par de elementos, como mínimo, pueden singularizar esta perspectiva. En primer lugar, no se limita al estudio casi exclusivo de las estructuras políticas, la esfera institu­cional y los discursos explícitos, aunque tampoco los abandone. Se interesa por la po­lítica y por lo político, integrando tanto las ideas como las prácticas, las realidades y los imaginarios, los aspectos sociales y los culturales. Lo cultural, en particular, adquiere un papel fundamental. Existe, en segundo lugar, una clara voluntad de aproximarse a los verdaderos protagonistas de la historia, esto es, los individuos. Re­sulta necesario traspasar el muro interpretativo que se ha ido creando a lo largo de los años a fin de poder acercarnos a sus problemas, intenciones, razones y discursos reales, frecuentemente muy diferentes de los que les han sido atribuidos –y no sólo por parte de los historiadores–. Se trata de devolverles una presencia y una voz que han perdido en demasía en nuestras historias. Con razón ha hablado Margaret R. So­mers, en este sentido, de epistemología de la ausencia 5.

Del estudio de la contrarrevolución en un espacio cronológico limitado deberíamos pasar, en tercer lugar, a una aproximación que privilegie una duración relativamente larga. De hecho, ya Jacques Godechot, en la introducción de su libro clásico sobre la contrarrevolución, publicado en 1961 y reeditado en 1984, sugería una cronolo­gía que iba desde 1770 hasta 1850 6. En un importante trabajo reciente, Jean-Clé­ment Martin parece inclinarse por un marco cronológico revolucionario entre 1770 y las décadas de 1830-1840 7. En otro introduce, asimismo, referencias a Vendées tar­días 8. Estas ampliaciones, interesantes sin duda, son todavía demasiado cortas, según mi punto de vista, para facilitar la comprensión de la contrarrevolución –o las con­trarrevoluciones– en toda su complejidad. De la misma manera en que François Furet nos presentaba una Revolución en Francia que se extendía hasta los años ochenta, lo mismo podría hacerse con la Contrarrevolución 9. En este sentido, debe recordarse que el affaire del “drapeau blanc” se desarrolló en los años setenta y la muerte del conde de Chambord y la aparición de los “blancs d’Espagne” tuvo lugar en la década de 1880. Alargar la cronología, incluso hasta entrado el siglo XX, podría facilitar la observación de las evoluciones y los cambios, los procesos de adaptación y modernización, contrapunto del supuesto –simple y falso– inmovilismo contra­rrevolucionario 10. La contrarrevolución se transforma al mismo tiempo que opone resistencias a la evolución global de las sociedades liberales. Cuando Arno J. Mayer proponía, en 1981, considerar las resistencias al Antiguo Régimen en Europa hasta la Primera Guerra Mundial no iba del todo desencaminado, pese a algunos elemen­tos muy criticables de su tesis 11. ¿Cómo entender fenómenos como el Integralismo Lusitano o los Requetés españoles o, incluso, Action Française, sin recurrir a una lectura de los respectivos siglos XIX de cada uno de los países?

Finalmente, la observación a escala exclusivamente regional o nacional, debe dejar paso al comparativismo y a la combinación de escalas. En un artículo que vio la luz en 1928 en la Revue de synthèse historique, Marc Bloch aseguraba que la generaliza­ción y el perfeccionamiento del método comparativo eran, en aquel entonces, una de las necesidades más urgentes de los estudios históricos. Pese a los progresos rea­lizados en este punto, no dudaba en afirmar lo que sigue: “Visiblement, néanmoins, la plupart des historiens ne sont pas foncièrement convertis; ils opinent poliment du bonnet, et se remettent à la tâche, sans rien changer à leurs habitudes” 12. La ex­presión francesa “opiner du bonnet”, que significa un acuerdo total con las opinio­nes del otro –la imagen deriva del birrete que, en el pasado, alzaban los doctores sorbonnards para patentizar dicha coincidencia–, puede seguir caracterizando, mu­chas décadas después, la actitud de los historiadores frente a la comparación. La nó­mina de los historiadores que, tras el cortés asenso, vuelven a sus tareas sin cambiar en nada las maneras de hacer historia, ha ido reduciéndose poco a poco. Pero es cierto que el método comparativo continua siendo, pese a todo, más mentado que desplegado. Eso es aplicable a muchos terrenos, entre ellos el de la historia de la contrarrevolución. Libros como The Furies, de Arno J. Mayer, muestran a las claras, sin embargo, los beneficios de la comparación en historia 13. El ejercicio comparativo, por consiguiente, se erige en un elemento a tener muy en cuenta, sin olvidar, está claro, los ejercicios de escalas –o juegos de escalas, tomando prestado el título de un interesante volumen coordinado en 1996 por Jacques Revel 14 –, íntimamente liga­dos a lo anterior. La combinación de las escalas local, regional y nacional con la es­cala europea –y por qué no, con una escala mundial– permite comprender mucho más adecuadamente la naturaleza de las variantes de un mismo fenómeno y de sus relaciones –circulación de ideas, formas políticas, dinero, armas o personas– en un marco internacional. Combates diferentes, los de vendeanos, carlistas, miguelistas o, entre muchos otros, legitimistas napolitanos, pero por una misma causa –una, a la vez que plural, en sus manifestaciones–: siempre contra las concreciones especí­ficas del liberalismo y la revolución. ¿Internacional blanca o guerras civiles en una guerra civil europea?, podríamos incluso preguntarnos 15.

La suma de estas cuatro modificaciones en nuestra manera de aproximarnos a los fenómenos contrarrevolucionarios, sobre todo en la Europa occidental del siglo XIX, nos acercará a una comprensión más global y más satisfactoria. Nos permitirá, es­pecialmente, releer y repensar de manera mucho más adecuada la contrarrevolu­ción y sacar la historiografía de este fenómeno del punto de ligera crisis en el que se encuentra en estos momentos.
jordi canal



Jon Juaristi
Universidad de Alcalá de Henares
Mi generación conoció la historia de las rebeliones jacobitas a través de las novelas de Walter Scott y de Robert Louis Stevenson, que, todavía en los años sesenta del pa­sado siglo, formaban parte esencial de la biblioteca adolescente española. Hoy resulta difícil encontrarlas en las librerías y, desde luego, la mayor parte de los estudiantes universitarios desconoce incluso los nombres de estos autores que tan familiares fueron para nosotros. En el mundo de lengua inglesa, la situación no es muy dis­tinta en lo que concierne a Scott y Stevenson, pero el imaginario romántico de las rebeliones permanece vivo en la cultura de masas, gracias sobre todo a la novela rosa, que ha seguido explotando con bastante éxito la mitología sentimental forjada, durante el siglo XIX, en torno a la figura de Charles Edward Stuart, el Bonnie Prince Charles o el Young Chevalier, cuyo principal mérito, como es sabido, consistió en lle­var su causa dinástica a una definitiva derrota militar y política. Es curioso que una de las autoras inglesas que más ha contribuido al mantenimiento popular del pres­tigio romántico del último pretendiente sea precisamente Barbara Cartland, la abuela de la princesa Diana de Gales, es decir, de la otra figura de la realeza inglesa que ha suscitado un tipo de devoción popular semejante a la que rodeó en otro tiempo a Charles Edward (probablemente, el primer ídolo de la cultura de masas en la historia de la Modernidad).
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, el imaginario jacobita ha sido exclusi­vamente escocés y highlander. Con una excepción: el escritor inglés más vinculado nostálgicamente al legitimismo católico ignoró con ostentoso desdén la dimensión escocesa del mismo, reivindicando exclusivamente el primer episodio de la rebe­lión, el irlandés. A Chesterton, los jacobitas literarios escoceses le parecían “patéti­cos”. Evan McIan, protagonista de The Ball and the Cross, es un escocés católico del noroeste de las Tierras Altas, descendiente del más arriscado clan jacobita de la re­gión, el de los McDonald, pero, observa Chesterton, “no pertenecía, sin embargo, a los patéticos jacobitas sobre los que tanto había leído” (cito por la versión española de José Luis Moreno-Ruiz, La esfera y la cruz. Madrid: Valdemar, 2005, pág. 39). De hecho, la actitud de Chesterton ilustra muy bien el destino del legitimismo jacobita, cuyo ciclo histórico fue seguramente el más breve entre los movimientos monár­quicos contrarrevolucionarios. Tras la derrota de James II en el Boyne y, definitiva­mente, tras la rendición de Limerick a las fuerzas orangistas, el legitimismo irlandés quedó reducido al contingente de los exiliados, los “gansos salvajes” (wild geese). En 1745, Charles Edward no consiguió ya apoyo alguno entre los católicos ingleses, y los restos del legitimismo escocés se desvanecerían con rapidez en los años siguientes a la derrota del pretendiente en Culloden (1746).

En la fase escocesa de las rebeliones, la causa legitimista se impregnó de un fuerte particularismo territorial y étnico. Un historiador actual, Murray G. Pittock, sin afir­mar expresamente que el jacobismo fuese el cauce de un primer nacionalismo esco­cés, resalta dos aspectos importantes en la historia del movimiento: en primer lugar, su simultaneidad con lo que define como invención moderna de la identidad escocesa, y, en segundo, el hecho de que el interés académico contemporáneo por el jacobismo sea un fenómeno casi enteramente escocés, coincidente con el ascenso del naciona­lismo antibritánico. Habrá que volver sobre ello, pero antes conviene recordar, aun de modo esquemático, el desarrollo del movimiento y sus hitos más importantes.
Tras el interregno republicano y la dictadura de Oliver Cromwell, la monarquía se restaura, el año 1660, en la persona de Charles II Stuart, el primogénito y here­dero de Charles I. A la muerte de Charles II en 1685, sin descendencia legítima, las dos coronas de Inglaterra y Escocia pasan a su hermano James (Jacobus) que reinará bajo el nombre de James II (en Inglaterra) y James VII (en Escocia). Charles II había evitado cuidadosamente toda conducta que pudiera recordar la desastrosa ejecuto­ria de su padre, pero no fue éste el caso de su hermano James. Siendo Duque de York, se había convertido al catolicismo, lo que obligó a Charles a exigirle el com­promiso de educar en la fe anglicana a los dos hijos habidos de su matrimonio –el de James– con Ann Hyde: Mary, nacida en 1662, y Ann, tres años menor. James se plegó a esta imposición y tranquilizó así a la nobleza y al clero anglicanos; lo sufi­ciente, al menos, para que lo secundaran sin dudarlo en el primer conflicto al que hubo de enfrentarse tras su coronación: la rebelión del Duque de Monmouth, hijo natural de Charles II, que reclamó la Corona, alegando que James, como católico, no tenía derecho a reinar. Monmouth fue derrotado y hecho prisionero. Se le encerró en la Torre de Londres, donde fue decapitado poco después. En apariencia, el reinado de James no comenzaba mal, pero el monarca tomó la fácil derrota de Monmouth como un síntoma de la debilidad y del temor de los anglicanos, y aprovechó la co­yuntura para revocar el Acta de Prueba (Test Act), que prescribía la abjuración de los candidatos católicos a cualquier cargo público. A la revocación siguió la imposición directa de autoridades católicas en el Ejército y en la Universidad de Oxford, y la publicación de una Declaración de Indulgencia que situaba en pie de igualdad a ca­tólicos, anglicanos y puritanos, y que el rey ordenó leer en los templos de todas las confesiones. Ante la negativa del clero anglicano a obedecer esta disposición real, James encarceló a siete altos dignatarios de la iglesia anglicana; entre ellos, al arzo­bispo de Canterbury.
El segundo matrimonio de James, con la católica María de Módena, había resul­tado infructuoso durante los primeros quince años, pero, en 1688, la reina dio a luz un niño, que fue bautizado en la Iglesia católica, recibiendo los nombres de James Francis Edward. Este hecho –el bautizo– decidió al Parlamento y a la nobleza a ins­tar del príncipe holandés William de Orange, esposo de Mary, la primogénita de James, una intervención armada para frenar las iniciativas reales conducentes a la restauración del catolicismo como religión oficial. William partió de Holanda con un ejército y desembarcó en Inglaterra el 15 de noviembre de 1688. James opuso una debilísima resistencia (apenas hubo muertos en los primeros enfrentamientos) y huyó a Francia en las vísperas de la Navidad, con María y su hijo. La primera medida de William fue convocar una Convención de Pares y representantes de los Comunes, que, en febrero de 1689, decretó que la huida de James equivalía a una abdicación. La Convención ofreció la Corona a Mary y estableció un orden en la sucesión, eli­minando de ella a la descendencia de James y María de Módena. El Parlamento ir­landés, de mayoría católica, se negó a reconocer a la Convención. Con la ayuda de Luis XIV, James reclutó un ejército de franceses y mercenarios continentales, y des­embarcó al frente del mismo en Dublín, donde se hizo fuerte. William pasó enton­ces a Irlanda, con sus holandeses y un ejército inglés reclutado apresuradamente entre los puritanos. El 1 de junio deshizo al ejército de James en las riberas del Boyne, y consiguió seguidamente la rendición de los parlamentarios irlandeses en Limme­rick y la entrega de la ciudad. James huyó de nuevo a Francia, ante la decepción ge­neral de los católicos irlandeses, que lo considerarían desde entonces como un arquetipo folklórico de cobardía. Ni el Papa, que no puso grandes objeciones a la destitución de James, ni Luis XIV –que siguió brindándole su protección, pero que en 1697 firmaría con William el tratado de Ryswick– mostraron entusiasmo des­medido por la naciente causa jacobita.

¿Planeaba verdaderamente James II, desde que llegó al trono, imponer la pri­macía del catolicismo en sus reinos? Quizá no era ése su designio inicial. Ni siquiera la Santa Sede debía tener demasiado interés en forzar una Restauración católica de la mano de los Stuart, cuyas iniciativas en este sentido se habían revelado nefastas en los tiempos de la reina Elisabeth I y de Charles I. Una maniobra semejante sólo habría favorecido a Francia y a la política galicana del Rey Sol, pero el Papa estaba obligado a defender la equiparación en derechos de los súbditos católicos de James con los protestantes, y ése fue probablemente el consejo que transmitió a James II: que se limitara a consolidar la emancipación de los católicos. La derrota de Mon­mouth, sin embargo, pudo ser interpretada por el rey inglés como un indicio de que la causa católica contaba con simpatías más extensas que las que había supuesto y, si fue así, se equivocó, porque lo que se dirimía contra su sobrino no era una cues­tión religiosa, sino dinástica. La revocación de la Test Act sugiere que pensaba que no serían precisos grandes esfuerzos para devolver Inglaterra a la fe de Roma. En re­alidad, sus apoyos eran menores que los que calculaba. Tenía a su lado, por supuesto, a la mayoría de la población irlandesa, pero en Inglaterra los católicos eran clara­mente minoritarios, y en Escocia, origen de la dinastía, la situación parecía com­plicada: los calvinistas –que le eran hostiles– dominaban en las Tierras Bajas (Lowlands), las más pobladas, aunque podía contar con los episcopalianos de las ciudades portuarias y de las universidades del nordeste, y, claro está, con los clanes católicos de las Highlands, si bien la lealtad de los chieftains (“cabecillas”) no era igualmente segura en todos los casos (y, obviamente, la población se dividiría según el partido que eligieran sus jefes). Tras la derrota del Boyne, sólo le siguieron fieles los clanes católicos del Gaeltachd escocés, el noroeste de lengua céltica, que acaba­ría identificándose con el movimiento jacobita en su conjunto. Pero éstos sufrieron también importantes reveses militares (en 1688, en Glencoe, fueron masacrados los McDonald, el clan más adicto a James). Una parte de la nobleza católica irlandesa acompañó al rey en su exilio: los llamados wild geese (“gansos salvajes”), que parti­ciparían después en empresas al servicio de Francia. Algunos de ellos combatieron en las filas del Duque de Anjou durante la Guerra de Sucesión española, y se insta­laron en España tras el triunfo de aquél. Perdieron todo contacto con Irlanda, donde el jacobismo no tendría continuidad.
El legitimismo inglés se perpetuó en la nobleza recusante (católica), pero no ali­mentó una resistencia activa. En la primera década del XVIII, Escocia emerge como el verdadero bastión del movimiento jacobita, que se benefició de la amplia oposi­ción, en las Tierras Altas, al decreto de Unión de 1707, circunstancia que deparó al heredero de James II la oportunidad de intervenir. En 1701, a la muerte de su padre, James Francis Edward, el James III de los jacobitas y el Old Pretender de los orangis­tas, había quedado al frente de la rama dinástica proscrita. En 1707 levantó un ejér­cito con oficiales franceses e irlandeses, e intentó invadir Escocia, el año siguiente, pero la intentona fracasó. Ocho años después, en 1715, entró en Escocia y logró ins­tigar una revuelta, que fue rápidamente sofocada por John Campbell, Duque de Argyll y cabeza de la alianza de los clanes antijacobitas. James Francis volvió a Fran­cia, donde casó con Clementina Sobieski, hija del rey polaco Juan III. Tuvo de ella dos hijos: Charles Edward, nacido en 1720, y Henry, futuro Cardenal de York, cinco años menor que su hermano.
Charles Edward resultó ser una auténtica calamidad para la causa jacobita. Su apostura, que pronto se haría legendaria, desató, desde su niñez, el fanático entu­siasmo de las muchedumbres escocesas y de los restos de la aristocracia legitimista inglesa. Especialmente las damas mostraron por él un fervor medio dinástico y medio erótico, que se hizo visible en la ostensión pública de broches y camafeos con la efigie del príncipe, o de joyas y bordados en forma de la rosa blanca de los Stuart. Aunque presenta cierto parecido con el entusiasmo femenino por la figura de Car­los de Borbón y Austria, éste en el carlismo español, habrá de esperar a Diana de Gales para encontrar en el suelo británico un fenómeno semejante de identifica­ción sentimental con un personaje secundario de la realeza.
Quizá las esperanzas tan gratuita y prematuramente suscitadas por el encanto personal del Young Chevalier –el Young Pretender de los hannoverianos– movieron a James Francis a resignar en el mismo todas sus funciones como cabeza del movi­miento legitimista, nombrándolo Príncipe Regente en 1743, lo que equivalía, de hecho, a una abdicación formal. El gesto no denota precisamente una gran confianza de James Francis en las posibilidades de la causa. El Old Pretender no había olvidado la amargura de su fracaso de 1715 y parecía ansioso de traspasar sus responsabilida­des dinásticas a la generación siguiente. Desde luego, ni el rey de Francia ni el Papa vieron con buenos ojos la decisión de aquél. Apenas obtuvo el nombramiento, Char­les Edward se apresuró a levantar un ejército considerable, de cerca de veinte mil hombres, en el que predominaban los escoceses, con una participación menor de ca­tólicos ingleses, franceses y wild geese. Después me referiré a la composición de este ejército, porque tuvo su importancia en la creación del mito del jacobismo escocés o, más exactamente, highlander. Lo que interesa ahora es que Charles Edward no aguardó siquiera a su designación como Príncipe Regente para ponerse a conspirar con la aristocracia jacobita de Inglaterra y Escocia, con vistas a un nuevo levanta­miento. En 1745 consideró que las condiciones para el mismo ya habían madurado y zarpó hacia Escocia. En julio se presentó ante sus tropas leales en Glenfinnan e ini­ció la campaña. No le costó mucho derrotar y dispersar al ejército que la Corona mantenía en las Tierras Bajas. Después de batirlo en Prestonpans, se apoderó de Edimburgo. La facilidad de estas victorias estimuló su vanidad y su imprudencia, y marchó hacia Derby, donde los jacobitas ingleses habían prometido unirse a él con un ejército propio. Pero nadie acudió a la cita, y hubo de replegarse a territorio es­cocés. Entonces, el gobierno tomó la iniciativa: un poderoso ejército inglés al mando del Duque de Cumberland, hijo de George II, entró en Escocia, donde fue reforzado por las fuerzas de los Campbell, el clan más hostil a los Stuart. El 16 de abril de 1746, el ejército jacobita fue aniquilado en el vado de Culloden. El pretendiente trató de reagrupar a los restos de sus tropas, pero tuvo que desistir y emprender la huida (dis­frazado de mujer, según la leyenda). Tras permanecer escondido durante varios meses en la isla de Skye, pudo volver a Francia, que se convirtió esta vez en tierra de asilo para un buen número de escoceses.

Culloden arruinó el escaso prestigio que mantenía Charles Edward ante sus pro­tectores continentales. A la muerte de James Francis, el papa Clemente XIII se negó a reconocer al Young Chevalier como rey legítimo. Charles Edward arrastró una vida azarosa y desordenada, primero en Francia y, luego, en Florencia y Roma. Como había sido frecuente en su estirpe, tuvo una descendencia ilegítima difícilmente cuantificable y no engendró ningún heredero. En 1772 se casó con la princesa Louise de Stolberg-Gerdern, que lo abandonó muy pronto por el poeta Alfieri. Murió en 1788. Los derechos dinásticos recayeron en la persona de su hermano, Henry Bene­dict, Cardenal de York, que residía en Roma. Pero, ya en 1766, el Papa había reco­nocido a los Hannover como reyes legítimos de Inglaterra y de Escocia. El Cardenal acató tácitamente este reconocimiento, aunque siguió ostentando hasta su muerte el título de rey. Murió en Roma, en 1807, reducido a la pobreza por la invasión na­poleónica y subsistiendo gracias a la caridad de los Hannover, que le asignaron un subsidio. Legó los derechos al trono a Carlo Emmanuele IV de Saboya, rey de Cer­deña. Pero, para entonces, el jacobismo político sólo era un recuerdo lejano.
Ciertos aspectos del jacobismo nos ayudarán a entender la brevedad histórica del movimiento, así como su carácter espasmódico y su leyenda póstuma, que ha mostrado una sorprendente resistencia al tiempo. Comenzaré por el más obvio de todos: el dinástico.
Los Stuart nunca fueron una dinastía muy popular, ni por sus orígenes ni por su trayectoria. Procedían, o decían proceder, de un barón normando, Alan, cuyo se­gundón, Walter Fitz-Alan, fue nombrado mayordomo (steward) por el rey escocés David I, a mediados del siglo XII. Además de su procedencia subalterna, que se tras­parentaba en el nombre familiar, los hacía antipáticos a los ingleses el hecho de ser una dinastía escocesa, así como su amistad con Francia y, desde los tiempos de Eli­zabeth I Tudor y Mary Stuart, la bien fundada sospecha de que su papismo era difí­cilmente erradicable. A esto se añade la fama, en muchos casos merecida, de su tendencia al libertinaje, cuya contrapartida era una atroz anarquía genealógica. El Stuart que gozó de mayor aceptación fue, sin duda, Charles II. Pudo concitar el apoyo de los dos grandes partidos, whig y tory, para encarar, con encomiable pru­dencia, la difícil restauración monárquica, pero su popularidad se vio menoscabada por su incapacidad para dotarse de un heredero propio, que, probablemente, habría conseguido un favor mucho más amplio que el que tuvo el Duque de York. En más de un sentido, los Stuart del XVII recuerdan a sus contemporáneos, los Austrias me­nores españoles: una dinastía sin vigor y con los días contados, aunque es cierto que éstos tuvieron mucho más respaldo popular, pese a la decadencia del imperio his­pánico (que coincidió con el despegue imperial de Inglaterra).
El conflicto dinástico no fue el detonante de la cuestión jacobita, sino su conse­cuencia. Es innegable que el nacimiento de James Francis en 1688 complicó la ya di­fícil situación de James II, pero el problema no se centraba en la cuestión sucesoria, sino en la religiosa. Aceleró, eso sí, los acontecimientos, forzando a Mary a tomar abiertamente partido contra su padre, ante el peligro de ser desheredada por éste en favor de su medio hermano. En cualquier caso, el conflicto propiamente dinástico no se plantearía hasta la destitución de James II por la Convención, que produjo el surgimiento de una “legitimidad proscrita”. Pero resulta paradójico que James II fuera, a la vez, origen de la rama dinástica proscrita y de la estigmatizada como usur­padora. O sea, fuente común de la legitimidad reclamada por jacobitas y orangistas.
El núcleo del conflicto fue, evidentemente, religioso: un enfrentamiento entre ca­tólicos, de un lado, y anglicanos y calvinistas, del otro. Pero este conflicto, que no era nuevo y que había provocado la caída de Charles I, tenía, en tiempos de James II, una estructura diferente y más compleja. En Escocia, no sólo los católicos apoyaron a James. Como ya se ha dicho, éste contaba asimismo con el sostén de los episcopa­lianos, enfrentados a los calvinistas de la Kirk (que fueron tan hostiles a James II como lo habían sido a Charles I). En Inglaterra, los dissenters no vieron al principio con malos ojos la política religiosa de James II, que parecía favorecerles a ellos tanto como a los católicos. Esta actitud, sin embargo, cambiaría de signo a medida que se fue haciendo evidente el propósito del rey (es decir, la imposición del catolicismo como religión oficial). En fin, la intervención del calvinista William de Orange re­sultaría decisiva para que los dissenters volvieran la espalda a James y transfirieran su apoyo a la anglicana Mary. Obviamente, en el caso del jacobismo irlandés, el as­pecto religioso de la causa es inseparable del –llamémosle– patriótico. En Patrick Sarsfield, el defensor de Limmerick, los nacionalistas irlandeses vieron siempre a uno de sus precursores. Probablemente, el rápido hundimiento del jacobismo en Ir­landa, tras la derrota del Boyne, se debió a la decepción general que causó la huida de James II, traición esperable en un rey “extranjero”, al que, por cierto, los irlande­ses han reservado desde entonces el cariñoso apelativo de Séamus Chaca (“Jacobo el Mierda”). En el caso escocés, la cuestión de las dimensiones étnicas o patrióticas parece mucho más enrevesada y se resiente de las distorsiones interpretativas y de las mitificaciones posteriores a la derrota de Culloden.

Escocia no era una sociedad culturalmente homogénea. Tampoco lo era Irlanda, dicho sea de paso, pero el catolicismo todavía aglutinaba las distintas etnoculturas de la isla. En Escocia no existía unidad religiosa ni lingüística. En la región noroc­cidental, la población era mayoritariamente católica y gaélicohablante, y se mante­nía la vieja estructura clánica, aunque era cada vez más perceptible la influencia del presbiterianismo y del dialecto escocés (Scottish). En las Tierras Bajas, dominaba la Kirk presbiteriana en una sociedad burguesa y bilingüe (o diglósica), que se expre­saba en inglés o en dialecto escocés, pero desconocía el gaélico. En el nordeste, los episcopalianos eran fuertes en las viejas ciudades universitarias como Inverness, Aberdeen o Saint Andrews. En un trabajo todavía reciente (1991), Colin Kidd de­mostró que, en la primera fase del jacobismo, la lengua más representativa del mo­vimiento no fue el gaélico ni el escocés, ni mucho menos el inglés, sino el latín de las universidades. La poesía jacobita, antes de las grandes purgas que siguieron a la derrota de 1715 en las universidades y pusieron a éstas en manos de los presbiteria­nos, no consistió en baladas populares en escocés o en gaélico, sino en farragosas ele­gías heroicas latinas.
Por otra parte, la inestabilidad de Escocia, aun después del triunfo de los Co­venanters, seguía siendo notable, y ello se debía (como F.R.L. Lyons observó para Irlanda, y Juan Pablo Fusi para el País Vasco) a la concurrencia de varias subcul­turas distintas en un espacio geográfico reducido. La dispersión de la población atenuaba la conflictividad, pero las zonas de contacto entre culturas, los Borders, estaban sumidas en una violencia endémica, como lo reflejan las novelas de Wal­ter Scott y lo describió David Buchan en un estudio ya clásico, The Ballad and the Folk (1972).
En el aspecto ideológico, la Revolución Gloriosa de 1688-1689 se nos aparece como una consecuencia diferida de la Revolución inglesa, pero con unos perfiles muy difuminados. Es cierto que los jacobitas eran en su mayor parte absolutistas y católicos, aunque la presencia, sobre todo en Escocia, de tories jacobitas fue abultada, al menos hasta 1715, dado el peso de los episcopalianos en el nordeste. Los escasos ideólogos del movimiento apelaban, cómo no, a las ideas difundidas años atrás por Patriarcha, el tratado de Robert Filmer sobre el derecho divino de los reyes, pero no aportaron nuevas ideas. No hubo un tradicionalismo jacobita ni nada parecido. En lo que a ideas se refiere, fue un movimiento débil e improductivo, lo que explica su propensión al mito y su fácil captura por los escritores románticos, poco interesados en las disquisiciones doctrinales.
La fuerza de los tories episcopalianos de tendencia jacobita se vio muy mermada después de 1715, pero todavía a la altura de 1740, en vísperas de Culloden, este sec­tor detentaba un tercio de la representación escocesa en el Parlamento británico. La oposición al Decreto de Unión de 1707 mantuvo la llama del jacobismo entre la bur­guesía episcopaliana del nordeste hasta la desastrosa campaña del príncipe Charles Edward. En este sentido, Culloden marcó el arranque de dos procesos interrelacio­nados: la llamada Ilustración Escocesa y las grandes transformaciones tecnológicas y económicas que desembocarían en la Revolución Industrial. Ambos han sido des­critos de un modo vivaz y sugerente por Hugh Trevor-Roper en un artículo archi­conocido acerca de la invención de la tradición escocesa, incluido en The Invention of Tradition (1983), el famoso repertorio de estudios sobre el tema, editado por Eric Hobsbawm y Terence Ranger. Quizá el episodio más traído y llevado del libro sea pre­cisamente aquél en que Trevor-Roper narra la invención del tartan –o la tartaniza­ción de Escocia–, que se debe, como es sabido, a los ingenios combinados de Sir Walter Scott y de dos impostores, los hermanos Sobieski-Stuart (en realidad, ape­llidados Allen), que afirmaban ser nietos del Bonnie Prince Charles. En efecto, soste­nían que su padre, un tal Thomas Allen, del que habrían recibido en herencia un manuscrito iluminado que contenía la clasificación ancestral de los colores simbó­licos de todos los clanes, era hijo legítimo del Young Chevalier y de la princesa Stol­ber-Gerdern. La invención del tartan dio así un impulso decisivo a la incipiente industria escocesa de la lana, que competiría brillantemente con el textil inglés del algodón a lo largo de todo el siglo XIX, y que ha sobrevivido hasta nuestros días con un altísimo prestigio. Lo que no dice Trevor-Roper es que la genial operación fi­nanciera e industrial requirió la expulsión de los labradores católicos del Gaeltachd y la conversión de las Highlands en un inmenso pastizal. La mayor parte de los high­landers tomó el camino de la emigración, hacia Canadá o hacia los enclaves indus­triales de las Tierras Bajas. El vaciamiento de las Highlands implicaba el fin de la sociedad clánica, que había recibido una herida de muerte con el desastre de 1746. Ahora bien, la desaparición de los clanes fue precisamente lo que facilitó la conver­sión de la vieja cultura tradicional en heritage, como acertadamente señala Pittock. El heritage es cultura desfuncionalizada, un conjunto de retales simbólicos que puede ser reorganizado arbitrariamente para dar cohesión a universos sociales más o menos anómicos (a través de lo que Hobsbawm y Ranger han llamado “invención de la tra­dición”). El propio Pittock habla de una “invención” –o, más bien, de una “reinven­ción”– de Escocia. La fórmula no nos parece hoy demasiado original, porque se ha aplicado después hasta la saciedad y en todas partes, pero lo fue cuando los escoce­ses ilustrados la descubrieron: en rigor, se trata de proyectar sobre la desaparecida sociedad tradicional el estereotipo del primitivismo. Para que tal estereotipo resulte verosímil, hay que encontrarle o fabricarle una manifestación histórica lo suficien­temente noble o sublime como para que pueda resaltar la diferencia entre el Primi­tivo y el Salvaje. Porque el Primitivo (o sea, el Salvaje Sublime, como lo ha llamado Fionna Stafford en un interesante ensayo sobre el Ossian de Macpherson) no es el salvaje brutal, violento, cruel y sucio que describe la literatura del colonialismo, sino el hombre de los orígenes, dotado de una cultura y de una sabiduría superiores a la de los civilizados. La manifestación histórica del primitivismo highlander se identi­ficó, inevitablemente, con el jacobismo. Los poemas de Ossian, “descubiertos” por el maestro escocés James Macpherson a los pocos años de la derrota de Culloden, no son otra cosa, como Pittock y Stafford han observado, que una proyección de la epo­peya jacobita hacia el pasado intemporal del mito.

Tal operación requería una reducción previa del objeto a mitificar, y así, el jaco­bismo debía ser despojado convenientemente de su heterogeneidad y de sus con­tradicciones. En otras palabras: tenía que ser identificado totalmente con la vieja sociedad clánica, que se había desvanecido en la emigración, tras las clearances o expulsiones de los highlanders que siguieron a la derrota de Charles Edward. Se tra­taba, pues, de construir la imagen de un jacobismo puramente highlander, y el pro­cedimiento para lograrlo era relativamente sencillo. Bastaba con retener sólo el momento histórico final, el apocalipsis trágico/romántico de Culloden. La apoteo­sis del Bonnie Prince Charles al frente de un ejército de clanes vendidos por sus chief­tains en el vado de Culloden (imagen que se ajusta al arquetipo del noble caudillo y del pueblo leal y heroico derrotados por un ejército muy superior en número, y trai­cionados por jefes desleales, como el rey don Rodrigo en Guadalete o el conde ser­bio Lazar en Kosovo). Así se hizo, y ésa es la imagen que nos ha transmitido la tradición romántica (y moderna): la del enfrentamiento desigual entre un ejército primitivo, de salvajes sublimes armados de claymores, y un ejército moderno bien provisto de artillería. Y aquí se impone un guiño, porque se trata de algo que los es­pañoles conocemos muy bien. Con el carlismo se ha hecho una reducción parecida. Pensemos en el carlismo de los escritores de la generación del 98: en el carlismo homogéneamente campesino y gallego de Valle-Inclán o en el carlismo homogéne­amente campesino y vasco de Pío Baroja…
Pero ni el ejército jacobita ni los ejércitos carlistas fueron ejércitos medievales. Eran ejércitos con armas de fuego, fusiles y cañones, como los que tenían enfrente. Ejércitos con mandos militares profesionales. Ejércitos de leva, convencionales, sin homogeneidad étnica. En el de Charles Edward había escoceses de las Highlands y de las Lowlands, ingleses, franceses y wild geese del exilio irlandés. ¿En qué se apoya, entonces, la reducción étnica? El secreto está, como en el carlismo, en oponer la boina al morrión. Charles Edward Stuart adoptó como uniforme la indumentaria étnica de los highlanders, del mismo modo que los carlistas tomaron la boina vasca como prenda distintiva de un uniforme que, en el resto, se parecía bastante al del ejército liberal. Es posible que en Culloden buena parte del ejército jacobita, con in­dependencia de sus distintos orígenes geográficos, vistiera prendas típicas de las Highlands. También debían vestirlas combatientes del otro bando, como los mon­tañeses del clan Campbell que luchaban junto a los ingleses de Cumberland (tam­bién, en España, ciertos cuerpos del ejército liberal, más o menos irregulares, llevaban boinas rojas). No voy a entrar en el problema, ciertamente interesante, de cuál era la vestimenta típica de los highlanders en la primera mitad del siglo XVIII. Como es sabido, Trevor-Roper niega que el kilt –la falda escocesa– formase parte de la misma y, por supuesto, atribuye a los hermanos Sobieski-Stuart la invención de los colores y diseños del tartan. La imagen que se nos ha transmitido del ejército jaco-bita de Culloden es, en definitiva, una superchería muy posterior a la batalla. Un pastiche creado por intelectuales y escritores ilustrados –y, por supuesto, hannove­rianos y unionistas– del círculo de Edimburgo. Como Walter Scott, por ejemplo.
Y fue una invención con propósitos prácticos. En primer lugar, poner de moda el tartan en las Lowlands, en Inglaterra y, a ser posible, en el resto del planeta. Ob­jetivo que se consiguió con creces. La industria textil escocesa inundó el mercado mundial con prendas de lana tartanizada: faldas, mantas, chalecos, chales (plaids) y, más tarde, corbatas, medias, calcetines, gorras, etc. En segundo, crear una imagen británica de la masculinidad escocesa como sinónimo de arrojo, valentía y disciplina militar, lo que propiciaría algo muy deseado por Walter Scott y sus amigos de Edim­burgo: la formación de una milicia escocesa y, en una fase posterior, la de cuerpos regulares escoceses integrados en el ejército británico (que, hasta la batalla del Somme, en 1916, practicaría un tipo de leva de raíz feudal, con regimientos forma­dos por soldados de la misma comarca). La creación de estos cuerpos repercutiría positivamente en el textil escocés, que recibiría pedidos masivos de prendas milita­res tartanizadas. Escocia se reinventa como ingrediente fundamental del imperia­lismo británico y venero de castas militares profesionales. La desaparición del jacobismo histórico permitió la integración del jacobismo mítico en la imagen de marca británica, proceso éste que llegaría a su apogeo en el balmoralismo de la época victoriana, cuando la propia Reina se proclame con orgullo heredera legítima de los Stuart y comience a escenificar, como harán sus descendientes, identidades dinás­ticas distintas pero compatibles, según épocas del año y residencias estacionales: Hannover en Buckingham; Tudor en Windsor, y Stuart en Balmoral, donde los va­rones de la familia se disfrazan de highlanders.

Es lógico que el nacionalismo escocés haya desarrollado, frente al balmoralismo, una actitud crítica hacia la imaginería romántica jacobita. Los trabajos académicos más solventes sobre el jacobismo proceden hoy de universidades escocesas donde flo­rece el nacionalismo, pero no es fácil separar la imagen tópica del jacobismo high­lander de una cultura escocesa “auténtica”, y menos aún en el caso de la cultura de masas. Las galletas Walker no encontrarían compradores si no recurrieran a esos magníficos envases tartanizados que reproducen retratos decimonónicos de McGre­gor of McGregor o falsos cuadritos decimonónicos que representan al Young Cheva­lier besando la mano de Flora McDonald. El cine de inspiración nacionalista, además de productos críticos muy respetables, como The Chase of the Deer, sobre la batalla de Culloden, ha intentado promocionar otras imágenes identitarias alejadas del ja­cobismo, como en Braveheart, pero incluso en este caso ha hecho concesiones al tó­pico (los escoceses de la época de Bruce son representados como híbridos de pictos prerromanos y jacobitas highlanders). En fin, al menos, hay que reconocer a los in­geniosos mixtificadores escoceses de la segunda mitad del siglo XVIII el hallazgo de la fórmula del revival que imita hoy todo el mundo globalizado.
En mi biblioteca guardo, como una joya, un tomito de Jacobite Songs que compré hace tiempo en una librería de anticuario en Saint Andrews. Es un prodigio de pri­mor editorial, publicado por una casa que se llama nada menos que Walter Scott Ltd., con sedes en Londres y Nueva York. Es también una edición tramposa. No tiene fecha, lo que le da un aire vagamente intemporal. Ninguna de las bellísimas canciones que contiene se cantó en la época de las insurrecciones jacobitas. Todas son producto de esa industria cultural que nació en la Escocia de Walter Scott, como las novelas de éste o los poemas de Ossián. Romanticismo para andar por casa en za­patillas. El jacobismo real fue algo más peligroso. Como le dice el juez calvinista Grant al también calvinista David Balfour en David and Catriona (1971), la película de Delbert Mann inspirada en Kidnapped y Catriona, las dos extraordinarias novelas de Stevenson, “¡Los highlanders!¡No hay mejor gente en el mundo, ni más valiente ni más honrada! No dudaría en encomendar mi familia a su protección si tuviera que irme de Escocia, pero, si por ellos fuera, ni usted ni yo podríamos practicar nuestra religión”.


bibliografía comentada
La ausencia de notas en el texto se justifica por el carácter general del mismo, pero he creído necesario añadir una breve bibliografía comentada y limitada, eso sí, a ediciones recientes que en algún caso pueden ser de obras antiguas, que comprende los títulos, a mi juicio, indispensables para adquirir un conocimiento suficiente del tema.
Muchas novelas de Walter Scott tratan del jacobismo, pero tres de ellas me pa­recen especialmente interesantes: Old Mortality, cuya acción se sitúa en la época in­mediatamente anterior a la Revolución Gloriosa; Rob Roy, en torno a la revuelta de 1715, y Waverley, en tiempos de la insurrección final y de la batalla de Culloden. Re­comiendo las ediciones de Oxford University Press, en la colección Oxford World’s Classics. La de Old Mortality (1993), a cargo de Jane Stevenson y Peter Davidson; de Ian Duncan, la de Rob Roy (1998), y de Claire Lamont, la de Waverley (1986). De Old Mortality hay una buena versión española reciente, Eterna Mortalidad (Madrid: Alba, 2001, con traducción de Marta Salís). El tomo IV de la historia de Escocia de Wal­ter Scott (Tales of a Scottish Grandfather. 4. From Montrose to Culloden) se dedica a las insurrecciones jacobitas. He utilizado la edición americana de Cumberland House; Nashville, Tennesse, 2001, con una introducción de George Grant. Las ediciones de Kidnapped y Catriona, de Robert L. Stevenson, en Penguin Books (Penguin Classics) se encuentran con facilidad, en numerosas reediciones. La acción de ambas nove­las se sitúa, como es bien sabido, en los años siguientes a la derrota de Culloden.

Ambas han sido publicadas, en sendas traducciones españolas de Marcelo Cohen y Silvia Serra, por Valdemar (El Club Diógenes), Madrid, 2003, bajo el título de Las aventuras de David Balfour y con una introducción de Marcelo Cohen.
Sobre el contexto histórico de la Revolución Gloriosa, son muy útiles, 1688. A Global History, de John E. Wills jr. (London and New York: W.W.Norton & Company, 2001) y The Last Revolution. 1688 and the Creation of the Modern World, de Patrick Dillon (London: Jonathan Cape, 2006; Plimlico, 2007). La primera es una auténtica historia global, que atiende a la simultaneidad de acontecimientos en puntos muy alejados del planeta. El capítulo 15 está dedicado a la Revolución Gloriosa. Hay una buena versión española, 1688. Una historia global (Madrid: Taurus, 2002), en tra­ducción de Isabel Salido. La de Dillon se centra en el contexto inglés.
Sobre la Revolución Gloriosa, puede verse el ya clásico The Army, James II and the Glorious Revolution (Manchester: Manchester University Press, 1980), de John Childs; también es útil The Jacobite Rebellion (London: Almark, 1975), de Hilary Kemp. Pero recomiendo, en particular, Restoration and Revolution in Britain. A Poli­tical History of the Era of Charles II and the Glorious Revolution, de Gary S. De Krey (New York: Palgrave McMillan, 2007) y England’s Glorious Revolution 1688-1689. A Brief History with Documents, de Steven C.A. Pincus (Boston/ New York: Bedford/St. Martin’s, 2006). Una excelente presentación del aspecto dinástico del conflicto se encontrará en The Right to be King. The Succession to the Crown of England, 1603-1714, de Howard Nenner (London: Macmillan, 1995). Acerca del desarrollo de la primera insurrección jacobita en Escocia, véase Paul Hopkins, Glencoe and the End of the Highland War (Edinburgh: John Donald, 1986).
Hay una amplísima bibliografía acerca de las posteriores insurrecciones jacobi­tas en Escocia. El artículo de Colin Kidd al que se alude en el texto, “The ideologi­cal significance of Scottish Jacobite Latinity”, puede verse en Jeremy Black y Jeremy Gregory (eds), Culture, Politics and Society in Britain, 1660-1800, Manchester and New York: Manchester University Press, 1991, pp.110-130. Dos historias generales muy útiles del movimiento jacobita son The Jacobite Risings in Britain, 1689-1746, de Bruce Lenman (London: Methuen, 1980), y The Jacobites, de Daniel Szechi (Man­chester: Manchester University Press, 1994). Sobre los wild geese, véanse los traba­jos reunidos en Edward T. Corp (ed.), L’autre exil. Les Jacobites en France au début du XVIII siécle (Montpellier: Les Presses du Languedoc, 1993). Acerca de James Fran­cis y la revuelta de 1715, The Jacobite Rising of 1715, de John Baynes (London: Cassell, 1970), y Jacobitism and Tory Politics, 1710-1714, de Daniel Szechi (Edinburgh: John Donald, 1984). La última rebelión está muy bien descrita en el estudio clásico de
jon juaristi
John Prebble, Culloden (London: Secker and Warburg, 1961), reeditado numerosas veces por Penguin Books.
Dos interesantes aproximaciones a la sociedad clánica de las Highlands y su di­solución, en David Buchan, The Ballad and the Folk (London:Routledge and Kegan Paul, 1972) y en David Kerr Cameron, The Ballad and the Plough. A Folk History of the Scottish farmtouns (London: Victor Gollanz Ltd., 1990). Y son muy ricas en datos al respecto dos biografías del más famoso proscrito escocés, Rob Roy McGregor, de W.H. Murray (London: Richard Drew Publishing Ltd., 1982. He manejado la última edi­ción de Canongate, Edinburgh-New York-Melbourne, 2005), y la excelente The hunt for Rob Roy. The man and the myths, de David Stevenson (Edinburgh: John Donald, 2004).
Merecería un capítulo aparte la bibliografía sobre la reinvención de Escocia y el mito highlander. El artículo de Hugh Trevor-Roper, “The Invention of Tradition: The Highland Tradition of Scotland”, se encuentra, como es sabido, en el famoso The In­vention of Tradition, editado por Eric Hobsbawm y Terence Ranger. He utilizado la edición de Cambridge University Press (Canto), de 1996. Añoro la primera, de 1983, cuya lectura inspiró mi tesis doctoral, pero la perdí en uno de mis frecuentes cam­bios de domicilio. En la que poseo, el artículo de Trevor-Roper está en las páginas 15­
41. Los libros de Murray G. Pittock, The Invention of Scotland: The Stuart Myth and the Scittish Identity, 1688 to the Present (London and New York: Routledge and Kegan Paul, 1991) y The Myth of the Jacobite Clans (Edinburgh: Edinburgh University Press, 1995), son ya tan necesarios para cualquier interesado en el tema como el algo an­terior Improvement and Romance. Constructing the Myth of the Highlands, de Peter Womack (Basingstoke: Macmillan, 1989). Acerca de Ossian y el jacobismo, véase Fiona Stafford, The Sublime Savage. James Macpherson and the Poems of Ossian (Edin­burgh: Edinburgh University Press, 1988), así como su introducción a The Poems of Ossian and Related Works, edición de Howard Gaskill, en la misma editorial (1996). Imprescindible asimismo The Scottish Enlightenment. The Scots’ Invention of the Mo­dern World, de Arthur Herman (London: Fourth State, 2001). Para el balmoralismo de la casa real británica, véase el capítulo cuarto de Voltaire’s Coconuts or Angloma­nia in Europe, de Ian Buruma (London: Weidenfeld & Nicolson, 1999). Hay versión española de este último (Anglomanía. Una fascinación europea. Barcelona: Anagrama, 2001, traducción de Javier Calzada). 



la guerra como aprendizaje político.de la guerra de la independencia a las guerras carlistas

Pedro Rújula
Universidad de Zaragoza
En 1836, una destacada figura del liberalismo avanzado español, el general Evaristo San Miguel (1785-1862), publicó un opúsculo titulado De la guerra civil de España1. Por aquellas fechas, este militar de carrera asturiano, ministro de Estado en el Trie­nio y exiliado en Inglaterra durante la década absolutista, se había reincorporado al ejército liberal y, después de haber combatido a los carlistas en el Norte, fue desti­nado a Aragón. Allí, como capitán general, obtendría ese mismo año una impor­tante victoria al ocupar, aunque sólo fuera por unos meses, Cantavieja, la capital carlista de Ramón Cabrera. En aquella obra defendía una tesis no demasiado común: España llevaba viviendo en guerra civil desde 1808, de tal manera que el conflicto librado entonces contra los seguidores de don Carlos era, en realidad, la expresión de un conflicto antiguo iniciado tres décadas atrás2.
San Miguel fijó su atención en el carácter maniqueo que muy pronto había adop­tado el enfrentamiento en 18083. “O Fernando, o Napoleón –decía–; o los afrance­sados, o los leales. La violencia de la lid no permitía diferente alternativa. O los que querían el yugo del Emperador iban a acreditar que habían seguido la voz de la razón, los dictámenes de la prudencia; o sus ardientes enemigos a demostrar que en escu­char el grito del honor preparaban los solos medios de salvación que en tan tre­menda crisis les restaban”. Señalaba también el protagonismo que habían tenido en esta confrontación excluyente los partidarios de volver al orden de cosas anterior a la invasión. Protagonismo que, de un lado, atribuía a las clases privilegiadas, a quie­nes la dinastía extranjera, afirmaba, “les era odiosa menos por lo nueva que por los indicios que daba de reformadora”, pues el nombre francés “era para muchos el sím­bolo de revolución, de irreligión y de impiedad”. Y, de otro, a las clases populares, ins­taladas igualmente en una posición defensiva. “Libertar a Fernando de su cautiverio –decía San Miguel–, volver a sentarle en el trono de sus padres, sacar la religión de los peligros que la amenazaban, vengar los altares profanados, evitar la terrible con­dición de ir atado al ejército del Norte, he aquí los sentimientos que, unidos al de honor vilipendiado, animaban a la muchedumbre”4. Este es el campo sobre el que queríamos fijar nuestra atención, el de una confrontación excluyente en la que los argumentos que llevaron a una parte importante de la sociedad a tomar las armas se habían apoyado sobre una base contrarrevolucionaria, y las implicaciones políticas que a lo largo del tiempo se derivarían de este hecho5.


la guerra y el advenimiento de la política
Para muchos españoles de comienzos de siglo, la guerra de la Independencia supuso un desembarco súbito en el territorio de la política. Hasta entonces, la estructura es­tamental del Antiguo Régimen había reservado la esfera del poder para los grupos privilegiados y la había defendido mediante una concepción jerárquica del orden social que relegaba a las clases populares al nivel básico de una escala en la que par­ticipación era sinónimo de seguimiento y el protagonismo quedaba conveniente­mente desterrado. El hundimiento de la monarquía borbónica en 1808, sumado a la movilización que sacudió a todo el país ante la presencia de las tropas francesas, puso a muchos individuos en una situación que para ellos resultaba inédita. Atrás quedaba su viejo rol de masa inerte condenada, y conminada, a la inactividad; ahora, en medio de aquel enorme vacío de poder, eran, paradójicamente, llamados a po­nerse en movimiento, tomar las armas y lanzarse contra los ejércitos imperiales6. Las propias juntas surgidas por todo el país, habían fundado su legitimidad en el carác­ter masivo de la movilización que expresaba el rechazo a los franceses. Precisamente era este respaldo popular el que les permitía invocar el pacto originario entre el rey y sus vasallos y, ante la desaparición de uno de los términos del acuerdo, procla­marse como las nuevas instancias políticas en las que residía la soberanía que re­tornaba ahora a cada uno de los reinos de los que había surgido.
El papel de las gentes comunes no se detuvo aquí, en una transferencia puntual de soberanía a las juntas revestida de un marcado contenido simbólico7. En los días siguientes se vio reforzado con llamamientos a las armas emitidos por las juntas. Sirva de ejemplo el caso de Sevilla. “Sin distinción, afirma el conde de Toreno, [la Junta] mandó que se alistasen todos los mozos de diez y seis hasta cuarenta y cinco años”8. El respaldo popular aparecía en esta circunstancia excepcional como fuente de soberanía y, al mismo tiempo, se constituía en brazo armado del movimiento.
Este doble rostro pudo verse también en Asturias donde los insurrectos pidieron a la Junta General del Principado que se constituyera en Junta Suprema de Gobierno. “Así lo hicieron todos, y nombrando presidente al marqués de Santa Cruz –a quien además confiaron el mando de las armas– haciendo un llamamiento a la juventud para que las empuñase, afirmaron la revolución sin que la manchara una sola gota de sangre”9. La participación popular se convirtió en un factor decisivo, pero las di­ficultades que atravesaba la monarquía y su ejército determinaron que su encua­dramiento no se produjera a través de unidades regulares. Con mucha frecuencia, su contacto con las armas tendría lugar en situaciones en que reinaba la improvisa­ción. Voluntarios y reclutas convergieron desde lugares muy diversos sobre los pun­tos donde se aguardaba el enfrentamiento. Con mayor o menor fortuna hicieron frente a las columnas napoleónicas y, cuando el territorio quedó bajo control ene­migo, la resistencia adoptó nuevas formas, destacando entre ellas la acción de los guerrilleros10.
Situarse con un arma frente al enemigo, además de una toma de posición en tér­minos militares, suponía una toma de posición política. Implicaba necesariamente preguntarse, ya que lo que había en juego era la propia vida, sobre quién estaba en­frente y a cerca de quiénes somos “nosotros”, también por qué y para qué estaban allí, qué ganaban y qué perdían en aquella circunstancia, o qué iba a pasar después, cuando todo aquello hubiera terminado. Estas cuestiones sobre la naturaleza del enemigo, sobre la identidad de quienes comparten una misma trinchera, sobre las razones para tomar uno u otro partido, sobre las consecuencias que podía tener la decisión o sobre la posibilidad de imaginar el futuro de aquella sociedad, suponían un alumbramiento anticipado a la política en unas circunstancias inusuales. Cier­tamente, este protagonismo no tenía lugar en las condiciones idealizadas del espa­cio público formuladas por Habermas para la sociedad liberal, más bien pensadas para tiempos de paz11, sino que tiene más conexiones con aquellos fenómenos estu­diados por Charles Tilly en sus primeros trabajos sobre La Vendée donde se había in­teresado por las circunstancias en que, en determinados momentos de la historia, los campesinos se habían visto arrastrados a la política12.
Con motivo del levantamiento antifrancés se produjo, por lo tanto, una sociali­zación de los españoles a la política de su tiempo. La violencia y la inmediatez de las circunstancias determinaron las condiciones en las que tuvo lugar este hecho. Así, tanto la naturaleza de la información recibida, como toda una interpretación sobre los sucesos que estaban produciéndose, se hallaban directamente vinculadas al mo­mento y a las circunstancias que se estaban viviendo13. La intimidatoria presencia de las tropas imperiales francesas permitió definir el enfrentamiento de forma muy ní­tida: el enemigo era extranjero –los franceses– y llevaba inextricablemente unida a esta circunstancia su condición de revolucionario –los ejércitos de Napoleón que pretendían profundos cambios en las instituciones–. Se luchaba contra los france­ses, ese “enemigo que no conoce el más pequeño sentimiento de honor, que ha ase­sinado a hombres, mujeres y niños”14, contra Napoleón “el Emperador de los franceses, por el abuso que hacía de su poder, que él creía y llamaba irresistible” y contra sus generales, oficiales y soldados “cómplices y ejecutores de la mayor mal­dad que se ha visto desde la creación del Mundo”. El discurso de Palafox ante la Cor­tes de Aragón convocadas para dar legitimidad a su nombramiento es muy nítido en este aspecto:

“Mi corazón, agitado ya largo tiempo, combatido de penas y aflicciones, lloraba la pérdida de la patria sin columbrar aquel fuego sagrado que la vivi­fica. Lloraba la pérdida de nuestro adorado rey Fernando VII esclavizado por la tiranía, y conducido a Francia con engaños y perfidias. Lloraba los ultra­jes de nuestra santa religión atacada por el ateísmo, sus templos violentados sacrílegamente por los traidores el día 2 de mayo, y manchados con sangre de los inocentes españoles. Lloraba la existencia precaria que amenazaba a toda la nación si admitía el yugo de un extranjero orgulloso, cuya insaciable codicia excede a su perversidad, y por fin la pérdida de nuestras posesiones en América, y el desconsuelo de muchas familias, unas porque verían con­vertida la deuda nacional en un crédito malo, otras que se verían despojadas de sus empleos y dignidades, y reducidas a la indigencia o mendicidad; otras que gemirían en la soledad, la ausencia o exterminio de sus hijos y herma­nos conducidos al norte para sacrificarse no por su honor, su religión, su rey, ni por la patria, sino por un verdugo nacido para azote de la humanidad, cuyo nombre tan solo dejará a la posteridad el triste ejemplo de los horrores, engaños, y perfidias que ha cometido, y de la sangre inocente que su pro­terva ambición ha hecho derramar”15.
Su propia condición de extranjero permitió una rápida y eficaz delimitación del enemigo. Su condición de revolucionario no era tan inmediata. Sin embargo, para darle forma, se combinaron algunos factores que consolidaron este perfil casi con igual rapidez. En primer lugar, la experiencia, una década antes, de la guerra contra la Convención, un conflicto contra franceses republicanos y regicidas. Aquellas zonas que sufrieron la guerra habían vivido una situación con rasgos comunes a la que
pedro rújula
ahora iba a extenderse por casi toda la península. En segundo lugar, en las zonas que no afectó directamente aquel primer conflicto, sí se dejó notar el efecto ampli­ficador de los clérigos emigrados huidos desde Francia huyendo de la revolución y los efectos de la publicística contrarrevolucionaria producida abundantemente en Francia, así como los primeros autores que encontraron el camino para publicar en España16, que fueron dejando un poso de argumentos en los discursos más comunes. En tercer lugar, la conmoción que había causado en los tronos europeos el derroca­miento de los borbones en Francia17. Finalmente, y de alguna manera resumiendo todo ello, el interés de la Iglesia por situar el acento en el aspecto revolucionario de los franceses, lo que les permitía colocar la religión en el centro del problema pues, a sus ojos –siguiendo las doctrinas de Barruel–,18 en el país vecino el ataque contra la Iglesia era el que había precedido y preparado los posteriores ataques a la mo­narquía y a la nobleza.
Así las cosas, por pura coherencia táctica, la formulación que se hizo del en­frentamiento fue en clave contrarrevolucionaria. Sin tiempo para los matices, la fór­mula permitía reunir un máximo de fuerzas: Todos contra unos extranjeros revolucionarios. A pocos importó entonces que el papel de alentar a los sentimien­tos populares quedara en manos de los religiosos. De todos modos lo habían venido haciendo hasta ahí, y no parecía el mejor momento para cambiar el modelo. Y, aun­que se hubiera pretendido, la mayoría de estos clérigos no hubieran podido formu­lar la situación de otra manera que no fuera directamente contrarrevolucionaria.
La religión, amenazada por los revolucionarios impíos, se convirtió en una buena espina dorsal para los discursos movilizadores. En torno a ella las proclamas articu­laban con solvencia retórica los otros dos elementos básicos del discurso: el Trono y la Patria. Con distintos grados en el énfasis y la jerarquía de las ideas las proclamas desarrollaron a los ojos del pueblo esta argumentación. Tenía lo suficiente de nove­dosa para llamar la atención y transmitir la idea de que se hallaban ante un mo­mento excepcional y, sin embargo, se basaba en referencias suficientemente familiares para que pudiera comprenderse bien el contenido y la dimensión argu­mental de la propuesta. En todos los lugares, las proclamas difundieron estas ideas en forma similar a la que apareció en Sevilla el 29 de mayo de 1808 y decía así: “Es­pañoles: Sevilla no ha podido resistir los impulsos de su heroica lealtad, de que ha dado ejemplo en todos los siglos. Se le ha arrebatado el Rey que ha jurado y había re­cibido con una alegría de que no hay memoria. Se han pisado las leyes fundamen­tales de la monarquía, se amenazan los bienes, los usos, las mujeres y cuanto tiene precioso la nación. La religión santa, única esperanza nuestra, va a perecer o a que­dar reducida a una vana exterioridad, y ésta sin apoyo y sin protección, y todo por una potencia extranjera, y no por la fuerza de las armas, sino por engaño, por la per­fidia, valiéndose de nosotros mismos y haciendo instrumento de estas atrocidades á los mismos que se llaman cabezas de nuestro gobierno, y que no han temido o por su vileza o por su miedo infame, o quizás por otras causas que el tiempo y la justicia descubrirán, sacrificar su patria. Era pues preciso romper estos lazos duros que im­pedían a los españoles el despertar y usar del ardor generoso con que en todos los siglos se han cubierto de gloria y defendido el honor de la nación, sus leyes, sus mo­narcas y su religión”. En el mismo manifiesto se decía que el pueblo había recibido de la Junta la misión de defender “la religión, la patria, las leyes y el Rey”19. Aquí están los ingredientes: Dios, Patria y Rey.

Tras el colapso de la monarquía y de su ejército, era preciso movilizar a la propia sociedad contra las tropas imperiales. Como bien ha señalado Ronald Fraser la ex­periencia de las guerras revolucionarias en Europa había revolucionado también la guerra contrarrevolucionaria20. El recurso a la movilización popular ya no era, por lo menos desde 179321, patrimonio exclusivo del patriotismo revolucionario. También la contrarrevolución sabría hacer de la participación popular una fuerza arrolladora capaz, como se demostraría en España, de plantar cara al ejército que por entonces era considerado el más poderoso del mundo.
Esto no quiere decir que en el levantamiento español no hubiera un componente de burgueses activos e ilustrados descontentos con la invasión que, muy pronto, para marcar su diferencia con los afrancesados, se definirían como liberales. El peso que estos tenían entre las capas ilustradas de las sociedad era muy importante, como más tarde pondrían de manifiesto en la Cortes de Cádiz. Sin embargo, ni eran ma­yoritarios, ni dominaron el discurso antifrancés desde los primeros momentos, ni conquistaron masivamente el alma del pueblo con sus nuevas ideas. En una situa­ción extrema como aquella, los discursos más eficaces se construyeron sobre la base de lo existente, es decir sobre la cosmovisión teocrática gestionada por la Iglesia que tenía a la monarquía absoluta como modelo de gobierno benéfico.


armas contra la revolución
Las circunstancias concretas en las que se produjo la movilización antifrancesa lle­varon a una decidida legitimación de la acción popular armada. En los primeros mo­mentos fue como consecuencia de la necesidad de oponer al avance de las tropas imperiales todos los recursos disponibles. Los Sitios de Zaragoza fueron uno de los hitos donde esta voluntad de movilización se hizo más evidente. José de Palafox se dirigía a sus conciudadanos en estos términos: “Aragoneses: Llegó la época feliz de que con vuestras gloriosas hazañas acreditéis, que el espíritu Guerrero que here­dasteis de vuestros gloriosos progenitores, conozca la Europa entera habéis sabido conservarle. La Religión, el Rey y la Patria, gemirían con opresión si la magnanimi­dad de vuestros pechos no fuese un muro incontrastable a todo el que atentase con­tra ella”22. Como argumento justificativo invocaba la defensa de la Religión, del Rey y de la Patria, iconos todos ellos del Antiguo Régimen, sobre todo en boca de aquel joven retoño de la nobleza local amigo de Fernando VII que era Palafox, a quien todo el mundo comprendía muy bien en sus expresiones y cuya actuación se produjo siempre al margen de cualquier veleidad liberal. De este discurso de naturaleza con­trarrevolucionaria bebieron la multitud de defensores –hasta 50.000 hombres lle­gados de todos los lugares– que acudieron a la capital del Ebro para intentar frenar el avance francés. Entre los que bebieron de esta lectura del enfrentamiento estaban muchos de los que luego destacarían en las filas carlistas como el joven voluntario Tomás de Zumalacárregui que hizo allí sus primeras armas23, Juan José Marco del Pont24 o Rafael Maroto25.
Más tarde, con la llegada de Napoleón a la península26, la resistencia fue ce­diendo, José I fue repuesto en el trono y las tropas francesas, no sin dificultades, fue­ron desarrollando sus planes de ocupación del país. El Emperador, desde Valladolid, escribió el 15 de enero de 1809 una carta para anunciar a su hermano su regreso a Francia recomendándole que se asegurara de transmitir la imagen de que había con­seguido someter a los españoles. “Portez votre attention sur vos journaux –le decía– et faites faire des articles qui fassent bien comprendre que le peuple espagnol est sou­mis et se soumet”27. Sin embargo, tras la filas, entre las grietas de la ocupación, sur­gía un espacio para la resistencia que aprovechaba contra el enemigo aquello que el enemigo, por poderoso que fuera, difícilmente podía hacer valer en su beneficio. Se movieron en un territorio que conocían bien, contaron con el apoyo y el silencio de las gentes de la zona donde actuaban, y eludieron cualquier choque frontal buscando la oportunidad de un combate favorable. Fue el tiempo de las guerrillas. “Al princi­pio cortas en número, crecieron después prodigiosamente, y acaudilladas por jefes atrevidos recorrían la tierra ocupada por el enemigo y le molestaban como tropas li­geras. […] En la guerra contra Napoleón nacieron más que de un plan combinado de la naturaleza de la misma lucha. Engruesábanlas con gente las dispersiones de los ejércitos, la falta de ocupación y trabajo, la pobreza que resultaba, y sobre todo la aversión contra los invasores viva siempre y mayor cada día por los males que ne­cesariamente causaban sus tropas en guerra tan encarnizada”28.

La Junta Central intentó dar cobertura legal en diciembre de 1808 a toda esta ac­tividad mediante el Reglamento de Partidas y Cuadrillas. Con ello no sólo regulari­zaba la acción de algunos combatientes patriotas que se habían anticipado a tomar las armas. Sobre todo, el reglamento servía para reconducir la delincuencia y el con­trabando rurales –“sujetos de distinguido valor e intrepidez [que], por falta de un ob­jeto en que desplegar dignamente los talentos militares con que los dotó la naturaleza, se han dedicado al contrabando con grave perjuicio de la Real Ha­cienda”– contra los franceses, al objeto de “interceptar las partidas del enemigo, contener sus correrías, impedir que entre en los pueblos para saquearlos, o para im­poner contribuciones, o requisiciones de víveres, e incomodarlo en sus marchas con tiroteos desde los parajes proporcionados”. Los miembros de las partidas recibirían cantidades que oscilaban entre los 15 reales diarios del primer cuadrillero hasta los seis del soldado de a pie, pero lo más importante era que “será suyo todo el botín del enemigo que venciesen por sí mismos o apresasen, como dinero, alhajas y ropas que les encuentren encima, o tomen en equipajes o recuas y lo repartirán entre sí con proporción a sus sueldos, sin que nadie se meta en la distribución”29.
Especial significación adquieren desde esta perspectiva las llamadas “partidas de cruzada”, guerrillas compuestas mayoritaria o totalmente por sacerdotes católicos del clero regular y secular. Su presencia en la lucha legitimaba en conjunto esta forma de combate “dando ejemplo de valor, fidelidad y constancia en defensa de Nuestra Santa Religión, de Nuestro Amado Soberano el Señor Fernando VII, y de la Patria”. Al mismo tiempo subrayaba que tomar las armas era una actividad de doble signifi­cado: político y religioso. Así quedaba expresado en el artículo 2º de su reglamento: “Estando invadida la Religión igualmente que la Patria, debe tenerse esta guerra no sólo por política, sino por sagrada, y religiosa”30.


la experiencia de la guerra
Conocemos mal las biografías de las gentes comunes que, por diversas razones, to­maron las armas a lo largo del siglo XIX. Algo más, aunque no mucho, sabemos sobre las de aquellos combatientes de familias nobles o de tradición militar, condiciones ambas que con frecuencia solían coincidir en una misma persona. Pese a ello los datos de que disponemos se obstinan en describir unas trayectorias vitales tipo que comienzan con un primer contacto con las armas en 1808, para combatir a las tro­pas napoleónicas. Continúan en 1822 con una nueva toma de posición armada, en este caso contra los liberales del trienio. Y desembocan en 1833, en las filas carlistas luchando contra los ejércitos cristinos.
En estas trayectorias tiene un papel determinante el origen. De un lado, en el contexto de la invasión francesa, estos hombres forjaron las líneas maestras de su concepción política del mundo en el que vivían, lo que tuvo como consecuencia que los discursos dominantes de aquellos tiempos de conflicto adquirieran una posición central en la lectura de otros enfrentamientos posteriores. Y, de otro, tomaron con­tacto con las armas, familiarizándose con su empleo en la guerra, con todo lo que tiene de conocimiento de las tácticas, las relaciones jerárquicas, el trato con la po­blación, la experiencia del terreno, etc. Pero lo más importante es la relación que se produjo entre ambos aprendizajes, el de la política y el de las armas. La Guerra de la Independencia les demostraría, por propia experiencia, la mutación de legitimidad que experimentaba un grupo armado cuando sus acciones venían respaldadas de una causa política. Era, en realidad, esta carga política la que marcaba la diferencia, ya que el manejo de las armas –milicias– o la presencia de grupos armados –con­trabandistas o bandidos– era frecuente en el medio rural con anterioridad a la in­vasión napoleónica.
Para aproximarnos a la realidad de este fenómeno, será conveniente descender sobre un territorio concreto cuyas características permitan apreciar el proceso. Di­rigiremos nuestra mirada hacia las tierras al sur del Ebro por ser éste un espacio donde se produce una marcada continuidad temporal en la actividad de las partidas a lo largo de casi todo el siglo XIX. De aquellos que durante las décadas posteriores formarían parte de los grupos insurreccionales, por lo menos los siguientes habían hecho sus primeras armas durante la guerra de la Independencia31: el barón de Her­vés, Joaquín Capapé, Agustín Tena, José Puértolas, José Rambla, Román Chambo, Mariano León, Joaquín Quílez, Benito Catalán o José Miralles.
Quílez, hijo de unos pequeños labradores de Samper de Calanda, había estado en la Acción de la Muela y en Zaragoza durante los dos sitios, cayendo prisionero tras la capitulación de la ciudad en febrero de 1809. En Francia consiguió fugarse del depósito de prisioneros y regresó para incorporarse a las órdenes del general Lacy al­canzando al final de la guerra el grado de sargento32. León también participó en los dos sitios consiguiendo escapar tras la caída de la ciudad. Durante los años siguien­tes intervino en multitud de acciones que tuvieron por escenario las provincias de Zaragoza y Teruel hasta que, en 1813, situó su ámbito de acción en el valle de Ebro, desde Cataluña hasta el País Vasco, llegando hacia el final de la guerra a Francia en persecución de las tropas imperiales en su retirada33. En cuanto a José Rambla, a pesar de que ya no era un joven cuando estalló el conflicto, tomó las armas en de­fensa del rey y alcanzó en las filas patriotas el grado de teniente34. Como éste, en tierras del Maestrazgo, combatiría Román Chambó, natural de Ulldecona, que ter­minaría la guerra como teniente35.

Agustín Tena, natural de La Muela (Zaragoza), estuvo igualmente en los dos si­tios de Zaragoza donde fue hecho prisionero. Huyó de su cautiverio presentándose en Tortosa al general José Obispo que le destinó a Aragón, donde participó en las principales acciones de 1810 –Valdealgorfa, Alcañiz, María y Belchite– retirándose posteriormente a su casa. Perseguido entonces por las autoridades francesas huyó y fue autorizado por la junta para levantar una partida con la cual realizó infinidad de acciones que fueron desde la captura de ganados y convoyes para el abastecimiento de las fuerzas patriotas, hasta ataques a pequeñas guarniciones militares en los pue­blos, pasando por emboscadas a columnas francesas que se desplazaban por el te­rritorio o intercepción de correos. Con frecuencia se vio obligado a huir ante la presencia de un número superior de enemigos o de la evolución poco favorable de la emboscada. Otras veces hacía prisioneros que entregaba a la Junta. También se ocupó de reunir dispersos, reclutar hombres, obtener caballos o conseguir recursos mediante la venta de aceite. Su radio de acción iba desde el Bajo Aragón hasta las in­mediaciones de Zaragoza y Cariñena en el oeste, teniendo como eje de movimien­tos una abrupta región atravesada por el Sistema Ibérico. En todo este tiempo fue herido de bayoneta, se fracturó una pierna al caer del caballo, fue hecho prisionero y volvió a escapar. Regresó a Zaragoza con los generales Durán y Mina entrando en la ciudad el 19 de julio de 181336.
Similar fue la forma en que transcurrió el tiempo de la Guerra de la Independen­cia para José Puértolas37 quien, en 1808, abandonó la carrera literaria para tomar las armas. Participó en la acción de Alagón y en el primero y segundo sitio de Zaragoza tras el cual fue hecho prisionero. Consiguió fugarse de manos de los franceses y, en agosto de 1811, se hallaba otra vez combatiendo en la acción de Tortosa y, después, en el sitio del fuerte de Oropesa. Capturado de nuevo, logró fugarse por segunda vez in­corporándose, en abril de 1813, a la división navarra como subteniente, entrando con ella en Francia donde intervino en las acciones de Baygorri y en el bloqueo de Saint Jean Pied de Port. En 1824, refiriéndose a la actitud de aquellos años afirmaba que “así que supo eran infamemente violados los augustos derechos de V.M. por la sacrí­lega usurpación que del Trono de las Españas hizo el tirano de la Europa, voló inme­diatamente a las armas deseoso de conservar cuando estuviese de su parte, la sobera­nía, que siempre reconoció inherente a la Persona de V.M. a la par que la pureza de nuestra Sagrada Religión, que juntamente veía atacada. Ambos objetos lo llevaron a la lucha en que permaneció todo el tiempo del cautiverio de V.M. en Francia”38.
También habían combatido contra los franceses Joaquín Capapé y el barón de Hervés39. Del primero, nacido en Alcañiz en 1787, Vicente de la Fuente dice que “era un carretero de buena figura, jaquetón, hombre de mucho despejo y talento natural, amigo de alternar con la aristocracia en partidas de caza y juego de pelota, en que los señores de aquella tierra no desdeñaban de admitirle a su trato. Había militado contra los franceses con mucho brío, acreditándose de inteligente, sereno y arro­jado”40. Por su parte, Hervés, también alcañizano, nacido en 1778, había ofrecido sus servicios a la Junta Central quien aceptó su ofrecimiento en 1809 mediante una orden que igual podía haber sido el mensaje que recibió en 183341, y en la que, des­pués de reconocer su influencia en los partidos de Morella, Alcañiz y Calatayud, le señalaba como misión reclutar paisanos para el ejército de Blake, reunir armas y hacer la propaganda necesaria para activar la rebelión. Posteriormente sería admi­tido por Francisco Palafox como “comisionado por S.M. para que todas las guerrillas de Aragón ocupasen los puntos que por dicho don Rafael se les señalasen” y, en mayo de 1810, nombrado corregidor interino de la ciudad y partido de Alcañiz, aunque tuvo que establecerse en las partes altas del partido, el Maestrazgo, ya que la ciudad estaba ocupada por autoridades francesas. En una relación de méritos se hace refe­rencia a esta comisión de la Junta Superior de Aragón “para que en la Sierra de Al­cañiz levantase y armase el paisanaje y fomentase su defensa por este medio”. Más tarde se le “confió las de prender y formar causa a las personas infidentes a la Patria, de recoger la plata de la Iglesias, de llevar adelante el alistamiento de la juventud y de formar en el Partido de Alcañiz las milicias honradas mandadas crear por S.M”.42
Estos son sólo algunos casos apenas esbozados de lo que fue una experiencia ge­neracional difícil de olvidar. En medio de ella se produjo el desembarco a la política de aquellos hombres sobre una base que, bajo la capa de ser nacional, era profundamente contrarrevolucionaria. Las armas fueron el vehículo que había llevado la política a la gente, y lo había hecho proporcionándole una perspectiva reaccionaria, defensiva, apo­yada en los principios y en las instituciones del Antiguo Régimen. Desde la guerra de la Independencia las armas quedaron manchadas de una sustancia política difícil de limpiar que podría ser invocada con posterioridad sin que hicieran falta muchas ex­plicaciones nuevas. Lo básico, qué hacer y para qué hacerlo, ya formaba parte de la ex­periencia y la memoria de cada uno de los antiguos combatientes.

No obstante, el aprendizaje político en clave contrarrevolucionaria que rodeó aquellos años, posiblemente no hubiera tenido verdadera importancia si en 1814 Fernando VII no hubiera dado un golpe terrible contra las Cortes y contra la Cons­titución. Pero lo hizo, y con una enorme convicción reaccionaria. El rey consiguió así apoderarse en su propio beneficio del significado político de la guerra de la In­dependencia. Restando importancia al momento, casi un año antes, en que los ejér­citos napoleónicos habían abandonado el territorio peninsular, concentró toda la carga simbólica de la ocasión en el hecho de ser repuesto en el trono de España. Cuando, negando validez a todo lo actuado por las Cortes durante su ausencia, pre­tendió restablecer el orden de cosas tal como se encontraban en el momento ante­rior a su salida hacia Bayona, estaba sacrificando aquellos últimos seis años, en los que había estado ausente, en el altar de la contrarrevolución.
Significativamente, el rey desoyó las órdenes de las Cortes en abril de 1814 y tomó la decisión de visitar la Zaragoza que se había resistido hasta el fin de sus fuer­zas y en Daroca, antes de llegar a Valencia donde aguardaban los diputados “persas”, comprobó que contaba con apoyos suficientes para negar validez a las Cortes y a su Constitución43. En ese momento cobró toda su fuerza la enorme carga contrarrevo­lucionaria que había acumulado la guerra en la sociedad española. Derrotados y fuera del país los franceses, los liberales ocuparon entonces sin demasiado problema su lugar en la ecuación reaccionaria. La persecución de los hijos franceses de la re­volución justificaba a partir de ese mismo momento la persecución de los liberales españoles, a pesar de que nadie hubiera podido dudar ni por un momento del pa­triotismo con que se habían comportado durante todo aquel tiempo.
Volviendo a San Miguel, en su obra no explica con detalle el proceso que llevó de una guerra civil entre afrancesados y patriotas a una guerra civil entre realistas y liberales, sin embargo, tiene meridianamente claro que fue 1814 lo que dio a la ex­periencia vivida la dimensión de guerra civil. Fue como si se desvelara la auténtica significación de los acontecimientos, la clave que permitía interpretar con claridad los auténticos objetos en disputa. Se descubría que se habían vivido dos guerras ci­viles, una dentro de la otra, y que era ese hecho, la llegada de Fernando VII, el que sancionaba la existencia de esta segunda guerra civil, que se iba a resolver por ex­clusión y apoyada por una amplia represión. En realidad, desde la perspectiva de 1814, la lucha contra franceses y afrancesados, sólo había sido el preludio, casi un aprendizaje, para una lucha mucho más importante que era la que entonces se abría contra los liberales. La persecución que iban a sufrir los liberales sancionó el triunfo de quienes, en 1808, se habían movilizado contra las huestes imperiales por su con­dición de hijos de la revolución. La propia victoria, como pudo verse, había fortale­cido a la monarquía más que a las Cortes de modo que, a la vuelta de Fernando VII, este pudo continuar el trabajo de combatir revolucionarios y, derrotados los forá­neos, quedaba el campo libre para aplicarse a los locales con la fuerza que le habían proporcionado los mismos que ahora eran perseguidos. Una rúbrica contrarrevolu­cionaria a unos años de intensa experiencia histórica.


la actualización de una experiencia contrarrevolucionaria
Al final, unos regresaron a sus casas y otros permanecieron en el ejército, pero quie­nes habían combatido en la guerra de la Independencia nunca volverían a ver los conflictos políticos desde cero, y mucho menos si se dirimían por medio de las armas. Marcó, es bien conocido, la vida de numerosos militares que derivaron en sus afinidades políticas hacia el liberalismo. Pero igualmente en aquellos otros que vieron la guerra de la Independencia como el triunfo de la causa monárquica y a Fernando VII como la figura que resumía esta idea. Cuando aquella experiencia guerrera fue conjurada de nuevo, en el verano de 1822, la situación había cambiado sustancialmente. Entonces los franceses habían desaparecido del horizonte, pero el argumento contrarrevolucionario seguía siendo el mismo. Los viejos enemigos habían sido sustituidos por otros nuevos, los liberales. Al producirse el llamamiento a las armas en julio de aquel año, todos sabían ya como debían comportarse, bas­taría con recuperar las formas y los argumentos bien conocidos de unos años atrás. Tardaría mucho más en penetrar hasta los hogares campesinos el discurso liberal que en refrescarse en ellos los argumentos contrarrevolucionarios de la guerra de la Independencia.
Difícil resultaría entender las dimensiones que adquirió el levantamiento de julio sin considerar las bases anteriores sobre las que podía construirse. Tal como había sucedido unos años atrás, la reacción contra el régimen constitucional se estableció en clave revolución/contrarrevolución44, y el rey, aprovechando su potencial sim­bólico, jugó un papel central en un proceso insurreccional que tenía uno de sus es­cenarios principales en el propio palacio. La conspiración estaba muy extendida y tuvo ramificaciones por todo el país. Las conexiones se establecieron entre los que habían combatido juntos en la guerra de la Independencia. Habían desaparecido los franceses, pero quedaba la huella del mensaje contrarrevolucionario, en este caso listo para ser aplicado a los liberales.

Sigamos algunas de las biografías anteriores. Puértolas fue el instigador del im­portante levantamiento que tuvo lugar en Alcañiz en una fecha muy temprana, en noviembre de 1821 y, también un mes después “contra la Constitución, en la que después de gritar por sus calles viva el Rey Fernando Séptimo y la Religión colo­cando el retrato de la Real Persona en los balcones de las Casas del Ilustre Ayunta­miento, quedó patrullando para conservar el orden y tranquilidad pública, mientras que la expedición de fuerza armada que D. Joaquín Capapé dirigió a la villa de Caspe se batía contra las tropas rebeldes que en ella se hallaban”. Fracasada la conmoción aguardó preparando planes para tomar el castillo de Alcañiz con apoyo de Capapé pero fue descubierto. “Viendo que ya no podía continuar sin exponer su vida prac­ticando nuevos servicios en medio de la efervescencia anárquica de los revolucio­narios, abandonó su casa, bienes y familia” se presentó a la división de Capapé el 4 de agosto de 1822, incorporándose como segundo comandante y jefe instructor de la tropa en cuya condición “instruyó y organizó los cuerpos de la división conocida por el Royo, dirigiendo todas sus operaciones militares y de hacienda y puesto siem­pre a la cabeza de la misma combatió con denuedo e intrepidez”45. Las acciones se desarrollan por todo el sur de Aragón, Castilla y Valencia. El 12 de julio de 1823, cuando las tropas de Angulema llegaron a este territorio, fue nombrado Jefe Polí­tico de Teruel, hasta el 25 de octubre de 1824 en que fue sustituido por el barón de Hervés. En ese tiempo tuvo que detener a Capapé en su levantamiento de mayo de 1824, poniendo de manifiesto el enfrentamiento entre los integrados y los margi­nados del sistema.
Tena, por su parte, aguardó hasta noviembre de 1822 y se presentó en la plaza de Mequinenza, que había sida tomada por los realistas convirtiéndose en un foco de gran actividad insurreccional en el Ebro46, donde sería nombrado comandante de toda la caballería “con el objeto de defender los soberanos derechos del Rey N. S. por cuya justa causa, con mucha antelación se había decidido”. Desempeñó desde en­tonces una enorme actividad en todo el territorio al sur del Ebro –Calatayud, Teruel, Zaragoza o las Cuencas Mineras–, pasando a Castilla –Brihuega, Sigüenza, Guada­lajara o Sacedón– e incluso al norte del Ebro –Candasnos o Albalate de Cinca–. Ya con los franceses en España, actuó como vanguardia en acciones que le llevaron hacia Levante: Nules, Valencia, Torrent, Alcira y Moncada. De allí regresó sobre sus pasos al tercer sitio de Teruel, a Morella y a Tortosa, terminando sus acciones en octubre con el bloqueo sobre Lérida hasta su capitulación47.
La estrategia de Hervés durante el Trienio fue diferente. “Restablecido otra vez el ominoso sistema constitucional –son sus propias palabras–, procuró huir de todos los pueblos donde pudieran haberle comprometido con las comandancias de mili­cias u otros destinos, y anduvo con su dilatada familia por Alcañiz, Calanda, Bel­monte, Hervés, Zaragoza y Calatayud, sin detención larga en ningún punto, y en todas partes fue conocido por el más decidido Realista”. Durante este tiempo, se mantuvo en contacto con “varios generales y personas de condecoración” de las que sostenían las aspiraciones absolutistas de Fernando VII. Sus labores fueron recom­pensadas en septiembre de 1824 con el empleo de comandante de infantería y go­bernador militar y político de Teruel48.
En cuanto a Joaquín Quílez no se movilizó de nuevo hasta agosto de 1822 en que se unió a la sublevación que encabezaba el Royo Capapé en el Bajo Aragón. Junto a él ascendió rápidamente y a la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis ya era ca­pitán. En 1824, cuando las aguas absolutistas volvían a su cauce, recibió la licencia ilimitada y regresó a su pueblo. Por su parte, José Rambla y Román Chambó toma­ron las armas de nuevo en el verano de 1822 y extendieron la insurrección por el Maestrazgo y el Bajo Aragón49. Y es que, como el propio Rambla escribió en una me­moria, “la conducta pasada prepara y decide casi siempre la venidera”50.
Durante la insurrección absolutista del Trienio, también tuvo lugar otro fenó­meno de interés en la reproducción de la cultura de las armas contrarrevoluciona­ria. En las filas de las partidas absolutistas se incorporaron nuevos combatientes que adquirieron entonces su primera experiencia en una guerra política, bebieron de los discursos justificativos, aprendieron las reglas de este tipo de lucha y establecie­ron lazos de relación que se iban a revelar cruciales de cara al futuro. La nómina de quienes tomaron el testigo en el Trienio siguiendo el modelo puesto a prueba durante la guerra de la Independencia es grande. Entre los que desempeñarían puestos de res­ponsabilidad durante la Primera Guerra Carlista en el Maestrazgo cabe señalar a Manuel Carnicer, José Arévalo, Luis Casadevall (a) Llangostera, Francisco Conesa, Domingo Forcadell, Pedro Beltrán, Vicente Herrero (a) El Organista, Enrique Mon­tañés, Miguel Sancho o Antonio Tallada.
A partir de ahí la historia es mucho más conocida. La insurrección realista no consiguió debilitar lo suficiente al gobierno constitucional del Trienio como para propiciar su caída. Sin embargo, cuando se produjo la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis, aquellos experimentados guerrilleros sin ejército se convirtieron en la eficaz vanguardia que necesitaban las tropas de Angulema para penetrar rápida­mente en suelo español. En ese momento no hubo reacción anti-francesa, no se in­flamó el espíritu nacional, sino que, habiendo quedado a un lado el espíritu revolucionario de los franceses, realistas de uno y otro lado de la frontera parecían hablar la misma lengua política. Un tratadista de las guerras de aquel tiempo, el barón Jomini, intentaba explicar la diferencia de comportamientos de esta manera: “si la première guerre d’Espagne, en 1808, fut toute nationale, celle de 1823 fut une lutte partielle d’opinions sans nationalité, de là l’énorme différence des résultats”51. A sus ojos la coherencia surgía de la identidad política, aunque ignoraba que ese componente se había ido fraguando una década atrás en lucha contra los ejércitos napoleónicos.


dando forma al carlismo
Entre el Trienio liberal y el estallido de la insurrección carlista de 1833, la cultura po­lítica compartida vino a reforzarse mediante un vínculo institucional: los Cuerpos de Voluntarios Realistas. A través de esta milicia absolutista de amplia base local se estableció toda una red de voluntarios que precisó de los realistas del trienio para conseguir su encuadramiento situándoles, en función de su experiencia y su presti­gio, como oficiales de estos cuerpos. De esta manera la militancia contrarrevolu­cionaria se recondujo a través de una fórmula legal, una milicia, que reconocía el derecho de los antiguos combatientes a permanecer armados y, lo que es más im­portante, reconocía a la población la legitimidad para defender el absolutismo con las armas. A pesar de que, casi desde los primeros momentos, dieron muestras de descontento, el régimen reconocía de este modo el papel de los voluntarios realis­tas en la lucha contra la revolución proporcionando reconocimiento social a gentes que mayoritariamente procedían de las clases populares y, lo que no era menos im­portante, unas condiciones económicas muy favorables para que pudieran benefi­ciarse de su pertenencia a la milicia.
Sin embargo la lección aprendida en la guerra de la Independencia –que el uso de las armas era legítimo si se empuñaban en defensa del rey– comenzó a hacerse peligroso hasta para el propio rey. Así pudo comprobarse en 1824 con la oscura cons­piración de Capapé 52, y más tarde con el levantamiento de Bessieres 52, jefes ambos de las partidas absolutistas aragonesas del Trienio. Aunque la auténtica demostración del potencial insurreccional incubado durante las últimas dos décadas sólo se puso de manifiesto en 1827 con el levantamiento de los malcontents catalanes 54. En ese momento tuvo que ser el rey en persona quien desmontara con su presencia en el Principado la apropiación de la causa real por parte de quienes habían hecho de la contrarrevolución armada un modo de vida o, lo que en ocasiones podía ser lo mismo, una forma de servir a sus intereses. Tras la represión ejemplar del movi­miento, los Cuerpos de Voluntarios Realistas fueron vaciados de recursos y someti­dos a un estrecho control, lo que redujo considerablemente su margen de maniobra e incrementó su grado de descontento 55. También tuvo un efecto de cohesión, es­trechando lazos entre antiguos combatientes que compartirán nuevas desdichas cuando, tras la intentona carlista de La Granja, en el verano de 1832, los sospecho­sos de carlistas, fueron destituidos y confinados en sus pueblos 56.
A esas alturas, el realismo como expresión contrarrevolucionaria ya había cam­biado de bandera. El rey que representaba los valores y las expectativas de tantos “voluntarios” ya no era el deseado de la Independencia sino su hermano, don Car­los. La decisión de poner sus armas al servicio del infante, y no al de Isabel, la hija de Fernando VII, estaba tomada. De hecho fue casi imposible impedir la sublevación antes de la muerte del rey, como, por ejemplo, pudo verse en Zaragoza 57. Pero el momento crucial llegó en octubre de 1833 cuando fue ordenado el desarme de los Voluntarios Realistas para crear en su lugar la Milicia Urbana 58. El desarme de los realistas pretendía poner fin a la aventura armada de la contrarrevolución que, a pesar de haber nacido en defensa de la monarquía, se habían convertido en un pe­ligro para la propia monarquía a la que decían defender. No fue así. Más allá de la imperfección con que se llevó a cabo el desarme de realistas –en diciembre debía ser dictada una nueva orden rotunda y mucho más específica que denuncia la falta de cumplimiento– la decisión de seguir en el combate parecía estar tomada. La cul­tura política de la contrarrevolución española había desembarcado ya en las filas del carlismo y se hallaba plenamente integrada en la insurrección contra la regencia de María Cristina.
Los compañeros de armas del Trienio constituyeron un núcleo fundamental para forjar el levantamiento de octubre de 1833 y de los meses siguientes 59. A través de su posición en los Cuerpos Voluntarios Realistas habían podido mantener su relación y establecer nuevos contactos en función del estatus que les proporcionaba su con­dición de oficiales. Ni siquiera quienes fueron separados del servicio y confinados en sus pueblos por haber levantado sospechas sobre su actitud –como en el caso de Carnicer o Montañés– dejaron de mantenerse al tanto de lo que se estaba fraguando en los ambientes carlistas. En los primeros momentos del conflicto, la identidad po­lítica previa y los mecanismos de contacto establecidos a través de las armas se de­mostraron claves. Basta con remitirse a los primeros movimientos –Alcañiz, Morella, Mazaleón, Zaragoza– y sus principales responsables –Puértolas y Carnicer en Alca­ñiz, el barón de Hervés en Morella, Montañés en Mazaleón o el brigadier Tena en Zaragoza– para constatar que ninguno tomaba las armas en nombre del rey por pri­mera vez. En su devenir de siete años, la guerra iría generando nuevas dinámicas y creando las condiciones para reproducir la experiencia de las armas como meca­nismo de continuidad política de la contrarrevolución, pero creemos haber cum­plido hasta aquí nuestro objetivo que era mostrar una línea de continuidad entre la guerra de la Independencia y la guerra carlista a través de la cultura política adqui­rida entre quienes lucharon contra los ejércitos napoleónicos.

En 1836, a pesar del tiempo transcurrido, el general Evaristo San Miguel seguía pensando que las cosas apenas habían cambiado para el conjunto de la sociedad. “Los ánimos de la generalidad, es decir, de las masas –defendía–, no han cambiado mucho, aunque se diga lo contrario. Es una verdad de [la] que necesitan penetrarse cuantos influyen en el manejo de los asuntos del estado. Los que juzgan de España por lo que pasa en ciertos puntos de la capital o algunas ciudades principales, tienen sin duda de ella las opiniones más extrañas. Los que llaman pueblo español a la frac­ción que piensa, que discurre o muestra exigencias en materias de política, toman seguramente una parte muy pequeña por el todo. Es preciso recorrer las provincias, entrar en las pequeñas poblaciones, familiarizarse con sus hábitos, examinar sus usos y costumbres, provocarlos a conversaciones en que manifiesten su sentir a pecho descubierto, para convencerse de que no es mucho mayor su apego al Esta­tuto de hoy que el que tenían a la Constitución que ya no rige”. El experimentado po­lítico y militar sabía bien que buena parte de la sociedad seguía moviéndose por las mismas concepciones que le habían llevado a las armas contra los franceses en quie­nes vieron inequívocamente las huestes de la revolución. Por eso, terminaba su ra­zonamiento situando las raíces del conflicto en la pervivencia de aquellas antiguas concepciones pues “mientras no se desarraigue de sus ánimos esta antipatía que se les ha hecho concebir contra las nuevas leyes, será muy difícil de extirpar la guerra civil en sus provincias” 60.



Jesús Millán
Universitat de València


i. las oligarquías propietarias en la «versión principal» del liberalismo en españa
El planteamiento de este trabajo tiene los inconvenientes de abordar una pregunta en negativo: ¿por qué los carlistas no cosecharon más adhesiones activas entre las élites, fuera de las zonas que, con tanta persistencia, son típicas de su causa? Al pro­poner así la cuestión se introduce la perspectiva de que el problema que, al menos, no requiere un esfuerzo explicativo similar es la inclinación que manifestaron por el carlismo los sectores que sí lo apoyaron decididamente.
La interpretación del carlismo como una postura lógica para una parte signifi­cativa de la sociedad española, una vez que se suscitó la alternativa de la revolución liberal, como resultado de las Cortes de Cádiz y de la experiencia del Trienio de 1820 a 1823, se halla de forma reiterada en un sector de la historiografía. Sin embargo, creo que hay otros elementos de más peso que pueden justificar el examen de un pro­blema como el que aquí se propone. Este otro factor, a mi modo de ver, no procede de la historiografía específica sobre el carlismo, sino que se halla arraigado en las vi­siones dominantes sobre la España contemporánea. Tal vez no sería exagerado ha­blar de una «corriente principal», que ha renovado más su terminología que sus argumentos, desde los esbozos del regeneracionismo, pasando por la inspiración marxista de los estudios de la última década del franquismo, hasta las visiones ecléc­ticas o inspiradas en la teoría de la modernización de los últimos años. En estas orientaciones puede encontrarse como elemento decisivo, al analizar la crisis del antiguo régimen y la construcción del Estado liberal y la sociedad contemporánea en España, la existencia de un «bloque de poder», en la terminología de Tuñón de Lara, de una especie de metamorfosis de las oligarquías feudales en propietarios de tipo burgués, gracias al triunfo de la llamada «vía prusiana» –según la fórmula que propuso Fontana–, o de un «liberalismo de los propietarios», como ha sintetizado Santos Juliá 2. De esta manera se explicaría el alcance limitado del liberalismo que triunfó en España. Por un lado, las oportunidades para la reconversión y la conti­nuidad de las viejas clases dominantes serían características básicas del liberalismo español. Por otra parte, su extraordinario conservadurismo en el respeto a la pro­piedad particular preexistente –con la excepción de la Iglesia– tendría como con­secuencia que el liberalismo político ostentase un carácter hostil o ajeno a las aspiraciones populares, marginadas en medio de la gran oleada de desposesión del campesinado que habría marcado la vida política y económica de España hasta el trá­gico final de la II República. La hegemonía de este liberalismo oligárquico, siste­máticamente proclive a privatizar la tierra y expoliador del campesinado, estaría en la base del retraso económico, pero también de la ineficacia nacionalizadora del Es­tado, del caciquismo y la falta de desarrollo de la movilización ciudadana que lleva­rían a la crisis de 1898 o, más tarde, de 1936.

En sus diversas versiones, esta interpretación dominante destaca como núcleo protagonista de las transformaciones liberales y del asentamiento del Estado a los grupos hegemónicos de la llamada «España interior y meridional». Se trataría de los sectores característicos de la España agraria con mayor peso de la gran propie­dad, una España diferenciada del mundo campesino del norte y del dinamismo in­tensivo y comercial de la agricultura valenciana y, desde luego, alejada del carácter industrial de la periferia catalana. Los rasgos típicos de este conjunto agrarista, sus intereses y las vías para imponerlos, se relacionarían pronto con una práctica del poder más próxima al militarismo y a la tutela por parte de la Iglesia que a cualquier vertiente cívica del liberalismo político. Nos encontraríamos, por tanto, ante una versión híbrida o bastarda de la política liberal, cuyos rasgos fundamentales deja­rían una huella duradera en la España contemporánea.
Desde este ángulo, por tanto, puede cuestionarse el alcance del apoyo social al liberalismo en esa España mayoritariamente no carlista. ¿Cómo debe entenderse el escaso apoyo que encontró aquí el carlismo? ¿Qué hizo que esas oligarquías opta­sen por un liberalismo conservador, en vez de abrazar –tal vez con mayor conse­cuencia– la agitación antiliberal? El problema también lleva a reconsiderar la manera en que entendemos el movimiento carlista. Si el «liberalismo nominal», hegemónico en esta área decisiva de España, tenía tantas restricciones de signo oli­gárquico y antipopular, ¿no será preciso aceptar que la lucha carlista contra los li­berales representaba, ante todo, a una coalición del clero y los campesinos empobrecidos, es decir, a una alianza de los amenazados por el liberalismo? Al dejar de lado la consideración abierta de un fenómeno difícil de clasificar como es el car­lismo, tal vez las versiones mayoritarias de la historiografía vayan en esta dirección: los carlistas habrían representado la defensa, violenta pero poco precisa, del anti­guo régimen, promovida por una amalgama –según algunos, poco menos que co­yuntural– de sectores eclesiásticos y feudales, junto con la protesta de ciertas capas empobrecidas. Unos y otros deberían ayudarse contra un enemigo común, como era el liberalismo burgués.
Un examen de esta adscripción sugiere objeciones significativas. ¿Es verosímil históricamente una actitud pendular o espasmódica de los apoyos populares del car­lismo, cuyas aspiraciones frustradas los habrían llevado a rechazar violentamente los proyectos liberales, pero sin introducir al mismo tiempo reivindicaciones socia­les en el legitimismo con que se identificaron? La explicación de esta supuesta con­fluencia ha tenido un carácter acentuadamente económico. Privilegiaba los efectos coyunturales de la política fiscal de los gobiernos liberales del Trienio, pero no en­focaba algo que caracteriza al carlismo, como es su capacidad para cristalizar en una identidad política que pudo reproducirse y activarse durante generaciones. La pro­longación en el tiempo de este campo político iba mucho más allá de la coyuntura agraria de comienzos del siglo XIX. La perspectiva pendular –el supuesto apoyo de ciertos sectores populares a los absolutistas eclesiásticos, que tomaban la iniciativa en la lucha contra unos liberales subordinados a la lógica capitalista– apenas ha po­dido avanzar en lo relativo a la persistente distribución territorial de los apoyos del carlismo. Esto se hace evidente si tenemos en cuenta que, en las zonas en que de modo precoz se formuló la lucha por la tierra, la adhesión al carlismo no registró apo­yos amplios, mientras que, por el contrario, fue en el marco ideológico y discursivo de la política liberal en el que se desarrolló este conflicto.
De este modo, la hipótesis del carlismo como precaria amalgama social, opuesta a un liberalismo visto como agente de la burguesía, ha llevado a una notable altera­ción de los términos del problema. Mantener tal hipótesis conduce a imputar al car­lismo, de modo forzado, un tipo de reivindicaciones de signo radical y concreto que están lejos de comprobarse o a acentuar las discrepancias entre sus distintos secto­res internos, olvidando su capacidad para crear identidad y sostener un amplio grado de colaboración. En paralelo, esta perspectiva esquematiza el liberalismo político, hasta presentarlo como instrumento de una burguesía extremadamente conserva­dora y concentrada, de acuerdo con la secuencia de los «modos de producción», en proletarizar al campesinado 3.

Las implicaciones explicativas de este último planteamiento han permitido que apenas se revisen los espacios menos consistentes de este modo de entender el car­lismo. La noción de un liberalismo de limitado arraigo social, proclive a un enten­dimiento oligárquico y continuista con buena parte de las élites del pasado, supone una pieza cómoda dentro de las visiones dominantes sobre la España contemporá­nea. Constituye el punto de partida, dentro de una perspectiva lineal, de lo que a largo plazo será el déficit de identidad nacional, cohesión social, desarrollo econó­mico o ciudadanía que alimentarán los problemas de la España del siglo XX. Los historiadores que se ocupan de estas cuestiones han acostumbrado a sostener, de manera más o menos implícita, este análisis de la revolución liberal.
La renovación historiográfica de las tres últimas décadas sobre la sociedad del antiguo régimen y la revolución liberal, si bien se ha consolidado en su campo es­pecífico, se ha visto poco reflejada en las síntesis y presupuestos de partida sobre los que suele sostenerse la visión de la España contemporánea. El mejor conoci­miento de aquellos procesos y las perspectivas que tienen en cuenta el panorama europeo, tal vez, han arrastrado la dificultad de cuestionar los puntos de vista es­tablecidos sobre el Estado y la sociedad española de épocas posteriores o no enca­jar fácilmente con ellos. Sin duda, en los últimos años se ha abierto camino una renovación interpretativa, como sucede en el caso de las visiones que destacan la «normalidad» en el contexto europeo de la dinámica a largo plazo de la España contemporánea 4. Sin embargo, esta renovación no suele afectar a la crisis del an­tiguo régimen y el establecimiento del Estado liberal. Más bien, al subrayar el avance gradual de los cambios socioeconómicos desde fines del siglo XIX, esta pers­pectiva tiende a reforzar el cuadro, tradicionalmente aceptado, de un liberalismo de aparatosas implicaciones políticas, pero con escasas raíces sociales. Nacidos en un contexto poco favorable, dado el marco sociocultural de la España del antiguo régimen, los proyectos liberales experimentarían una deformación evidente, que acabó paralizando toda una primera fase de asentamiento del Estado nacional es­pañol. El precoz desarrollo del discurso liberal habría sido ante todo un instru­mento para consolidar un orden central que se desmoronaba, a raíz de la crisis fiscal del absolutismo y las resistencias sociales de todo tipo que se generalizaron desde 1808. No podía esperarse en tales condiciones que las nuevas perspectivas ga­naran apoyos reales, sino, como mucho, aliados bastante contradictorios con los principios que se proclamaban. La injerencia monárquica, el militarismo, el con­dicionamiento del electorado y la opinión pública y la recuperación del confesio­nalismo acabarían por pervertir durante largos periodos el proyecto liberal. Sólo la gradual «modernización» pondría las bases para un proyecto movilizador más am­plio, ya entrado el siglo XX.
De modo indirecto, perspectivas de este tipo refuerzan el carácter «tradicional» de la España de épocas anteriores. El contexto en que se produjo la crisis del abso­lutismo tiende a considerarse a través de una consideración esquemática, basada en conceptos como el de «sociedad feudal» o «sociedad tradicional». De este modo, es posible seguir aplicando al caso español el tipo de proceso que, hace tiempo, fue cuestionado para la Gran Bretaña del nacimiento del capitalismo industrial. Con­sistiría en el paso de una sociedad constituida, sobre todo, por «familias campesinas» –sometidas en España al feudalismo, pero apoyadas en usos comunales– a un orden identificado con la burguesía, profundamente conservador, que priorizaba la pro­piedad «perfecta» y llevaba a cabo la desposesión de un campesinado, hasta enton­ces, relativamente estable.


ii. algunas implicaciones de la investigación actual para el análisis social del carlismo
Frente a una consideración como la que he tratado de resumir, creo que el avance de la historiografía aconseja cambios importantes de perspectiva en cuatro direc­ciones.
La primera de ellas se refiere a la estructura social de fines del antiguo régimen y las direcciones principales que adoptaron los cambios promovidos por el triunfo liberal. Este no puede entenderse como únicamente dirigido contra el feudalismo. El orden del antiguo régimen no era exclusivamente feudal. La persistencia de ele­mentos feudales no puede hacer olvidar la decisiva expansión que habían tenido, desde hacía siglos, derechos y prácticas de carácter distinto. Unos y otros, además, se combinaban de manera sistemática entre amplios sectores de la sociedad. De este modo, es un reduccionismo precipitado considerar a la nobleza o el clero de la época como simples «clases feudales». En la base de la pirámide social tampoco se hallaba un «campesinado familiar», económicamente autónomo –titular de su propia ex­plotación agraria y apenas relacionado con el mercado de trabajo– y explotado por los derechos señoriales. Estos rasgos son supuestos abusivos de los modelos ahistó­ricos con que a menudo se imagina la sociedad feudal o tradicional, cuando no se aborda la elaboración del panorama que nos presenta el estado actual de las inves­tigaciones. La existencia de un campesinado de este tipo era regionalmente muy irregular y las investigaciones de las últimas décadas no permiten generalizar una fi­gura semejante. No pocas veces, se hace irremediable en las síntesis o en las argu­mentaciones un esquema reiteradamente impugnado, que divide la sociedad del antiguo régimen en dos bloques de «señores y campesinos». Un esquema aplicable debería contar, al menos, con un importante y heterogéneo sector intermedio, com­puesto por «propietarios privilegiados», civiles o eclesiásticos, o que podían llegar a serlo. La trayectoria desde la Edad Media había favorecido su desarrollo por medio de estrategias de acumulación, privatización y acceso al privilegio bajo el absolu­tismo. El hecho de que ascendieran a través de la inserción en el Santo Oficio, la exención fiscal, la fundación de mayorazgos o la adquisición de regidurías munici­pales estaba muy lejos de integrarlos en un bloque feudal o en el apoyo sin fisuras al orden del antiguo régimen. Se trataba de sectores que apenas se apoyaban en los de­rechos señoriales o no disponían de ellos en absoluto. En cambio, era frecuente que se hallasen negativamente condicionados por el señorío. Durante mucho tiempo, incluso, pudieron ser ellos quienes promovieron la conflictividad antiseñorial. Es un esquematismo forzado, por tanto, encerrarlos en un universo feudal 5. Olvidar el peso de la propiedad particular y de las formas contractuales de aprovechamiento de su patrimonio es perder de vista elementos demasiado importantes.

En consecuencia, los frentes de conflicto que afectaban a la mayoría de la po­blación rural no pueden resumirse en la prioridad de la lucha antiseñorial. Es poco convincente plantear que los gobiernos liberales se jugaron el apoyo de las capas po­pulares del campo a partir de la dilación con que se aprobó la ley de señoríos durante el Trienio. En el caso valenciano, donde la movilización contra los señoríos contaba con una tradición especialmente amplia, no se comprueba la continuidad entre la supuesta decepción, cuya causa se atribuye a los liberales en este terreno, y las zonas en que arraigó luego la militancia carlista. En zonas de la Cataluña central o meri­dional, cuando estalló la división política en torno al liberalismo la problemática an­tiseñorial había perdido la virulencia que antes había mostrado en zonas de militancia absolutista 6. Desde las décadas finales del Setecientos se había desarro­llado en muchas áreas una conflictividad protagonizada por sectores o promocio­nes diferentes, dentro del flujo, ya habitual, de quienes desde la labranza, la propiedad, el préstamo o el comercio llegaban a integrarse en el patriciado y la pe­queña nobleza con más influencia a escala local. Estas pugnas entre oligarquías, más
o menos recientes y arraigadas, giraban en torno a las instancias locales de poder y las ventajas que se derivaban de ellas, sobre todo en el terreno contributivo y en el desarrollo de sus negocios.
En una época en que se agotaba la expansión económica del siglo XVIII, estos conflictos repercutían en el acceso a la tierra y, en consecuencia, en el mercado de trabajo. Por tanto, los sectores elitistas en pugna podían apoyarse en grados de mo­vilización popular notablemente diferenciados. La pérdida de iniciativa de las auto­ridades de la monarquía absoluta, visible desde la guerra contra la Convención, haría aflorar un nuevo tipo de liderazgos a escala local que iban más allá de los círculos se­lectos del antiguo régimen, para desbordarse hacia una movilización que ya no se mantenía en los límites de las controversias habituales. A partir de la guerra contra Napoleón las tensiones locales se politizaron, al enlazar con las grandes alternativas derivadas del reto liberal. Los propietarios más arraigados podían constituir un «frente antirroturador», ya que habían heredado un patrimonio importante y su ac­ceso a los cargos municipales les permitía beneficiarse de espacios sin labrar. Este era un problema decisivo, si tenemos en cuenta que en torno a un tercio de la su­perficie de la España peninsular no se cultivaba. Precisamente esto pudo acelerar la falta de apoyos populares a ciertas oligarquías tradicionales en determinadas zonas, sobre todo allí donde el «hambre de tierras» o la precariedad del mercado de trabajo constituían frentes de conflicto prioritarios 7. Sin embargo, estas tensiones, que cues­tionaban las estructuras de propiedad heredadas, no pueden generalizarse como as­piraciones de las capas populares en todas partes. En contextos distintos, las prioridades de los trabajadores del campo eran también diferentes.Esto conduce, en segundo lugar, a la relación entre el dinamismo de las jerarquías sociales y su vin­culación con el poder político central. En efecto, la forma en que habían evolucio­nado estas jerarquías y el modo en que habían desarrollado sus vínculos con el absolutismo nos muestran la importancia que tenían las querellas entre diversos sectores del mundo de las élites. De ahí que su capacidad para obtener credibilidad y seguimiento entre las capas bajas se relacione con los cambios que se postulaban con respecto al poder central del Estado. Como en otros países, el aparente centra­lismo de la monarquía española se apoyaba en la colaboración de fuerzas sociales efi­caces y arraigadas en los espacios locales y periféricos. En las condiciones socioeconómicas y tecnológicas dadas, hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX, era difícil que los mecanismos burocráticos reemplazaran a estos pilares persona-listas de la «construcción interna del Estado» 8.
En este terreno conviene destacar algunas peculiaridades de la España del anti­guo régimen con respecto a otros países europeos. Desde los inicios de la monarquía absoluta, en el siglo XVI, se había extendido la tendencia sin restricciones a la fun­dación de mayorazgos. En el primer cuarto de la centuria siguiente esta práctica, difundida al margen de la autorización de la Corona, se lamentaba como un mal común, que se prolongó en el siglo XVIII. Cada oleada estaba protagonizada por sectores sucesivamente inferiores de la pirámide social 9. La simple iniciativa de quienes se beneficiaban de una coyuntura favorable llevaba a constituir plataformas estables de propiedad, prestigio e influencia, protegidas contra los efectos negativos del mercado o la mala gestión. Sin duda, la falta de responsabilidad patrimonial frente a los acreedores constituía un privilegio. Pero, al mismo tiempo, conviene re­cordar que el mayorazgo se divulgaba entre sectores no señoriales y que estabilizaba un patrimonio definido en Castilla por el dominio pleno de sus titulares y por la ex­plotación mediante contratos a corto plazo. Recurrían también a esta institución personajes que ostentaban el mérito de los estudios académicos, el gobierno local o el ejercicio de la milicia. Todo ello diferenciaba los mayorazgos de una institución inequívocamente «feudal».

Por otro lado, la iniciativa particular en su establecimiento marcaba las distan­cias frente al dirigismo por parte del poder político y sus pretensiones de configu­rar la sociedad, como llevarían a cabo los liberales en el siglo XIX. En las luchas de esta época, para los absolutistas suprimir los vínculos era violar desde un poder de carácter nuevo, que no reconocía límites, el derecho respetable y ya prescrito de or­ganizar el patrimonio particular. Toda Monarquía, se había afirmado durante siglos, necesitaba apoyarse en una nobleza con recursos propios y estables para actuar al ser­vicio de la Corona y cohesionar la sociedad bajo su tutela, lo que requería la conti­nuidad del patrimonio y del prestigio familiar que aseguraban los mayorazgos. En algunos casos, éste fue el criterio que la Corona impuso a la nobleza, como sucedió en Prusia y como intentó, con poco éxito, la Rusia zarista. En la España del antiguo régimen la trayectoria fue distinta. En ella existía una dinámica abierta a la inicia­tiva ascendente de quienes, apoyándose en la fortuna que les favorecía en cada mo­mento, ingresaban en el plantel renovado de los que optaban a sostener el poder central y obtener de él los beneficios correspondientes. La trayectoria de la fiscali­dad del absolutismo español y de sus interlocutores locales alimentó estas relacio­nes mutuas.
Surgía así, entre ciertos sectores, la idea de unos virtuosos «ciudadanos», en­tendidos como «padres de la patria» o dirigentes naturales del pueblo, protegidos por las barreras estamentales y por su participación en el arraigo local del poder de la Co­rona. Su individualismo patricio, en una línea próxima a la de Leibniz, se vinculaba al absolutismo regio. Equiparar el amor al rey y a la «pública libertad» podía ser una fórmula representativa de este absolutismo, interpretado a la luz de un universo es­tamental abierto al mérito y al reconocimiento local de quienes abogaban por el bien público. Esta variante de «formación del Estado» contaba en su haber con cier­tas peculiaridades adaptadas al ideal de las «clases medias», como eran el indivi­dualismo económico, una gestión de tipo contractual y determinados aspectos relacionados con el «mérito». Pero sus rasgos estables, bajo la protección del privi­legio, la distinguían con respecto a la movilidad social, con pocas restricciones, que representaban la riqueza mercantil o las «capacidades» profesionales del Ocho­cientos, en las que Metternich o Hegel –como el carlista Ferrer o los foralistas tra­dicionales vascos– veían un factor de desequilibrio. 10
El reflejo autoritario de defender el absolutismo o el origen teocrático del dere­cho afloraba cuando algunos proponían el carácter artificial de la política o, más aún, el acceso a ella en igualdad de condiciones de la gente corriente. En una línea similar, el innovador José Cadalso distinguió a la gran aristocracia, próxima al mo­narca, de otro rango de nobles menos poderosos, pero cualificados: «su mucho nú­mero llena los empleos (…), que en el gobierno monárquico no suelen darse a los plebeyos, sino por algún mérito sobresaliente» 11. La visión de esta numerosa jerar­quía no señorial –pero sí noble, sustentada en la propiedad y ejercitada en los em­pleos de gobierno– enlazaba con la perspectiva de que fuese ella, ante todo, la que tomase el relevo para una regeneración estable de la sociedad y del poder en España.
La ruptura que representó el liberalismo español fue destacable en este terreno, probablemente más de lo que ha valorado la historiografía. Entre la última fase de las Cortes de Cádiz y los comienzos del Trienio Constitucional, el mismo año 1820, el liberalismo se decantó por la obligación legal de suprimir todos los mayorazgos. No había sido este el criterio del régimen de José Bonaparte, ni el de Napoleón en Francia, donde introdujo un nuevo tipo de nobleza vinculada. Los planteamientos en esta línea se mantuvieron vivos bajo la Monarquía borbónica de la Carta otor­gada, de modo que el fin de los mayorazgos franceses no estuvo sellado hasta me­diados del Ochocientos. Más tardío fue el caso del nuevo Estado nacional italiano, donde fueron extinguidos en 1865. El contraste es mayor con respecto a Gran Bre­taña, cuna del capitalismo industrial, que perpetuó unos vínculos que cubrían la mitad del área cultivada. Lo mismo sucedió en Prusia, motor de la Alemania unifi­cada, en la que estos patrimonios afectaban a una proporción diez veces menor 12.
No era, por tanto, un trámite inocuo el rumbo que impuso el liberalismo en Es­paña, ni por lo que se refiere a las vías de construcción del Estado nacional, ni en lo relativo a la alteración de las tendencias arraigadas de la sociedad. La dirección es­cogida por el liberalismo no sólo se enfrentaba a una corriente caduca de la dinámica social del pasado. Se oponía también a algunas de las premisas de futuro con mayor peso en el contexto europeo y español. En la perspectiva de José Cadalso, por ejem­plo, podemos hallar, junto con la obligada caricatura de las situaciones extremas, la esperanza de conservar el mundo de la propiedad privilegiada para establecer sobre él las bases dirigentes de una sociedad a la altura de los tiempos. La crítica del escritor gaditano se plasma en su retrato del desocupado joven andaluz, miembro de una familia de grandes propietarios. Al hablar de él, sin embargo, el autor no deja de informarnos de que la familia del joven incluía militares y eruditos eclesiásticos. De ahí que para Cadalso el aprovechamiento de las energías de la sociedad requi­riese un nuevo patriotismo, que él no podía esperar de la inercia de la nobleza del antiguo régimen. Lo que reclamaba era un patriotismo como obligación de una élite actualizada, que había de llevar a cultivar los oficios necesarios para el bien común. Sin embargo, esta postura no aconsejaba prescindir de las jerarquías esta­blecidas y reclamar la supresión de las barreras para acceder al mérito. Por el con­trario, Cadalso era crítico con quienes concluían que «en la igualdad natural de los hombres es vicioso el establecimiento de las jerarquías entre ellos». Si pensamos que, al mismo tiempo, confiaba en recuperar el vigor de la época de Fernando el Ca­tólico –en la tradición de Saavedra Fajardo, en el siglo XVII–, mediante «cortas variaciones respecto del sistema actual de Europa», parece claro que Cadalso no combinaba su apelación al progreso y el patriotismo cívico con el derrumbe de los privilegios y la vía constituyente hacia del Estado de derecho. Para él, como para otros pensadores, convenía reformar el privilegio y, bajo la inspiración historicista de las «leyes fundamentales», hacerlo subsistir entre quienes mostrasen eficacia y credibilidad social.

Jovellanos, a quien tantas veces se ha tomado como inspirador del reformismo agrario liberal, postuló una línea similar. En sus planteamientos la aristocracia se­ñorial era considerada, sin más aclaraciones, como una clase de grandes propieta­rios, llamados a ocupar el protagonismo como eficaz clase política, según el ejemplo inglés. Esto justificaba que reservase para este sector el mantenimiento de los ma­yorazgos, cuya supresión reclamaba en los demás casos. Con todo, su crítica a los ex­cesos del orden señorial y su insistencia en la necesidad de un equilibrio con respecto a los representantes meritorios del pueblo muestran que las renovadas restricciones estamentales se proponían dentro de una construcción integradora de las élites si­tuadas en diversos niveles. La perspectiva dominante en estas posturas con respecto a la integración del pueblo debía influir en la manera de considerar el absolutismo monárquico. Éste había representado en el siglo XVIII la amenaza de un poder di­rigista sin cortapisas institucionales, que podía recortar la autonomía de los secto­res intermedios, señoriales o no, en que se asentaba la Corona 13.
Sin embargo, la crisis del absolutismo y su colapso desde 1808 hicieron aparecer como amenaza mayor, desde el punto de vista del patriotismo estamental, el riesgo de la disolución incontrolada de los lazos preexistentes entre el patriciado local y los destinatarios de la nueva libertad de la nación soberana. Mucho antes de que se planteara esta situación, desde el inicio de la guerra contra la Francia napoleónica, representantes del patriotismo patricio habían puesto de relieve que sus proyectos regeneradores insistían en consolidar el alejamiento de la gran mayoría de la socie­dad con respecto a todo activismo político. Esto les parecía un requisito fundamen­tal para la estabilidad de un Estado. Cadalso, al igual que haría Dou, no sólo rechazaba las críticas a las jerarquías sociales y defendía el carácter prescriptivo de la propiedad, frente a la retórica del contrato social. Además, se indignaba contra «quienes pretenden disuadir al pueblo de muchas cosas que cree buenamente, y de cuya creencia resultan efectos útiles al estado», lo que sería «el modo más corto de hundir al mundo en un caos moral espantoso» 14. El patriotismo que se proyectaba sobre las jerarquías y derechos prescritos reclamaba como premisa la tutela sobre la sociedad, a partir de una movilidad restringida y del rechazo de la vertiente univer­salista de la nueva retórica nacional. De forma reveladora, si recordamos que el autor murió en 1782, el patriotismo de Cadalso era compatible con el vasallaje como fac­tor de cohesión social.
La existencia de estas perspectivas no determinó de manera lineal el nacimiento del carlismo. Hay que tenerlas en cuenta, en cambio, para valorar su evolución ante el auge de un liberalismo como el que arraigó a partir de las Cortes de Cádiz, que se oponía al modelo previsto por Cadalso. La concepción soberana de la nación optaba por movilizar a los ciudadanos, introducía elecciones en las instituciones locales, eliminaba la Inquisición, recortaba la presencia de las instituciones eclesiásticas y se decantaba por la apertura universal del espacio público en los debates políticos. Desarrollando en un sentido muy distinto las ansias de cohesión retratadas por Schi­ller en su Guillermo Tell, la estela de entusiasmo nacional difundida por el alzamiento antifrancés en España permitió introducir unas premisas sociales del futuro Estado-nación claramente novedosas. A muchos podían parecerles peligrosamente inge­nuas. Por eso es significativo que un liberal de Cádiz, el joven Alcalá Galiano, hubiese de escuchar en 1814 la advertencia de Madame Stäel: «votre Constitution est bien mauvaise. Oui, il vous faut une aristocratie» 15. La denuncia de que el liberalismo anu­laba a la nobleza –planteamiento que no puede confundirse con la defensa de los se­ñoríos– caracterizó al antiliberalismo español desde el Trienio Constitucional. La de­fensa del carácter intangible de la propiedad amortizada –que plantearía en la dé­cada de 1830, en un sentido antiliberal, el marqués de Valle Santoro– era, a la vez, un argumento a favor de perpetuar los ámbitos de influencia a escala local que se ha­bían forjado, a lo largo de generaciones, como apoyos de los poderes centrales. Ata­car su estabilidad se veía como un despojo injusto, además de conducir al «caos moral espantoso», que había denunciado Cadalso si se rompían los apoyos sociales del orden. Treinta años después de escuchar a Madame Stäel, Alcalá Galiano reco­nocería que el liberalismo había promovido en España el cuestionamiento perma­nente de las jerarquías que sostenían el Estado 16.

Un tercer aspecto que conviene replantear se refiere a las vías que hubo de uti­lizar el antiliberalismo español en su intento de ocupar el poder. A diferencia del mi­guelismo portugués o del ultrarrealismo en la Francia de la Restauración, las fuerzas antiliberales en España apenas pudieron actuar bajo el amparo del aparato del poder central. Desde 1820 se comprobó que el liberalismo era capaz de alcanzar el grado crítico de movilización suficiente para asaltar el Estado desde la sociedad y neutra­lizar, como mínimo, los apoyos del viejo régimen. Los absolutistas no consiguieron nada parecido en las décadas de 1820 y 1830. Al perder buena parte de sus aliados en la Corte y en el aparato de los «Voluntarios Realistas», el carlismo hubo de recu­rrir a la estrategia, incierta y altamente controvertible, de asaltar el poder estatal desde la periferia de la sociedad. En aquellas circunstancias, esto implicaba que quie­nes se comprometían con el carlismo habían de estimular un tipo de violencia sin la que su causa carecía de expectativas. Estaban obligados a fomentar una violencia paralizante del adversario, que reprodujese los objetivos de exterminio que se habían conocido durante el levantamiento nacional contra los franceses. Esta sublimación práctica de una violencia sin restricciones, sin embargo, se producía en una época que, a diferencia de lo que sucedería en el siglo XX, no disponía de una legitimación de la violencia de masas como supuesto mecanismo regenerador de la sociedad y glorificador de sus protagonistas, los individuos corrientes que, de esta manera, es­capaban del anonimato. En la lucha carlista, todo «voluntario» era el apoyo del prín­cipe legítimo, dispuesto a su vez a arrostrar la incertidumbre del combate sin los respaldos formales y militares que caracterizaban a un soberano absoluto 17. Así pues, la violencia carlista no reproducía experiencias de anteriores luchas dinásticas, del tipo de la Guerra de Sucesión, un siglo atrás. Ahora la «usurpación» dinástica era el punto culminante de una subversión generalizada. Por eso, la lucha proyectaba una decisiva impregnación ideológica, que legitimaba la violencia sin límites como al­ternativa contra el mal que trataba de encarnarse en la sociedad. El orden religioso y jerarquizado invocaba en su auxilio a las gentes sencillas del «pueblo sano». Un añadido ideológico y trascendental a la lucha, de manera apenas encubierta, les daba cobertura en el ejercicio de una violencia recién estrenada, con carácter de exter­minio. Se mezclaba la movilización con la ideología opuesta a la de la Francia revo­lucionaria, cuatro décadas atrás. En España esta combinación, aunque logró un éxito restringido, tuvo suficiente entidad y cristalizó a largo plazo. A una escala inferior en cuanto a la movilización de recursos, la apelación a la guerra que promovían los carlistas adelantaba en parte las experiencias que, en otras zonas de Europa culmi­narían en el conflicto masivo que fue la I Guerra Mundial. Sin duda, el carlismo de­cimonónico encuadraba esta aureola de la violencia, ejercida en un marco comunitario por el individuo corriente, dentro de las lealtades que se habían confi­gurado a escala local. Pero la valoración de la violencia avanzaba como un factor de­finitorio de este medio político, en un sentido que se aproximaba al que se desarrollaría en la Europa del siglo XX.
En el contexto general en que se inició el carlismo esta práctica planteaba pro­blemas importantes. El rechazo al liberalismo era promovido por quienes, precisa­mente, impugnaban el desorden revolucionario y defendían un orden estable. En un ambiente marcado por el peso al alza de las «clases medias», la divisoria entre li­berales y carlistas giraba en torno a las garantías de estabilidad y respeto a los dere­chos, frente al «desorden revolucionario» que era rechazado en el espacio burgués de la Europa de la época 18. No obstante, la paradoja del carlismo era que sus diri­gentes decidieron estimular el asalto al Estado mediante unos métodos que sólo ha­bían sido aceptables en la lucha contra el invasor napoleónico. Intentar restaurar el orden mediante la licencia para un desorden con pocos escrúpulos era un recurso tan inevitable para los carlistas como globalmente difícil de aceptar. La glorificación de caudillos socialmente oscuros, pero avezados al ejercicio de la guerra y resueltos a extenderla, se hacía imprescindible. Pero el enquistamiento del conflicto incre­mentaba la autonomía de la lucha. Se podría plantear que, con los tonos caballeres­cos y religiosos propios del legitimismo, la movilización carlista introdujo de modo estable entre ciertos segmentos del «pueblo sencillo» la aprobación de una rienda suelta a la violencia que, en el mundo decimonónico anterior a la sociedad de masas, sólo llegaba a estallar episódicamente a manos de aparatos del Estado o de ciertas mi­norías, como en la Francia de 1848 o de la Comuna 19. De aquí la paradoja de un «desorden conservador» que imponían, precisamente durante el auge del Estado-nación como fase avanzada del progreso, los expertos en el desgarro de la sociedad.

En el marco de valores de clase media dominantes en el siglo XIX, no bastaba la adscripción ideológica para implicarse en la causa carlista. Para muchos, era un pre­cio excesivo el hecho de que su estrategia inevitable fuese asaltar el Estado, con la secuela de arbitrariedades que ello implicaba, sobre todo cuando la causa de don Carlos no disponía de apoyos que asegurasen un triunfo rápido. En el lado del car­lismo en armas, en cambio, estos riesgos podían compensarse, al menos entre un sec­tor significativo de las élites locales. Una parte de ellas, en las provincias vascas, Navarra o Cataluña, no retrocedió ante el espectáculo –ya experimentado, después de 1808 o en 1822-1823– de una cadena de violencias que crecería hasta implantar un estado de guerra endémica y cruel.
Esto introduce, en cuarto lugar, el problema de la cohesión jerarquizada que ca­racterizaba al carlismo En la historiografía de la segunda mitad del siglo XX se ha re­lativizado o ignorado, como simples deformaciones interesadas, los frecuentes testimonios de la época que presentan a los habitantes de las zonas carlistas domi­nados por la credulidad y el seguimiento con respecto a las jerarquías que impulsa­ban la lucha contra los liberales. Al poner de relieve las claras diferencias socioeconómicas entre unos y otros o la resistencia al pago del diezmo o de derechos señoriales, se ha planteado que la abundante retórica sobre la «armonía social» era sólo una visión ideológica «desde arriba», que no podía sustentar la identidad car­lista. En las últimas décadas, sin embargo, los estudios sobre las relaciones y la di­námica social de estas zonas invitan a cuestionar como insuficientes las esquemáticas divisiones estructurales, que no tienen en cuenta la existencia de vínculos familia­res y personales –de formas de gestión y herencia del patrimonio y de aprovecha­miento de la mano de obra–, que podían compensar las desigualdades que parecen evidentes según el simple reparto de la propiedad. Numerosos estudios muestran el papel decisivo y persistente que tuvieron ciertos miembros de las capas acomodadas en la cohesión de la «amalgama» social del carlismo. Tanto la movilización armada como la reproducción de su identidad política no se entienden sin el dirigismo que ejercían determinadas jerarquías sobre la base, socialmente modesta, que apoyaba su causa. En la Cataluña interior, por ejemplo, los acomodados pagesos de mas cons­tituían el núcleo de las jerarquías locales, reforzadas a menudo mediante una estre­cha vinculación con instituciones eclesiásticas, en las que se apoyaba su ascenso social. Aunque formaban una clase terrateniente, parece probable que las estrategias familiares conectaran al núcleo poderoso del linaje con sus parientes humildes. Junto con estos, los más acomodados configuraban una cadena de influencia social y lazos económicos, cuyos efectos no pueden juzgarse según el esquema del capitalismo y
jesús millán
la proletarización 20. De esa cadena de reciprocidad jerarquizada podía surgir la in­surrección carlista, de tono colectivo y entusiasta, promovida o tolerada por cléri­gos y miembros de los clanes propietarios. En las provincias vascas y Navarra se agregaba, además, el poder de unas instituciones forales en manos de los notables rurales. Los incentivos, la salvaguardia y las vías de información que brindaban estos «dirigentes naturales» de ciertas zonas podían hallar eco entre los sectores humil­des que se vinculaban a ellos mediante una trama de dependencias, lealtades y con­trapartidas.
No debían contar sólo cálculos económicos, sino también concepciones arrai­gadas en intensas relaciones personales. Lo decisivo para una amalgama semejante no era la existencia de frentes de conflicto entre los extremos de la columna social del carlismo. Lo característico era que los posibles frentes de tensión entre unos y otros no ganaran autonomía. Puesto que la retórica carlista no brindaba más que antiliberalismo legitimista y ortodoxia como base regeneradora suficiente, es preci­pitado dar por hecho que los militantes humildes, en realidad, perseguían fines de alcance social concreto que, a diferencia de otras latitudes de Europa central, no formularon mientras defendían la legitimidad proscrita. Fue esta cohesión jerarqui­zada lo que facilitaba que los dirigentes del legitimismo desatasen la violencia como una ira restauradora, popular y antirrevolucionaria a la vez. Entre los sectores mo­destos que reprodujeron la identidad carlista, las posibles tensiones con los propie­tarios y clérigos que los dirigían no les impidieron colaborar prolongadamente con ellos. Pudieron así encarrilar su agresividad de forma políticamente condicionada, hacia un antiliberalismo de exterminio.
Como en el ultrarrealismo francés –y como reivindicaban en España Magí Ferrer
o Balmes–, los carlistas podían exaltar su propia movilización popular, con tonos aparentemente democráticos, a la vez que sostenían la para ellos obvia incapacidad política del individuo corriente y la necesidad de que éste confiase en dirigentes acomodados y autoritarios 21. Allí donde se daba, una hegemonía de este tipo podía hacerse un fenómeno creíble, a partir de una especie de adhesión comunitaria, vi­vida como natural y ajena a la deliberación individual 22. El carlismo pertenecía a un universo ajeno al principio de «poder soberano» y, desde luego, a lo que el «apolí­tico» Thomas Mann entendería como un «deseabilismo» (Wünschbarkeit), es decir la idea según la cual era legítimo esperar que el poder público contribuyese a mejo­rar la situación social de los individuos 23. La retórica carlista sobre el deber de la ejemplaridad de los mejor situados debía enlazar con un panorama entendido como «apolítico». Desde este ángulo, era deseable mantener las relaciones sociales en el ámbito de la gestión doméstica, fuera del alcance del Estado soberano y de los ca­nales reivindicativos que éste ofrecía a los miembros de la nación liberal. En deter­minadas zonas, el arraigo del individualismo agrario y de las relaciones de mercado, ya desde el antiguo régimen, se había desarrollado en un marco que permitía una amplia iniciativa a los propietarios que destacaban sobre la comunidad. Los que estaban bien establecidos en el vecindario podían ejercer sobre él una tutela que, siguiendo la pauta del modelo inglés, se entendía como parte de la gestión de esos patrimonios principales, de los que dependían muchos de los más humildes. La es­casez de recursos de estas zonas se juzgaba como justificación de una escala de re­gulaciones autoritarias, ejercidas en pro de la armonía comunitaria y, por tanto, consideradas justas y modélicas. En una comarca de la Navarra carlista, los «veci­nos propietarios» insistieron prolongadamente en su capacidad para restringir el derecho de establecerse sólo a quienes dispusiesen de bienes propios o los hubie­sen arrendado a los vecinos más pudientes 24. José Mª de Pereda, un literato y hom­bre de negocios comprometido con el carlismo, retrató estas bases «apolíticas» del dirigismo integrador que él reivindicaba. Cuando el protagonista de Peñas arriba se decide a continuar la función «patriarcal» ejercida en el valle por su tío, comienza por «conocer de vista las haciendas (…) y el organismo, vamos al decir, de los tra­tos y contratos con sus llevadores». En aquel «organismo» residía «la enjundia del gran espíritu de este hombre benemérito que sin políticas bullangueras…, había lo­grado resolver…, y por la sola virtud de su corazón generoso y profundamente cris­tiano, un problema social que dan por insoluble los ‘pensadores’ de los grandes centros civilizados, y tiene en perpetua hostilidad a los pobres y los ricos». Era de­cisivo que esta integración por medio de la gestión doméstica de los mejor situa­dos apenas tuviese resquicios en el conjunto local 25. La ortodoxia católica, contraria a la soberanía de la política estatal, podía considerar que la necesidad de los hu­mildes tenía prioridad sobre los derechos de los acomodados. Pero esta perspectiva se inscribía dentro de un orden que rechazaba la autonomía política y reivindica­tiva de las clases inferiores. El remedio estaba en el deber moral de la ejemplaridad de quienes poseían los recursos. Dadas las premisas de partida, esto equivalía a centrar la solución en su conducta particular, ajena a la intervención del Estado y las presiones reivindicativas de los más humildes, cuya autonomía organizativa no estaba prevista. Era difícil separar esta forma de acción ejemplar del control so­cial 26. Sólo donde era verosímil una experiencia comparable de integración jerár­quica podía sostenerse el tipo de hegemonía que reivindicaba el antiliberalismo político.


iii. orden, libertad y revolución en la españa no carlista
El análisis de la actitud de las élites no carlistas debe tener en cuenta los rasgos ex­puestos en el caso de quienes apoyaron activamente la causa de Carlos V. Sin duda, las que no se implicaban en el carlismo activo no eran un bloque homogéneo. Las diferencias principales con respecto a quienes promovían la lucha se pueden plan­tear en torno a dos aspectos: la valoración del absolutismo monárquico, por un lado, y, por otro, la postura ante el recurso a la violencia y la confianza en la propia capa­cidad de hegemonía sobre una movilización popular.
Como muestran las investigaciones actuales, el ascenso político de las «clases medias» y la implantación del Estado-nacional no hacían imprescindible eliminar el poder autoritario de la Corona. Incluso, en Piamonte-Italia y la Alemania unifi­cada por Prusia, el poder real, no controlado constitucionalmente por el Parla­mento, fue una base estable para el desarrollo del orden nacional y burgués 27. También entre quienes se oponían al liberalismo en España puede hallarse una no­ción defensiva del absolutismo, que según sus portavoces debía otorgar un espacio fundamental a la iniciativa de los «propietarios», en especial de aquellos que ya se habían asentado como tales bajo el antiguo régimen. En la España del siglo XIX, sin embargo, la posibilidad de aprovechar esta plataforma heredada del pasado para reconducir el establecimiento del Estado nacional se agotó entre la Ominosa Dé­cada y la prolongada ordalía de la guerra carlista. Había alguna añoranza en el joven Menéndez Pelayo cuando, medio siglo después, consideraba la última fase absolu­tista del Deseado como una oportunidad perdida. La crisis fiscal y la falta de crite­rios coherentes hicieron precarios los intentos de que el poder autoritario enlazase con las aspiraciones de las clases medias, como reclamaba entonces el joven Do­noso. Podía retratar la opinión de buena parte de los sectores respetables en as­censo lo que afirmaba un folleto anónimo, en 1835: «Si aún adoptando principios de estricto absolutismo hubiese tratado al menos de gobernar según las luces do­minantes en otros países relativas al sistema de administración, si ya que había de­fraudado al público de la esperanza de ver las Cortes convocadas, hubiese pensado en mejorar la suerte material de la nación, hubiera podido adormecer los resenti­mientos de ésta» 28. Tiempo después, la premisa que colocaba la autonomía del poder monárquico sobre la soberanía de la nación pudo integrar a un ala de los mo­derados y a parte de los carlistas. Estos, en realidad, concebían un poder absoluto sostenido en el amplio radio de acción de las jerarquías consagradas por la trayec­toria anterior, algo que podía no estar tan alejado de las prácticas de un sector del liberalismo moderado. Los canales de trasvase de un lado a otro no estuvieron pre­cisamente cerrados.

La postura que se consagró en cada caso, durante la revolución liberal, debió estar influida por circunstancias y percepciones concretas, acumuladas a veces desde antes de 1808, que podían variar dentro de un mismo sector social y de una misma familia. En principio, buena parte de las élites locales de la España interior pudo prolongar sus posturas antiseñoriales que venían del pasado. También, como suce­día con muchos propietarios y hombres de negocios, pudo definir su actitud el re­chazo a la tutela del absolutismo sobre la gestión de su patrimonio y sus negocios o a la arbitrariedad en la política fiscal y de provisión de cargos. El proteccionismo agrario de los liberales, implantado en 1820, enlazaba con importantes cambios es­tructurales de la economía española, que el absolutismo no podía desconocer. Todos ellos eran elementos que requerían una intervención precisa desde el poder, que in­trodujese cambios estructurales en el funcionamiento del Estado o en los mecanis­mos sociales. En los sectores en que estas motivaciones tenían prioridad, las posturas claramente elitistas podían formularse dentro de un molde alejado del intransigente monarquismo carlista, para el cual era primordial una Corona no sometida de forma positiva a garantías y compromisos vinculantes. El núcleo principal del moderan­tismo estaba claramente alejado de este criterio. En la primera mitad del Ocho­cientos, el rechazo hacia la vertiente exaltada y democratizante del liberalismo era compatible, en medios muy significativos, con el hecho de confiar la iniciativa po­lítica a los núcleos selectos de unas clases medias capaces de organizar autónoma-mente sus intereses. 29
¿Qué fuerzas aceptaban un recorte semejante del protagonismo de la Corona y, a la vez, los cambios sociales que introducía el liberalismo desde el poder? En la Es­paña interior había importantes núcleos de terratenientes, poco afectados por la problemática señorial y asentados dentro de las estructuras del antiguo régimen, que desempeñaron un papel muy distinto de quienes promovieron la lucha en las pe­riferias dominadas por el carlismo. Como hipótesis parcial, el alejamiento del anti­liberalismo debía ser más fácil entre aquellas élites conservadoras que no veían surgir en la estructura social que los envolvía reivindicaciones de cambio que amenazasen sus posiciones, ya fraguadas dentro de los esquemas del antiguo régimen. Es posible que no considerasen conveniente radicalizar el monarquismo, en aquella coyun­tura, allí donde el desarrollo de la riqueza mercantil e industrial no introducía el horizonte de un brusco relevo en el panorama de las jerarquías de riqueza e in­fluencia a escala local. Que el nuevo marco liberal –fin del privilegio fiscal y de los mayorazgos, desamortización y acceso a los cargos mediante elecciones– fuese con­siderado como un reto manejable, o incluso ventajoso, podía deberse al escaso des­arrollo de los negocios urbanos en el espacio próximo. Pero esta aceptación también podía proceder del desarrollo de nuevas fortunas dentro de un marco de poder local gestionado, desde tiempo atrás –a diferencia de lo que sucedía en Bilbao o San Se­bastián–, sin grandes disensiones con respecto a los clanes más actualizados del an­tiguo régimen y sin la amenazante experiencia de la emancipación reivindicativa de las clases populares. De aquí podían surgir variantes de lo que se ha llamado un li­beralismo instrumental, centrado en la «libertad de la propiedad» como garantía del progreso, que en muchas ocasiones pudo prolongarse hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX 30.
¿Significaba esto una revolución sólo en apariencia o claramente controlada por los propietarios opuestos al liberalismo político? En mi opinión, el examen de las po­siciones de estos sectores con respecto al recurso a la violencia y la movilización po­lítica sugiere una respuesta negativa. El giro liberal que triunfó en la década de 1830 supuso el empleo novedoso de la violencia para reorientar el sistema político y so­cial hacia un rumbo distinto. Se trataba de un liberalismo que no repetía ni la des-legitimación del poder anterior ni el modelo constituyente practicado en las Cortes de Cádiz. Se inspiraba en las pautas que habían triunfado en la Francia de 1830 y en la Inglaterra de la primera reforma, en 1832. Siguiendo estos ejemplos, los círculos respetables aprovechaban el malestar popular para encabezar una violencia demos­trativa y dosificada, dirigida a obtener que la Corona les reconociese un espacio en el sistema político. Este logro daba paso a la desmovilización del radicalismo popu­lar 31. Esta estrategia no era democrática y rechazaba el vacío de un periodo consti­tucional bajo el principio de la soberanía de la nación. Pero esto no definía la ruptura de la década de 1830 como una fachada para ocultar un pacto continuista con las oli­garquías del viejo orden. El dirigismo respetable se apoyaba en la agitación liberal, es­timulada por su rechazo militante al carlismo y capaz de imponer el desbordamiento del gobierno en los puntos neurálgicos de la España urbana. La dirección se hallaba en un liberalismo patricio alejado de la confianza en la capacidad política de la na­ción, pero dispuesto, a la vez, a encabezar los estallidos de la multitud radical ante la amenaza de un triunfo absolutista. Estaba convencido de la necesidad de excluir a la mayoría del espacio político, mediante el sufragio censitario, pero esto no equi­valía a introducir una obvia lógica burguesa de clase. Se trataba de conseguir una es­tabilidad política, no un inmovilismo que protegiese las posiciones de los mejor situados. La ruptura liberal legó un clima en que lo esperable era un consenso inte­grador, que ejerciese el poder en beneficio de la gran mayoría mediante reformas que mejorasen sus expectativas. Esta postura no conducía a fomentar la organización partidista de las amplias bases sociales que les habían llevado al poder, mientras que los moderados sí anticipaban su estructura como partido 32. En cambio, la estela rup­turista de mediados de la década de 1830 sí incluía la supervisión vigilante de la mi­licia o, incluso entre ciertos sectores, el apoyo al sindicalismo de los obreros industriales. No en último lugar, la llegada al poder del progresismo significó rein­troducir de inmediato las leyes transformadoras de la sociedad que se habían apro­bado en Cádiz y durante el Trienio Liberal 33.

Esta ruptura triunfaba sobre la voluntad de la Corona y se apoyaba en una agita­ción exaltada y en el eco popular que conservaba la Constitución de Cádiz. Al tener que aceptar un cambio semejante, tan alejado del rumbo deseado por la reina y por los políticos del «justo medio», las jerarquías más suspicaces ante el liberalismo hu­bieron de comprobar la necesidad de sumarse a este giro en una posición subalterna. Sólo les cabía la esperanza de intentar desactivar luego un desbordamiento que al­teraba las estructuras sociales y que alentaba la movilización exaltada. El temor de los círculos más conservadores al regreso de este tipo de liberalismo no pudo evitar este decisivo cambio de rumbo. Ese temor sólo nutrió el carlismo de forma insufi­ciente para proporcionarle el triunfo.
La limitada iniciativa de estos círculos condicionaba el resultado. El clima favo­rable a la agitación absolutista de los últimos años de Fernando VII se había desva­necido. Todo indica que aquel ambiente, aunque se hubiese manifestado con fuerza antes, no pudo funcionar como un caballo de Troya del carlismo dentro de la Es­paña liberal. El hecho de que estas corrientes perdiesen eficacia o, incluso, de que se desvaneciesen subraya la debilidad de una posible movilización contraria a la re­volución liberal en la mayor parte de España.
La trayectoria de la provincia de Salamanca resulta significativa por formar parte de la España latifundista, a la que a menudo se ha aludido para confirmar la imagen de un liberalismo pactista con las viejas oligarquías y ajeno a las aspiraciones del campesinado 34. Los apoyos del liberalismo exaltado eran pocos en la región, salvo en lugares como Béjar, donde la reivindicación antiseñorial y el radicalismo de signo re­publicano entre los trabajadores fortalecían el liberalismo. Sin retos semejantes, la Salamanca del Trienio conoció un consenso hegemónico de liberales conservadores y de reaccionarios, interesados en anular la influencia radical. La ruptura política del liberalismo no tenía aquí un ambiente adecuado. Sin embargo, tales condiciones no fueron un campo fértil para el carlismo, del mismo modo que tampoco habían dado
jesús millán
lugar al desarrollo de la agitación realista durante el Trienio. El retorno de la Mo­narquía absoluta, en 1823, permitió un clima de exaltación plebeya contra los libe­rales, pero sus promotores fueron básicamente eclesiásticos, mientras que la mayor parte de las élites civiles, con la excepción del marqués de Cerralbo, quedaba al mar­gen. En principio, este panorama parece esbozar la trayectoria propuesta por la hi­pótesis que habla de un supuesto radicalismo popular que, decepcionado por la falta de impulso transformador de los liberales, habría sumado sus fuerzas a las del clero reaccionario. Desde esta óptica, en pocas zonas como en la Salamanca latifundista podían darse más motivos para una evolución de este signo.
Sin embargo, las actitudes colectivas muestran que los factores decisivos debían ser bastante distintos. El absolutismo clerical o su proclividad hacia el carlismo no bastaron para prolongar la agitación absolutista que se había obtenido bajo cobertura oficial, durante la Ominosa Década. El carlismo no tuvo eco en la zona, lo que su­giere que aquellos diez años no forjaron una identidad movilizable. Esto, en mi opi­nión, confirma que el carlismo estaba muy lejos de representar un radicalismo popular y antiburgués, al modo de la Europa central y oriental. El carlismo, como antes la rebelión realista del Trienio, no captó el compromiso de las élites locales, cla­ramente suspicaces ante las actitudes progresistas. Estas élites reflejaban también una significativa renovación. Buena parte de ellas, por más que mostrasen actitudes conservadoras, procedía de la movilidad ascendente que facilitaban las reformas li­berales. En gran medida, provenían de familias de grandes arrendatarios, interesa­dos en acceder a la propiedad, algo en lo que se veían acompañados por ciertas familias de la pequeña nobleza. Es posible que estos grupos ascendentes no repre­sentasen un desafío a la hegemonía de una parte de los hidalgos propietarios insta­lados bajo el antiguo régimen. A representantes de uno y otro núcleo social les ofrecían oportunidades las desamortizaciones y la desvinculación de los mayorazgos, inviables si triunfaba el carlismo. Pero su liberalismo sentenciaba la suerte de la pro­piedad eclesiástica. Añadía dificultades en buena parte de los dispersos señoríos de la alta aristocracia española, ahora con escasa iniciativa en el alterado espacio local. A la vez, eliminaba las barreras para el ingreso masivo de la riqueza mercantil y ur­bana en la propiedad inmueble y abría los nuevos canales de la política hacia la in­fluencia social 35. Al favorecer todo esto, por tanto, rompían con el viejo orden y ponían en marcha una cadena de efectos que condenaba a la impotencia a sus de­fensores.
La renovación de la cima de los propietarios no facilitaba las cosas para quienes rechazaban el liberalismo. Esta era la actitud inequívoca del marqués de Cerralbo, pero ni la estructura latifundista de la zona, ni su innegable influencia personal, como gran propietario, ayudaron a nutrir el carlismo en Salamanca. Al igual que su­cedía en el caso de otras jerarquías antiliberales, desde las Cortes de Cádiz, su anti­liberalismo político coincidía con la defensa de la propiedad sin restricciones y de la contratación agraria no regulada por vías políticas. Tales criterios no podían ofre­cer una base sólida para convertir a este tipo de élites salmantinas en dirigentes con éxito de una insurrección popular contra el liberalismo. Probablemente, la gestión patrimonial de un gran propietario como Cerralbo estaba muy lejos de ganarle la adhesión que, en cambio, obtenían en sus comunidades otro género de terrate­nientes en la periferia carlista 36.

Las actitudes mayoritarias hacia el liberalismo deben entenderse a partir de la evolución de las estructuras agrarias en las últimas fases del antiguo régimen y de las diferenciadas aspiraciones que engendraba entre la población agraria. Al igual que en otras zonas de Castilla, el liberalismo no era en Salamanca el sistema que ame­nazaba los equilibrios del pequeño campesinado, ya que este grupo social había sido arrinconado en gran medida bajo el absolutismo. Los intereses ganaderos, las oli­garquías rentistas opuestas a nuevas roturaciones y repartos y la dinámica de las pri­vatizaciones y las compras especulativas habían originado la concentración de población sin propiedad en los pueblos que disponían de comunales o cerca de los mercados comarcales de trabajo. Las manos muertas y los ayuntamientos del anti­guo régimen habían consolidado este escenario, que ocasionaba una extendida ham­bre de tierras. Ante aspiraciones de este tipo, el carlismo apenas podía desarrollar los mecanismos que le daban vida en otras zonas 37.
Tampoco es muy acertado suponer que el liberalismo, sólo interesado por la de­fensa de la propiedad y del libre mercado para la contratación agraria, había de tener ante todo efectos nefastos sobre los sectores empobrecidos. Al imponer los cambios revolucionarios en el acceso a la propiedad, el liberalismo proporcionó un mercado de tierras de alcance impensable hasta entonces. No era un paso intrascendente, sino que creaba un escenario nuevo, que acentuaba las dificultades de muchos de los privilegiados y ofrecía alternativas apreciables para el heterogéneo arco social si­tuado hasta entonces por debajo de ellos. El triunfo liberal, favorecido por la actitud de quienes tenían el poder en Salamanca, tuvo efectos del primer tipo sobre la casa de Cerralbo, obligada desde entonces a continuas enajenaciones de su patrimonio. Las ventas de antiguos bienes amortizados y vinculados apenas favorecieron a la aristocracia. Los principales compradores fueron los representantes de la burguesía agraria. Pero, a su vez, estos cambios favorecieron a buena parte de los sectores más modestos, que pudieron ampliar sus propiedades o, incluso, recuperar dehesas an­teriormente privatizadas. El hecho de que los principales beneficiados fueran los miembros de la burguesía agraria no significaba la falta de oportunidades para los la­bradores más desfavorecidos.
La reforma liberal rompía el marco anterior, que no era el de un imaginario feu­dalismo de base comunal y campesina. Se jugaba la prolongación de un régimen pri­vilegiado y autoritario, en el que una minoría propietaria, poco renovada, canalizaba en su favor las desigualdades del mercado, parapetándose tras el mayorazgo, las exen­ciones fiscales, el acceso preferente a los cargos y al favor de la Hacienda real. Mien­tras que la gestión patrimonial del absolutista Cerralbo apenas ofrecía contrapartidas para las aspiraciones del campesinado pobre, no se puede decir lo mismo del libe­ralismo en ascenso. Destacar en abstracto la libertad de arriendos puede ser una pista falsa, ya que durante décadas lo más significativo debió ser el cambio en el ac­ceso a la tierra, sobre todo en el contexto de declive económico que afectaba a Cas­tilla desde fines del Setecientos 38. La diferencia pudo ser mayor en Ciudad Rodrigo. Mientras que aquí los regidores del antiguo régimen se habían opuesto a unos re­partos que habrían hecho disminuir el ejército de asalariados, el municipio liberal llevó a cabo la colonización rural en 1822. Todo ello sería congruente con lo que, en cambio, resulta difícil de explicar con la teoría del liberalismo como cobertura de los intereses de clase de una burguesía aliada con los latifundistas e interesada en des­poseer al campesinado. En Tierra de Campos era la burguesía agraria en ascenso la que se interesaba por facilitar el reparto de pequeñas fincas, como forma de rebajar sus costes salariales, mientras que los rentistas privilegiados disponían de otras al­ternativas, que no liquidaban el sistema en vigor 39. Es significativo que la Salamanca de la revolución liberal no viviese conflictos derivados del mercado de trabajo. En cambio, fue capaz de superar el techo demográfico que conocía hasta entonces. Por último, fue en el campo liberal donde se desarrolló –al igual que en el caso de los ra­bassaires catalanes– la reivindicación de que el Estado apoyara la estabilidad de los arrendatarios.
La necesidad de analizar en esta línea los intereses de los distintos bloques so­ciales durante la revolución liberal se puede rastrear en otras zonas. El individua­lismo agrario que se extendía dentro del privilegio y del universo autoritario no fue el motor de la insurrección carlista allí donde las aspiraciones populares implica­ban modificaciones concretas de las estructuras de propiedad o de autoridad. El car­lismo, con su exigencia de que las gentes sencillas confiasen en la ejemplaridad de los poderosos y sólo ocupasen la dimensión pública al servicio del legitimismo, no podía movilizar en todas partes la amalgama jerarquizada que hacía que el desorden conservador se adueñara de ciertas zonas. En el Ampurdán, tan próximo a las áreas de dominio absolutista, las reivindicaciones populares sobre tierras privatizadas por las oligarquías se desarrollaron sin que este conflicto llegara a constituir un recurso en manos antiliberales. Al contrario, el lenguaje de la protesta recurría a conceptos próximos a la retórica liberal 40. Este era también el caso, que se prolongaba desde las últimas décadas del siglo XVIII, de la conflictividad sostenida por los trabajado­res del campo en las zonas más dinámicas de la agricultura aragonesa 41. Desde este ángulo, es significativo lo sucedido en Andalucía, que de modo esquemático y la­tente ha desempeñado un papel en las interpretaciones que identificaban el libera­lismo con la consolidación de una agricultura latifundista y la desposesión acelerada del campesinado. La etapa final del antiguo régimen había consolidado en buena parte del campo andaluz un grado muy alto de desposesión y había llevado a un des­censo del producto agrario por habitante 42. Fue a partir del fin del antiguo régimen cuando la región entró en una etapa demográfica claramente expansiva, favorecida además por una especialización olivarera y vitivinícola que anteriormente apenas había avanzado. Este impulso fue acompañado de abundantes repartos de tierra, que favorecieron a decenas de miles de labradores 43. De nuevo, la consolidación de la gran propiedad fue compatible con la multiplicación de pequeñas propiedades, lo que se refleja en las escasas estadísticas disponibles: si en época de Godoy Andalu­cía presentaba una tasa media de 78 % de jornaleros dentro de su población agraria, a mediados del siglo XIX, décadas después de que la reforma liberal hubiese impul­sado otras estructuras, esta proporción aún era tres puntos inferior en las provincias más latifundistas 44. Por último, para acabar de redondear un proceso que se aproxi­maba al «caos espantoso» anunciado por Cadalso, los trabajadores que habían apo­yado el liberalismo progresista hicieron sentir pronto sus reivindicaciones en el mercado de trabajo y en la crítica al reparto de la propiedad. Quienes hubiesen po­dido intentar impedir este proceso mediante la movilización jerárquica del carlismo quedaron desbordados. Incluso la irrupción en Andalucía del ejército carlista del general Miguel Gómez, en 1836, aunque alentó algunas sublevaciones, puso de re­lieve la inviabilidad de extender allí la lucha. Era mejor que le acompañasen en su vuelta al territorio vasco, acabó proponiendo Gómez a los comprometidos en Cór­doba con su causa 45. La estrategia del asalto carlista carecía aquí de sentido y la única alternativa conservadora obligaba a instalarse en el escenario creado por la revolu­ción, después de haber transigido con ella. Al cortar todas las amarras con el viejo orden monárquico, se ponían también las bases para las graves tensiones, que cul­minarían en 1840, en torno a las garantías constitucionales para la participación po­pular y la conexión entre el progresismo y «las turbas» 46.


iv. conclusión
El carlismo representó una estrategia novedosa y arriesgada, que estimulaba la vio­lencia de unas improvisadas masas combatientes, bajo la inspiración de un discurso autoritario. En el contexto de los valores hegemónicos tras la Revolución francesa y las guerras napoleónicas, este recurso al desorden conservador tenía que resultar enormemente controvertido. Es lógico, por tanto, que se convirtiese en un referente estereotipado, que se podía utilizar desde diversos ángulos en las controversias po­líticas como forma de desacreditar determinadas posturas o ciertos adversarios. Un partido situado en el extremo ideológico, que recurría a la violencia, podía ser uti­lizado como forma de justificar las propias posiciones en cada caso. No fue inusual que los liberales exaltados fuesen acusados por parte de los más conservadores de estar al servicio del carlismo. También en el Ampurdán las denuncias contra la apro­piación de terrenos que llevaban a cabo las oligarquías de la zona, instaladas en el liberalismo conservador, fueron descalificadas por estas últimas como trampas del absolutismo. Donoso Cortés extremó su habitual recurso a la paradoja para retratar a los carlistas como una fuerza antiaristocrática. En un razonamiento que puede ser representativo, el liberal andaluz Agustín Álvarez de Sotomayor trató de presentar su propio liberalismo elitista como el único posible en España, dada la beligerancia a favor del viejo orden que según él dominaba en las capas populares. Según escri­bía en 1835, la sociedad española se dividía en dos clases. La primera estaba «com­puesta de la nobleza, de la clase industrial y clero, se halla al nivel de las mas instruidas». La segunda era «la gran masa proletaria» y sólo esperaba «medrar con el saqueo que les ofreciera un clero hipócrita» 47.
Este esquema, que añoraba la perdida unidad de las élites, era una construcción forzada. Poco después de formularse, el fracaso del carlista Gómez en la misma zona cuestionaría la supuesta confluencia entre la reacción clerical y las capas empobre­cidas. Era la misma comprobación que se deriva de Salamanca o la que se pudo re­alizar en el rechazo de la población de Zaragoza –tan reivindicativa en el mercado laboral y en defensa de los comunales– al intento de invasión carlista, en 1835. El imaginario de un pueblo mayoritariamente carlista era un recurso tentador para los liberales «respetables», que tuvieron que convivir y colaborar con la herencia po­pular y rupturista que había introducido el primer liberalismo en la sociedad espa­ñola. El proyecto burgués de un entendimiento gradual con la Corona resultó insu­ficiente. De nuevo en la década de 1830, se hizo inevitable la problemática colaboración de un patriciado elitista con la ruptura liberal, que se impuso sobre la voluntad de la reina y aseguró así el impulso para iniciar un orden nuevo e incierto. Quienes reclamaban para sí la dirección del rumbo hacia el progreso exageraban el apoyo del carlismo entre las capas bajas. El efecto deseado de esta argumentación era que sólo bajo la guía de una élite liberal, elevada sobre la indeseable multitud revo­lucionaria, se podía evitar la involución que anunciaban, por ejemplo, el incendio de la barcelonesa fábrica de Bonaplata o la irrupción de los sargentos de La Granja en las habitaciones de la reina.

La temida violencia popular –sin la cual no triunfó el liberalismo en España– se podía asimilar al regresivo desorden conservador del carlismo, presentado como una amalgama de fanatismo rural, irreconciliable con el mundo moderno. Sin duda, el hecho de que los carlistas hubiesen de proyectar un asalto al poder del Estado a par­tir de la movilización armada contribuyó a esta imagen, inevitable en una época en que se extendían los valores opuestos entre las clases medias. La contundencia y la reiteración del reto, sobre un Estado en quiebra, podía llevar a exagerar el alcance de los apoyos de un carlismo que amenazaba con devorar las delicadas bases sobre las que descansaba el progreso liberal en España 48. Pero éste era sólo un factor par­cial. Las representaciones de la época incluían también otras facetas del antilibera­lismo político, que lo presentaban como una posible vía para la realización del mundo burgués. Los ejemplos destacados que nos revela la historia social trasmi­tieron su presencia en la literatura española y europea. Clarín presentó en La Re­genta la imagen de un acaudalado y piadoso comerciante que había prestado grandes servicios a la causa de Carlos VII. En el comienzo de Rojo y negro, de Stendhal, el ab­solutismo se encarna en un fabricante. Antes y después de la I Guerra Mundial, vol­viendo la vista hacia las generaciones anteriores, Thomas Mann presentó en Los Buddenbrooks y en La montaña mágica escenas y personajes que respondían al ideal de unas jerarquías «naturales» y «apolíticas», que recuerdan el rechazo antiliberal al uso del poder del Estado como ingeniería social sujeta a las disputas de la gente corriente. El peso de esta óptica fue duradero y significativo en la Europa previa al auge de la sociedad de masas.
El desarrollo del individualismo agrario y de un mercado dominado por la des­igualdad económica en la España del antiguo régimen había favorecido, en deter­minadas zonas, la hegemonía de este tipo de fuerzas. En ocasiones, los beneficiarios de este ascenso identificaron, como ya se había anunciado, la altera­ción revolucionaria de las bases que habían constituido su consolidación y el es­pectro de la autonomía de los individuos corrientes con un caos inestable e injusto. La mezcla de elementos de carácter burgués con la intransigencia religiosa y la política antiliberal no expresaba una supuesta incompatibilidad con los nuevos procesos económicos. Tampoco traducía el predominio de unas clases populares, frustradas por el conservadurismo de los liberales. Esta mezcla, en mi opinión, re­cuerda más bien la fórmula de Max Weber, cuando presentaba el enlace del capi­talismo y la libertad individual como una contingencia histórica, que no está obligada a repetirse 49.
El estallido del desorden conservador fue posible donde las jerarquías carlistas, ante un horizonte que identificaban con el caos liberal, se sintieron suficientemente seguras para lanzar el reto de rendir el Estado y someter la sociedad a partir de una disuasión por la violencia. En la España mayoritariamente liberal, esta estrategia era inviable. La contundente respuesta social frustró cualquier posible entendi­miento con el bando de D. Carlos. A la vez, el triunfo del liberalismo no fue posible mediante una evolución pactada y bien controlada por las altas esferas de la socie­dad y del Estado. El hecho mismo de la ruptura liberal y del protagonismo que en él tuvieron las capas populares abriría una brecha, indudablemente incómoda, para quienes reclamaban la estabilidad de un orden elitista. El imposible carlismo era así, en los círculos de los propietarios de la España interior, un referente para des­calificar la capacidad política del pueblo, una etiqueta contra las molestas reivindi­caciones sociales y, también en casos extremos pero recurrentes, un posible refugio ante el retorno de la revolución.


David Beetham, Max Weber y la teoría política moderna. Centro de Estudios Constitucio­nales, Madrid, 1979, pp. 291-340.





el carlismo y los carlistas en cataluña
Pere Anguera
Universitat Rovira i Virgili
En la imposibilidad de ofrecer una visión global, mínimamente profunda, de los ava­tares y componentes del carlismo catalán a lo largo de sus casi 150 años de vida, he optado por ofrecer dos aproximaciones parciales, no por concretas menos relevan­tes, a la evolución de su ser y de su pensar: los componentes sociales, estructura y arraigo territorial, en primer lugar y su actitud ante el catalanismo político. Los tres primeros aspectos contemplados, que a menudo se entremezclan, permiten un acer­camiento más humano a quienes asumieron sus principios; la segunda cuestión, al margen de ser la única que ofrece una relativa originalidad respecto al conjunto es­pañol, se ha convertido en eje articulador de un debate permanente entre historia­dores, publicistas y políticos, en el que en el fondo se discute si el origen del nacionalismo catalán es progresista o reaccionario.


i. la sociología del carlismo
Resulta complejo y arriesgado intentar una geografía y la cuantificación de la mili­tancia carlista, pese a que para el análisis de cualquier movimiento social de larga du­ración y sólido arraigo es imprescindible conocer sus componentes sociales y la evolución de los mismos a lo largo del tiempo. En el caso del carlismo este análisis se podría iniciar en la guerra antinapoleónica, pero deslindar entre los resistentes y guerrilleros (los patriotas en el lenguaje tópico) los serviles de los constitucionales es una tarea ardua por no decir imposible; más fácil, gracias a los estudios de Jaime Torras y Ramon Arnabat, sería iniciarlo en el Trienio Liberal, pero cabe aquí la ob­jeción de que si las partidas antiliberales se pueden identificar ideológicamente con los carlistas, estas aún no se proclamaban como tales, lo que sí hicieron las de los Malcontents de 1827 cuando, en palabras del cónsul francés en Barcelona, el 7 de abril, «su grito de guerra es viva il Rey CARLO QUINTO» y el 21 de agosto el mismo cónsul reiteraba que su lema era «viva Carlos V» y que «toman primero el nombre de Carlistas» 1. «Carlins», carlistas, es la denominación que reciben en la bien in­formada correspondencia de los liberales moderados que dirigían la más importante compañía comercial catalana del momento 2. Para el cónsul francés, representante de un gobierno no especialmente liberal, eran «algunos miserables reunidos, bajo el cebo del pillaje», incitados por dirigentes que se mantenían ocultos en las ciudades. Era una valoración destinada a larga vida: rudos (e ignorantes) labradores en el campo de batalla, elite urbana en la dirección. Un segundo informe consular insis­tía en la composición miserable de las bases, «gente sin escrúpulos, sin recursos, impulsados al crimen por la miseria», reclutados la inmensa mayoría en el campo 3. Mientras los comerciantes constataban con cierto espanto, en fecha tan temprana como el 30 de junio, que «esta semana han desaparecido bastantes pobres del Va­llès» 4, donde lo preocupante parece radicar más en la pobreza que en la revuelta en si. Las dos valoraciones, la consular y la de los comerciantes coinciden en señalar la situación miserable de los sublevados. Son, sin duda, lecturas peyorativas que acom­pañaran al carlismo a lo largo de su trayectoria, pero conviene no olvidar el compo­nente de clase que las impulsa. Como se impone recordar que este retrato cargado de desprecio hacia los combatientes pone en realidad énfasis en sus componentes más estrictamente populares y en su posible capacidad revolucionaria, de confron­tación con el sistema.

Para Jaime Torras resulta evidente que «fueron los sectores económicamente más débiles de la población rural los más sensibles a los llamamientos de los orga­nizadores» 5, lo que explica la desconfianza y las medidas de seguridad y protección adoptadas por los dirigentes ante sus seguidores 6. De ahí también el talante mer­cenario de la mayoría, reconocido por un real decreto: «a las gentes más necesita­das o más dispuestas por sus vicios para el cambio de fortuna se procuró además excitarles con la seguridad de un diario estipendio» 7. El prest prometido era a me­nudo de 6 reales más una prima de enganche de 8 duros 8, contraprestación econó­mica que se incrementaba en el caso de los dirigentes Ya en esta primera revuelta surge con fuerza el protagonismo eclesiástico entre los incitadores y en puestos cla­ves de la dirección 9. En las zonas rurales, es obvio, la mayoría eran campesinos, mientras los artesanos en proceso de proletarización predominaban en los de pro­cedencia urbana, junto a miembros, no todos, de los Voluntarios Realistas, impul­sados o al lado de oficiales del Ejército de la Fe que se sentían ultrajados al verse relegados a la situación de indefinidos o ilimitados. De ahí que los hombres con el tratamiento de don sean proporcionalmente más numerosos que en las posteriores guerras carlistas 10.
Los Malcontents o Agraviados podrían haber llegado a los 30.000 procedentes de la mayor parte de Cataluña 11. En ciudades presentadas como exponentes de la in­dustrialización, Reus por ejemplo, recibieron el apoyo de parte de los Voluntarios Re­alistas, lo mismo sucedió en las comarcas cercanas, dependientes de su mercado, aunque la fiabilidad de las cifras oficiales, las únicas disponibles, es más que discu­tible en todos los casos. Una misma localidad, Gratallops puede figurar con 15 o 127 sublevados según la fuente oficial que se maneje; y a la inversa, otra, Cornudella lo puede hacer con 237 y 167 respectivamente, con lo que no puede hablarse de fuen­tes tendentes al encubrimiento o partidarias de hinchar las cifras. En las mismas re­laciones, Reus, ciudad avanzada en el dinamismo económico y la ideología, aparece con 177 y 185, mientras Tarragona, con fama de levítica, reaccionaria en política y sin ninguna actividad económica modernizadora, lo hace con 47 y 74 12. Dos ele­mentos explican la aparente contradicción, como lo hacen en situaciones similares en revueltas posteriores: la capacidad de control de la localidad por las autoridades militares (Tarragona era plaza fuerte y Reus ciudad abierta) y las posibilidades de en­cubrimiento de los vecinos díscolos por los responsables del poder municipal, lo que facilitaba o dificultaba el enrolamiento en la facción y el regreso clandestino a casa, para evitar posteriores represalias.
Para la guerra de los Siete Años disponemos de información más matizada y abundante. Como en el conjunto de España integraron las huestes carlistas un nu­trido y abigarrado conjunto humano. Las descripciones liberales coetáneas no re­sultan nada halagüeñas: «hombres de conducta estragada, que sin bienes ni oficio ocupan los días y las noches en las tabernas» (lo que puede interpretarse como tra­bajadores en paro), sentenciaba el Boletín Oficial de la Provincia de Tarragona en 1834, mientras según uno de los comerciantes citados, el mismo año, desertaban de la fac­ción porque «Carnicer no los dejaba robar». Más ecuánime, el historiador militar E. Chao los definía como «infelices jornaleros faltos de trabajo» aunque ponía énfasis en el talante de «criminales de profesión», en un retrato que unía miseria y margi­nación. La visión denigrante la compartían los generales enviados por el preten­diente. Así Urbiztondo, un «cruzado de la causa», no un adalid del liberalismo, distinguía en un informe a la corte carlista, entre los primeros voluntarios, «nobles y fieles», y los que les desbancaron, «hombres rústicos y miserables de opinión des­conocida y de probidad muy dudosa». A los sublevados se les sumaron buena parte de los Voluntarios Realistas, no todos, después de la disolución del cuerpo, lo que comportaba el fin de sus ingresos económicos y la pérdida de prestancia social. Otros Voluntarios lo hicieron bajo coacciones de sus antiguos jefes. El grueso de las tropas, que combatían a las órdenes de hacendados, miembros de la nobleza menor y per­sonalidades locales lo integraban trabajadores agrícolas de distinta condición, que representaban el 40,21%; artesanos y trabajadores industriales en los que predomi­naban los del declinante sector textil, en el paro o desclasados a la baja por la crisis de los gremios, el 22,70; militares, el 5,97, y eclesiásticos, el 5,06. Una distribución muy acorde con lo que cada sector representaba en la sociedad. El 57,22 eran solte­ros, el 31,33 casados y el 1,44 viudos. Como era de esperar la mayoría, el 51,22, tenía entre 17 y 25 años 13.

Como en la guerra de los Malcontents, los reclutadores ofrecieron desde el pri­mer momento un jornal que, en 1835, se situaba en torno a los 6 reales, por encima de la media en el campo o en la ciudad, aunque la retribución sufrió variaciones según el lugar y el tiempo y no siempre era satisfecha con puntualidad 14. Los habe­res percibidos, así como la participación en algún botín, supusieron para muchos unos ingresos insólitos, más cuantiosos y estables que los que acostumbraban a per­cibir en tiempos de paz 15. Desde los inicios de la contienda los liberales acusaron a los religiosos de atizar el odio contra el gobierno isabelino, de promover todo tipo de actos subversivos y de incitar al enrolamiento 16. Lo cierto es que la mayoría de los eclesiásticos actuaron de eficaces propagandistas, aunque solo una minoría (una cosa es predicar, otra dar ejemplo con los riesgos subsiguientes) empuñó las armas.
Los datos sobre la cifra total de combatientes son harto imprecisos. Las razones son claras: a la ausencia de una documentación rigurosa se une la duración del con­flicto, lo que entorpece cualquier especulación global, ya que su número osciló de forma considerable a lo largo de la contienda. Según Manuel Santirso entre octubre de 1833 y junio de 1835 los combatientes carlistas catalanes oscilaron entre los 3.000 y los 4.000; a fines de verano de 1835 llegaron a los 13.000, en octubre del mismo año se acercaban a los 22.000 y El Vapor les calculaba para abril de 1836 de nuevo unos 13.000 como máximo. En julio de 1840, unos 10.000 acompañaron a Cabrera en su entrada en Francia. Son cifras discutibles, pero que coinciden en señalar como en ningún momento se consiguió emular los combatientes conseguidos en 1827, quizá por preveerse la lucha larga y progresivamente incierta y por el desengaño de la anterior experiencia 17. Lo que sí resulta evidente es la distribución muy desigual según las comarcas. Con todas las precauciones necesarias, dada la fragmentación de los conocimientos, las que subministraron un mayor número de combatientes fueron: Osona con el 10,85% del total, el Bergadà con el 9,16, el Priorat con el 8,23, el Barcelonès con el 6,67 y el Bages con el 6,21; si se aplica a las cifras absolutas la media ponderada en relación con el total de vecinos las cinco comarcas con mayor aportación resultan el Berguedà con un 0,629, el Priorat con un 0,607, el Solsonès con un 0,410, la Segarra con un 0,360 y Osona con un 0,286 18. Las coincidencias, pese a la disparidad de los criterios aplicados, confirman la veracidad de las con­clusiones y dan la razón a Josep Fontana cuando sostiene que el reclutamiento fue superior en las comarcas empobrecidas en los decenios anteriores, que en las atávi­camente miserables. El descenso del ardor guerrero lo pueden ejemplificar las lo­calidades anteriormente citadas: Gratallops aportó 35 combatientes y Cornudella
80. Lo mismo ocurre con la aportación reusense, 71, y la de Tarragona, 35, de nuevo con un protagonismo inverso al esperado 19.
La duración de la guerra generó una cierta profesionalización de la violencia en parte de los combatientes y la laminación de la endeble conciencia ideológica; como advertía Victor Hugo en un comentario sobre los antirrevolucionarios franceses: «la guerrilla no termina nada o lo acaba de mala forma; empieza atacando a una república y acaba asaltando una diligencia» 20. Hasta cierto punto Pedro Mata ofrece la misma percepción en una beligerante descripción de las partidas integradas por los carlistas que se negaron aceptar la paz en 1840 y que resulta aplicable a la ma­yoría de las que, de uno u otro signo, se alzaron a lo largo del siglo XIX español. La he recordado en distintas ocasiones pero no puedo resistir la tentación de citarla de nuevo: «reúnense en sus antros como lobos hambrientos: ocultan su carácter de forajidos debajo de la escarapela de carlistas; envuelven la garra, la tea y el trabuco en un trapo donde escriben ¡Viva la religión y el rey! burlan la vigilancia de la policía francesa, que tal vez finge dormir para librarse de esta lepra (...) y derramándose por los terrenos fronterizos como una manada de fieras, aquí roban, allí incendian, más allá asesinan o cogen a las personas acaudaladas (...), se las llevan a impene­trables cuevas (...) y allí les exigen fuertes sumas por rescate». A la descripción de las justificaciones y de las actuaciones Mata añade un impagable retrato sociológico sobre el porque de su opción por la vida airada: en su vida honrada los trabucaires «trabajando todo el día, a la inclemencia, o en los mal sanos recintos de una fábrica, ganan poco, no tienen bastante para el sostén de una familia, cuanto menos para alimentar sus vicios; al paso que, mientras hacen la guerra, comen carne, beben vino y licores, juegan, abusan de las mujeres, campean en fin por sus respetos con una in­dependencia feudal, que tiene para ellos los más seductores atractivos». Constituían en definitiva, «esas bandas seudo carlistas, llamadas unas veces trabucaires, otras matinés, otra patuleya, siendo constantemente lo mismo, vagos de por vida, crimi­nales endurecidos que se disfrazan con el carácter político de carlistas, para encon­trar apoyo en su partido tanto en España como en Francia» 21. Una primera deduc­ción surge irrecusable, para muchos era más descansada y halagüeña la vida de partida que la que proporcionaban las duras e interminables jornadas laborales. Para ellos y para su familia.

La complejidad del trasfondo social de las revueltas la ratifica un opúsculo de 1848, escrito por alguien próximo a los dirigentes económicos. Constituían, las par­tidas, en una descripción ubicable en la línea de Mata, «una horda de malhechores que con el puñal o el trabuco en la mano despojaban al pacífico vecino o saciaban apetitos brutales»; eran «infelices trabajadores que gritaron ayer Viva Isabel II y hoy Viva Carlos VI», que forzados por la crisis fabril, la «paralización del trabajo», se veían obligados a acudir «a la facción (...) en busca de sustento» 22. En una recreación tardía, el novelista Narcís Oller retrataba a su vez un grupo de matiners dispuestos a ocupar un pueblo como «un pelotón de aventureros, muertos de hambre y de sueño, esperando la hora de poderse aprovisionar de comida con la que rehacer las fuerzas y de alpargatas con que poder mudarse las que, de tan rotas, les destrozaban los pies» 23.
De acuerdo con la estadística elaborada por Robert Vallverdú, el protagonismo de los matiners recae de nuevo en el sector primario con el 49,27% (21,76 con ac­tividades agrarias y ganaderas y 17,51 jornaleros), al que seguían los artesanos y pe­queños industriales con el 42,16, los militares con el 6,34, los clérigos que representaban el 2,96 y los profesionales que sumaban el 2,06 24. El 34,65% contaba entre 18 y 25 años y el 21,76 entre 26 y 30; los solteros representaban 75,02, los casa­dos el 24,40 y los viudos el 0,58 25. A grandes rasgos, el retrato robot coincide con el de la primera guerra. Las cinco comarcas que más voluntarios aportaron fueron el Alt Empordà, el Barcelonès, la Garrotxa, el Gironès y la Anoia, pero si se tiene en cuenta su porcentaje sobre los hombres en teórica edad de tomar las armas, sobre­salen la Garrotxa con el 6,71, el Gironès con el 4,63, la Anoia con 3,93, el Baix Penedès con el 3,85 y el Alt Empordà con el 3,57 26.
La precariedad económica persistió como elemento clave en las posibilidades de revuelta y reclutamiento en diversas intentonas fracasadas. En julio de 1855 corrió la voz de que Marsal pretendía entrar de nuevo en Cataluña con numerosos carlis­tas aprovechandose de las tensiones sociales, siguiendo el ejemplo de otros pequeños grupos como el del Frare Noi, fusilados de inmediato cuando eran detenidos 27. Para los demócratas, la entrada de los carlistas y el motín obrero formaban parte de una única conspiración 28.
pere anguera
Si Mata describía con acrimonia los componentes de la base carlista, Valentí Almirall trazó un retrato, que pretendía de larga duración, de los dirigentes rurales, l’hereu, el mayorazgo, de las grandes haciendas de «las comarcas más catalano-ran­cias de nuestra tierra», que explotaba con dedicación sus propiedades, pasaba el tiempo «yendo a las fiestas mayores y romerías, cazando, y acogiendo a los foras­teros en su casa» y «siempre que había guerra civil, armaba mozos y aparceros y hacía partida» 29. Son los que él mismo bautizaba, con evidente mordacidad, como la «aristocracia de alpargata» 30. Hacia 1870, en Tortosa, el Casino Carlista instalado en el palacio del marqués de Tamarit, destacado dirigente del partido, «tenía muchísimos socios, porque los partidarios de don Carlos eran cada día en más número. Bien puede decirse que todas las personas de orden, espantadas por los es­cándalos de los xumenené, se habían hecho carlistas» 31. En abril de 1872, al aparecer las primeras partidas, recordaba el mismo simpatizante, en los alrededores de Tor­tosa, «miles de hombres de esta comarca se fueron a la facción (....). Entre los joven­zuelos de entre unos quince y dieciséis años había muchos cabezas calientes. Aquella canción:
Mare, no’m pegue
que me’n aniré
a la partida
del Requeté,
muchas veces era la pura verdad. Se iban a los carlistas si las madres les pegaban... y si no les pegaban también (...). A las partidas iba la mitad de la payesía de nues­tras huertas» así como buen número de jóvenes ciudadanos, que quería eludir la persecución de los matones 32.
Tampoco era muy risueña la descripción que formulaba el liberal nada revolu­cionario Josep d’Argullol en 1877. Las partidas, auspiciadas por el clero parroquial, las integraban «además de todos los movidos por el sentimiento religioso, los aven­tureros y holgazanes de cada pueblo, los que preferían correr con el fusil al hombro que hacer el jornal con la azada o la pala, los que hechos a la mala vida y a trabajos rudos y penosos, se les presenta como vida descansada hacer horas y horas de camino, comiendo, si se tercia, una cebolla cruda y un arenque. Juntos pues se veían los que creían hacer un sacrificio por la religión, los que por sus antecedentes tu­vieron que huir de las villas y ciudades y los que se iban para vivir sin trabajar y obtener beneficios» 33. Por su parte, el general progresista Gabriel Baldrich, un ín­timo de Prim, afirmaba en 1869 que la partida puesta en pie en la comarca de Vic la formaban «comprometidos, seguidos de fanáticos, ilusos y gente sin medio de ganar su subsistencia, que acosados por la suprema ley de la necesidad van allá donde se les ofrece satisfacérsela» 34.

En el papel del clero en la recluta, más aun en el protagonismo de los sectores clericales y devotos, insistía, a partir de sus recuerdos, Pere Aldavert, «de los semi­narios (...) se había hecho un semillero de carlistas» 35, e insinua una muy escasa motivación ideológica en la mayoría de los enrolados, que lo eran «porque un amigo del trabajo había cogido el arma el día antes, porque, hecha la apuesta de si irás o no irás, no quiso quedar mal» 36. O, en otras palabras, «había de todo entre ellos: con­vencidos de que tenían que salvar a la religión, jovencitos que había acudido por una apuesta, solterones con oficio y solterones de las brigadas de carriles y carreteras. Y al que hoy se le veía con la boina mañana se le veía de voluntario y al revés» 37. El vacilante compromiso, ideológico, que permitía pasar de uno a otro bando a lo largo de la contienda, así como el componente mercenario, lo confirma el testimonio recogido en Banyoles por Élie Reclus: «dispuestos a batirse por don Carlos encon­traréis tantos hombres como queráis pagar a tres pesetas por día. Que se batan por la República, hallaréis también tantos hombres como se os antoje por dos pesetas so­lamente» 38.
Aldavert desmiente el tópico del carlismo rural en la última contienda deci­monónica: «aquí en Barcelona no nos creíamos que en Sants hubiesen tantos carlis­tas y tantos en Manlleu y tantos en pueblos industriales, que los teníamos por muy afectos a la Libertad sacrosanta (...). No creíamos que hubiese ninguno en los pue­blos y villas y ciudades de industria, a lo más que concedíamos era que cuatro pas­tores de aquellos que nunca han probado todavía el pan blanco podían un día dejar por el pan blanco el pan moreno», donde reaparece la mejora del nivel de vida que comportaba para muchos la vida en las partidas frente a las fatigas y miserias del honrado trabajador 39. El mismo Aldavert sostenía, por pura percepción, que «de la guerra de los Siete Años a la última carlistada se encontraron muchos pueblos que se habían girado como una media» 40. Este cambio se puede ejemplificar con Manresa, «país levítico siempre» de donde salieron en abril de 1870 «seiscientos fe derales ar­mados», al conseguir los propagandistas republicanos transmitir la idea que «el pan blanco es la República, el pan moreno es el Rey», en palabras de un informador pro­gresista a Víctor Balaguer 41, que utiliza la misma metáfora que Aldavert.
Según la información elaborada por Vallverdú, en las huestes carlistas predo­minaban los representantes más bajos del sector primario con el 44,09%, seguidos de los artesanos con el 18,53, los profesionales con el 2,72, los eclesiásticos con el 1,39 y los militares con el 0,92. El 38,75 tenía entre 18 y 25 años y el 17,45 entre 26 y 30. Los solteros representaban el 66,86%, los casados el 27,62 y los viudos el 3,52 42. Por su parte, Lluís Ferran Toledano, que toma en consideración combatientes, dirigentes y cooperadores deduce que el 31,5% tenía entre 12 y 19 años, el 15,2 entre 44 y 55 y el 5,6 entre 56 y 81 43, cifras que ratifican la importancia del cambio generacional, al integrar en gran medida las partidas, como en todas las revueltas precedentes, jóvenes susceptibles de ser incorporados al ejército, al lado de hombres con expe­riencia en los anteriores conflictos. De acuerdo con su análisis un 39,5 del carlismo lo integraban propietarios y agricultores, el 12,4 profesionales liberales el 9,7 arte­sanos, el 9,4 de eclesiásticos, el 7,5 asalariados y el 3,7 militares 44. Su estudio por­menorizado sobre los dirigentes políticos, los miembros de las juntas católico-monárquicas de la inmediata preguerra, pone en relieve que el 56% eran ha­cendados, el 20 pertenecía a la «burguesía de formación académica» y el 14 se repartía a partes iguales entre comerciantes y fabricantes, mientras el otro 10% lo integraban propietarios de talleres, trabajadores y militares 45. Así, en la provincia de Gerona 23 de los primeros 50 contribuyentes por la propiedad territorial simpati­zaban con el carlismo, como lo hacían seis de los diez primeros 46.
Pese a los cambios de la ideología dominante en los pueblos, a lo largo de las cuatro décadas que separan la tercera guerra de la iniciada en 1833 se ritualizó la fi­delidad dinástica y alrededor del 80% de los cabecillas de la última habían partici­pado en las dos anteriores y continuaban reclutando a sus hombres en la comarca de origen valiéndose de su prestancia social y estructuraban la partida basándose en fidelidades personales 47. La fidelidad de transmisión familiar obedecía unas veces al arraigo de los sentimientos ideológicos, pero en otras ocasiones pesaba también la promoción social conseguida combatiendo en las filas carlistas como ha puesto de relieve Toledano con diversos ejemplos 48. «Entre 1870 y 1872» el partido «experi­mentó un proceso de modernización de sus estructuras internas» a través de «los centros de vida social del partido, los comités de notables creados para la lucha elec­toral y una formidable actividad propagandística». Estas actuaciones, junto al de­clive de los moderados isabelinos, permitieron una notable emergencia del carlismo con una doble estructura de mando, las juntas militares clandestinas, responsables de los trabajos conspiratorios, y las juntas electorales presentadas como católico-monárquicas. En Cataluña llegaron a constituirse 137 juntas locales legales 49. El di­namismo público, insólito hasta aquel momento, posibilitó, por ejemplo, la constitución de la de Xerta, una localidad de la Ribera de Ebro, el 27 de marzo de 1870 ante «una concurrencia numerosísima compuesta en su gran parte de humildes hijos del pueblo», según un periódico afín 50. Por la misma época, Josep Maria Fauró atribuía la elección de Luis M. de Llauder como diputado a cortes por Vic «al labo­rioso jornalero, al honrado artista, a las clases productoras, al rico comerciante, al opulento banquero y al aristócrata» 51, es decir con votos procedentes de todos los sectores sociales, lo cual es obvio desde el momento en que la substitución del sufra­gio censatario por el universal masculino exigía la necesidad de obtener un amplio apoyo en las urnas.

El afán de mantener la fidelidad de los sectores más desfavorecidos de la sociedad, fruto de la necesidad generada por el sufragio universal o de la sensibilidad populista, se reflejó en la creación de círculos que funcionaban como auténticos ateneos, donde se ofrecía desde clases nocturnas o conferencias hasta servicios sociales, que com­partían el uso de la sede con lucidos bailes de sociedad 52. Como ha señalado con acierto Toledano, aquellos años «el carlismo baja de la montaña al llano» 53, o dicho con otras palabras se transforma de movimiento con profundas dependencias rurales en un partido urbano. En las elecciones generales de abril de 1872, según denunciaba un periódico monárquico en polémica postelectoral, en Reus el candidato republicano recibió los votos de 803 carlistas 54. Fruto del nuevo empuje participaron con éxito en los comicios municipales, provinciales y generales. En 1871, por ejemplo, obtu­vieron 13 escaños a cortes 55. El estudio detallado de las elecciones municipales y provinciales, que revelaría a la par su auténtica incidencia social y su capacidad para ejercer el caciquismo, puede deparar sorpresas. Así en las provinciales de febrero de 1871, en el distrito de la Selva del Camp, arrasó el carlista Pere Anton Mestres, que ob­tuvo 786 votos frente a los 359 del que quedó en segundo lugar 56.
Con el sexenio fructificó una activa campaña propagandística con el uso joyas y emblemas alusivos de forma directa o en clave a la fidelidad carlista, como la ex­hibición de dijes, medallas o pendientes en forma de margarita, de metal más o menos noble, en homenaje a la esposa de Carlos VII 57, en los salones urbanos o en espacios de sociabilidad pública compartida, como los paseos. La experiencia cul­minó durante la restauración, con un amplio abanico de ofertas que contemplaba desde cajas de cerillas con dibujos o leyendas propagandísticas o exaltatorias a fo­tografías de miembros de la familia real proscrita pasando por licores como el Flor de Lis o postales y sellos de correo 58. Superado el trauma de la nueva derrota bélica y gracias a la exitosa campaña de propaganda, el carlismo entró bajo la restauración con renovado ánimo en el proceso de reestructuración modernizadora. La remozada organización dio paso al «carlismo nuevo» como puso en evidencia Jordi Canal, aunque la modernización resultaba compatible con la subsistencia de los más ran­cios resabios atávicos. Así en 1898, un militante de Mieres justificaba su viaje a Vene­cia por el deseo de «ver y admirar a las Augustas personas a quienes he dedicado y dedico en absoluto mi vida» 59. Latría y no ideología.
Al describir una población de segundo o tercer orden, con fuente empuje económico, Palafrugell, en el Empordà, hacia 1880, Josep Pla trazaba una radiografía de sus habitantes que dividía ideológicamente en «derechas e izquierdas», para pun­tualizar inmediatamente, con más simpatía que acidez: «las derechas eran los señores, los propietarios, especialmente los grandes propietarios. Eran gente de gran carácter, capaces de una pasión intensa, dominados por el espíritu de profundo pa­ternalismo, que en ocasiones caracteriza los hereus-escampa [manirrotos] atolon­drados, buenas personas por vanidad y presunción. Casi todos ellos eran tradicionalistas, ¡carlistas! !Que sorprendente y admirable locura la de los viejos carlistas! Su frase era esta: Así lo hemos encontrado, así lo dejaremos (....). Casi todos estos señores payeses han muerto arruinados y sus grandes bosques han sido devastados, saqueados o incendiados. Se han arruinado por una idea, por hacer honor a un nombre, por una mujer o pleiteando con una pasión ciega un derecho de paso, un árbol, un metro de tierra» 60.
La restauración, consolidó un renovado esquema organizativo del carlismo a través de los Círculos Tradicionalistas. El de Cervera, inaugurado en 1891, «era uno de los mayores de la ciudad, reune muchas comodidades, contando con varios sa­lones» 61. En los Círculos la relación de los socios y simpatizantes se articulaba a través del café, que garantizaba una fluida relación cotidiana. A través de ellos y sus servicios, el carlismo del último tercio del siglo XIX se mantuvo como una corriente interclasista. Así, en Valls, al rosario en sufragio de la reina Margarita en 1893, asistieron, codo con codo, tanto «el jornalero, labrador o artesano como el rico pro­pietario o letrado» y en general aglutinaban a «el obrero, el artista, el literato, el ju­risconsulto y el militar» 62. ¿Es cierto este pluralismo social? Los afiliados al Círculo de Olot en la última década parecen confirmarlo. Entre el 13 y 15% eran trabajadores del sector textil y cerca del 10 jornaleros, un porcentaje similar al que representaban los albañiles y los propietarios. En conjunto artesanos, tenderos, jornaleros y traba­jadores se acercaban al 75% de la militancia, lo que confirma una abrumadora ma­yoría de los sectores populares o de la clase media baja 63. Parte del atractivo del carlismo para los más desfavorecidos provenía de las clases gratuitas para los socios y sus familiares y de los servicios asistenciales o de beneficencia 64. Que las escuelas de Valls tuvieran entre 1894 y 1898 entre 50 y 100 alumnos diarios, confirma que los asociados no pertenecían a la burguesía, ni a ningún otro sector adinerado, como campesinos eran todos los de la vecina localidad de la Espluga de Francolí. Si es cierto que en una velada en el de Montblanc asistieron en 1893 un millar de personas

o que otra en Valls, al año siguiente, contó con 1.300, es obvio, aunque se rebajen las cifras, que por una simple cuestión estadística, la inmensa mayoría no formaba parte de las elites 65. El peso del artesanado y de los sectores progresivamente proletariza­dos merecería un estudio detallado, hoy por hoy de difícil realización. Ya en marzo de 1872 el semanario La Federación, portavoz barcelonés de la AIT, definía Olot como «una pequeña ciudad burguesa, pero que no carece de carlistas que se disputan la conciencia de nuestros obreros» 66.
Aunque no abunden, tampoco sería excepcional el caso del acaudalado fabri­cante textil José Oriol Canals, nacido en Reus en 1850, seguidor de Nocedal, que impulsó y patrocinó periódicos integristas en Barcelona, donde residía, y en su ciu­dad natal, fundó entidades benéficas como Caridad Cristiana y promocionó otras de carácter más ambiguo como el Centro de Defensa Social que desde la capital cata­lana se expandió por diversas ciudades españolas 67. El carlismo devino abrumador en los medios eclesiásticos. El obispo de Urgell Casañas afirmaba en 1882, «aquí, del primero al último de los sacerdotes, todos son tradicionalistas», situación com­prensible si se recuerda que uno de sus predecesores en el solio, Simó de Guardiola, que lo ocupó los años de la primera guerra, «ni siquiera ordenaba los hijos de los li­berales» 68. Sabido esto resulta lógico el peso de las romerías en el activismo carlista. En la primera estrictamente catalana, celebrada en mayo de 1878, a la cueva de San Ignacio, en Manresa, asistieron más de 5.000 personas 69. Fruto del esfuerzo reno­vador, en 1896 contaban con 484 juntas locales, lo que equivale a una quinta parte del total, 250 en la provincia de Barcelona, 132 en la de Tarragona, 58 en la de Lérida y 44 en la de Gerona 70, cifras que insinuan una distribución relativamente equili­brada por todo el territorio y confirman su progresiva implantación urbana. En 1892 se contabilizaban 43 centros, lo que constata una presencia estable y con capacidad de influencia, parte de ellos en los viejos feudos del carlismo (Berga, Tortosa, Ullde­cona...), pero otra nada despreciable en ciudades de clara raigambre liberal (Barcelona, Igualada, Reus...), en las que poco a poco ocupaba espacios hasta aquel momento ignorados 71. Esta presencia le permitió plantearse sin complejos la par­ticipación en la vida política del nuevo siglo. Lamentablemente no disponemos de información detallada similar para el primer cuarto del siglo XX.
Claudi Ametlla, lúcido comentarista nacido en 1883, al rememorar sus años ado­lescentes en la Conca de Barberà, recordaba que en los pueblos la mayoría era re­publicana o carlista; los últimos «se agrupaban alrededor de los curas»; «eran la gente de derecha, la mayoría sin demasiadas preocupaciones legitimistas». Entre ellos se distinguían dos grupos, los que organizaban su vida en torno de la iglesia y sus celebraciones, a quiénes la gente llamaba despectivamente «los perros del rector (...), hombres pacíficos de una religiosidad simple» y otros «huraños, cazadores y amigos de remover las armas», que se volcaron en apoyo de Primo de Rivera y de las autoridades del Bienio Negro. En los pueblos, concluye, «el carlismo era cosa de po­bres» 72.
Sus grupos de choque, bien armados, con la persistente añoranza del levan­tamiento, participaron en la defensa de diversos edificios religiosos durante la Se­mana Trágica barcelonesa de 1909 73. En 1912, La Trinchera, que se presentaba como «jaimista, obrerista y democrática» afirmaba que en Barcelona «nuestros centros de barrio son eminentemente obreros» y que en todos se veía «la personificación del proletariado, el predominio de la democracia, esos rostros definidos por el sufri­miento del trabajo»; los primeros años de la década de 1910 un tercio de la militan­cia en la capital catalana, entre 3.500 y 5.000, eran obreros, una más que destacada presencia que se explica en buena medida por la procedencia rural de parte de ellos 74. Los más radicalizados y a la par minoritarios, podían sostener «que en las luchas entre el capital y el trabajo, éste tiene razón en la mayoría de los casos» 75. En 1913, en palabras del activo propagandista Joan Oller, no bastaba con «encender los ánimos»; urgía llegar a «los elementos indiferentes y granjearse la simpatía del enemigo», en una encubierta llamada a captar simpatizantes lerrouxistas. En aras a este objetivo en 1907 se fundaron en barrios obreros de la periferia barcelonesa ocho centros, aprovechando el empuje derivado de la euforia solidaria. Fuentes del par­tido aseguraban contar con unos 15.000 afiliados en 1907 76.
Parte de los grupos de estructura paramilitar organizados para el combate par­ticiparon en octubre de 1919, en respuesta al anarquizante Sindicato Único, en la fundación de los Sindicatos Libres, donde se responsabilizaron de los actos de acción directa. Los Libres, que ponían de manifiesto la continuidad del arraigo militante popular, se fundaron en el Ateneo Obrero Legitimista. Entre otros presidió el acto Miquel Junyent y miembros de la cúpula catalana se trasladaron a París para visitar a don Jaime, a quién nombraron miembro honorario del sindicato 77. Pese al pro­tagonismo fundacional, quedaron muy pronto en minoría en la dirección de los Li­bres 78. La proclamación de la segunda república revitalizó el partido al incorporarse a sus huestes múltiples tránsfugas del alfonsismo, aunque los resultados de las elec­ciones constituyentes no les otorgaron ningún diputado. En 1934 contaba con 11 cír­culos en Barcelona y otros 22 en el resto de su provincia así como con 36 delega­ciones; 11 círculos y 45 delegaciones en la de Lérida y 9 círculos y 57 delegaciones en la de Tarragona 79. Sin datos generales, la militancia tortosina la integraban en 1931 un 36,39% de artesanos y pequeños industriales, un 17 de empleados, un 10,45 de profesionales liberales, un 10,20 de trabajadores agrícolas y un 9 de propietarios e industriales 80.

La pluralidad social y la coexistencia de sectores populares y representantes en­copetados de la élite es lo que subsiste en la memoria del cartelista Carles Fontserè, de familia militante, para quién, pese a su pérdida de influencia, el carlismo, en los albores republicanos, «continuaba teniendo unos adeptos que por la fidelidad a unos ideales, alimentados por una tradición bélica de tres legendarias guerras civiles y di­versos levantamientos armados, representaban en potencia una fuerza de defensa de la religión y la monarquía»; en el círculo barcelonés de la calle de la Portaferrissa convivían «menestrales y obreros (...), estudiantes y recién licenciados (...), ofici­nistas y capellanes de edad madura» con «prohombres del partido, en su mayoría abogados y comerciantes», a los que se sumaron los «nuevos carlistas, personas ele­gantes de clase alta, muchos de los cuales tenían títulos nobiliarios catalanes de los más rancios» y sus hijos, forzados a codearse con «pistoleros conocidos que habían formado parte de los sindicatos libres», dispuestos en todo momento a actuar como esquiroles para romper huelgas o como fuerza de choque en defensa de estable­cimientos religiosos o industriales 81. Con el vigor renovado, el 2 de junio de 1935 el Aplec de Poblet congregó más de 30.000 simpatizantes, que acudieron a bordo de «cuatrocientos autocares, decenas de coches particulares» y «trenes especiales»; la mayoría, los que utilizaron los servicios ferroviarios, llegó al monasterio «en com­pactos grupos a pie y en carros de labranza» 82.
En 1936, a diferencia del resto de la derecha española en Cataluña, «tenían bas­tantes centros, un periódico y muchos medios económicos. Lo dirigían hombres con experiencia y arraigo social, aunque con una cabeza demasiado numerosa en la que quizá todos no estaban à la page». Uno de los dirigentes, el canónigo Montegut, los definía como «una manada de leones dirigidos por borregos» 83. Fue «la organización más numerosa de la ultraderecha en el periodo republicano» y sus responsables afirmaban contar como fuerza de choque en 1936 con 16.000 hombres integrados en 20 tercios, aunque cabe dudar de esta cifra, ya que el 19 de julio de 1936 no al­canzaron a 500 los que se presentaron a los cuarteles de Barcelona 84. Entre ellos figuraban «personas de viejo arraigo en las luchas políticas de Barcelona, donde de­fendieron el sentimiento español ante los extravíos del catalanismo» 85. Según con­fesión de uno de sus miembros, el requeté de Reus lo integraban «pocos menos de ochenta», todos dispuestos a sumarse al pronunciamiento 86.
La victoria junto a sus diversos aliados en 1939, la primera en su larga historia in­surreccional, comportó de manera paradójica su muerte pública fagocitado en el partido único, lo que obligó a los carlistas a escoger entre la sumisión y la disiden­cia. En los primeros momentos de la ocupación, reabrieron en Barcelona 12 de los antiguos círculos, que la autoridad militar clausuró de manera inmediata 87. Una vez clausurados, quienes quisieron mantener la identidad de la Tradición se refugiaron en cafés, centros parroquiales o domicilios particulares aunque en general, la policía, puntualmente informada de estas actividades, «hacía la vista gorda»; con el paso del tiempo crearon entidades pantalla, en substitución de los viejos círculos, cuyas actividades pretendían emular 88. Fruto de todo ello, «el carlismo conservó una masa social y una presencia política notable, pero en gran medida divorciada del partido único» 89. Más que de una militancia estructurada se trataba de una fidelidad iden­titaria, más sentimental que ideológica lo que no impidió una progresiva frag­mentación, en parte auspiciada por las autoridades, entre los seguidores del autoproclamado Carlos VIII, el núcleo de seguidores de Mauricio de Sivatte y su Re­gencia de Estella que denunciaba la pasividad del regente Javier, los que revitalizaron el partido desde posturas de populismo izquierdista a la zaga de Carlos Hugo o los más fieles al régimen encuadrados en la Hermandad del Maestrazgo, sin olvidar los identificados con el mal disimulado fascismo de Sixto Enrique. El resultado final fue elocuente: 5.154 votos en las elecciones de 1979, las primeras a las que pudo acudir legalmente. El veredicto de las urnas y las renovadas fricciones internas le condenaron a las catacumbas ideológicas y a los limbos políticos, aunque consigu­iera mantener viva sino la militancia, sí el potencial nexo de unión sentimental entre los viejos militantes e incluso sus descendientes.


ii. el carlismo y catalanismo
La controversia sobre la pretendida foralidad del carlismo catalán es antigua y a menudo, en los últimos tiempos, se ha convertido en el eje de un debate más perio­dístico que historiográfico 90. Hoy en día solo desde la ingenuidad o la ignorancia se puede afirmar que «el carlismo inspiró, impulsó y consolidó el catalanismo político»91.
Nada permite creer en la existencia de un protocatalanismo, ni tan siquiera retórico, en los exiguos textos teóricos de los Malcontents atentos solo a reivindicar sus agravios personales y a denunciar las desviaciones reales o supuestas de las for­mas de gobierno más tradicionales del absolutismo borbónico. En ninguno de ellos aparece el más elemental indicio de voluntad reivindicativa de las libertades aboli­das por Felipe V con el decreto de Nueva Planta, pese a que ya habían sido cantadas con entusiasmo por los liberales durante el Trienio 92. O quizá el precedente liberal contribuía a distanciar a los absolutistas de su reivindicación. El manifiesto de la Junta de Manresa de 31 de agosto de 1827, por ejemplo, se limitaba a exigir la con­servación de las «leyes fundamentales de España», así como mantener «las leyes fundamentales del Reyno» era la reclamación planteada en septiembre a los Volun­tarios Realistas de la misma ciudad 93. Ambas reivindicaciones, por más ejercicios malabares con el léxico que se ejecuten, sólo translucen un planteamiento centra­lista y absolutista, ya que el único ordenamiento susceptible entonces de ser modi­ficado, y que por lo mismo tenía sentido defender, era el que había comportado la pérdida de las libertades territoriales, al restablecimiento de las cuales no se hacía la más mínima alusión. Inquietudes similares deben otorgarse a los dirigentes de la primera guerra carlista. No aparece ninguna propuesta de autogobierno o de resti­tución foral ni en los documentos, proclamas o acuerdos de la Junta de Berga, su máximo órgano de dirección política integrado exclusivamente por catalanes, ni en los artículos de fondo ni en los textos más literarios de sus dos periódicos, El Joven Observador o El Restaurador Catalán 94. Ni siquiera puede documentarse una sola lamentación elegíaca, similar a las que formulaban en aquel tiempo los liberales en todo tipo de textos propagandísticos.

La lógica más elemental explica la ausencia de formulaciones reivindicativas en los textos oficiales y en los de los publicistas que les apoyaban. Plantear la devolu­ción de los derechos políticos abolidos por Felipe V con la Nueva Planta exigía de manera inexcusable la condena de la actuación de su promulgador, una crítica im­posible de asumir por quiénes le llenaban de epítetos laudatorios y que de los elo­gios y defensa de sus decisiones jurídicas hacían el eje indiscutido de los derechos de don Carlos al trono español. Pese a ello, el influyente y en general bien infor­mado periodista Juan Mañé y Flaquer afirmaba tener conocimiento cierto de una ini­ciativa de la Junta de Berga para solicitar «a don Carlos el restablecimiento en Cataluña de sus fueros y libertades». Nada avala esta información, que ningún exegeta carlista ha documentado, ni tan solo reivindicado. Tampoco puede otorgarse un sentido prenacionalista a la afirmación, en realidad acusación formulada por A.
J. de Serradilla, el fiscal del proceso impulsado por Cabrera contra los responsables del asesinato del conde de España, que parte de la Junta de Berga conspiraba para «que el Principado se proclamase independiente» 95, ya que en realidad les hacía responsables, al margen del crédito que merezcan sus palabras, de maniobrar con los liberales para sustraerse del poder de don Carlos. Idénticas dudas provoca la infor­mación aparecida en el diario madrileño El Corresponsal, impulsado por Buenaven­tura Carlos Aribau, de que un grupo de cabecillas desengañados con Carlos V y refugiados en Francia pretendían levantarse de nuevo «en favor de lo que ellos lla­man independencia de Cataluña» 96.
Las propuestas de proclamas redactadas por el agitador progresista Tomàs Bertran y Soler en 1848, durante la guerra de los Matiners, en nombre de la ino­perante y fantasmagórica Diputación General de Cataluña por él fundada, han in­ducido a presentar el carlismo como un movimiento pionero en la sensibilidad cata­lanista, cuando lo único cierto es que, de los documentos publicados por Camps y Giró, se deduce todo lo contrario. Los catalanes, según Bertran, estaban «despoja­dos de nuestros más sagrados derechos» por lo que todos los partidos debían unirse para conseguir «el restablecimiento de nuestros fueros», al ser la reivindicación que «más puede alagar a los catalanes». La respuesta del interlocutor carlista, Manuel de Cubells, hermano del conde de Negri, no deja lugar a dudas. Solo cabía el rechazo a la propuesta ya que, de acuerdo con sus palabras, «los fueros o privilegios están en oposición con las constituciones representativas» al lesionar «a las otras provincias, cuyos intereses se perjudican conocidamente» 97. No me interesa aquí discutir el acierto o no de la valoración de Cubells sobre «los fueros» en un régimen constitu­cional, y menos su autoridad en el tema, sino resaltar que la propuesta catalanista no fue formulada por los carlistas y que estos lo único que hicieron fue repudiarla.
Solo con el Sexenio aparecen textos de factura carlista con explícita voluntad de reivindicación catalana. De forma todavía ambigua el candidato a cortes por Gerona en 1869, el dominico ampurdanés Joan Planas incluyó en su programa «la defensa de la monarquía y de los fueros» 98, aunque no precisara a que aspectos forales ceñía su reivindicación. El mismo año, en evidente réplica a los federales, Luis Maria de Llauder, el máximo responsable político en Cataluña, preconizaba la recuperación de los «fueros en la parte que sea compatible con la época moderna», no en vano «este es el único sistema federativo posible en España» 99, mientras destacados pu­blicistas vinculados al partido intentaban difundir las grandezas y heroicidades pretéritas como antes lo habían hecho los liberales. Es el caso de Narcís Blanch con su libro Fueros de Cataluña (1870) o el del canónigo Mateu Bruguera con los dos volúmenes de la Historia del memorable sitio y bloqueo de Barcelona y heroica defensa de los fueros y privilegios de Cataluña en 1713-1714 (1871) 100. El cambio de sensibilidad lo refleja, de manera mucho más explícita, el combativo panfleto anónimo de 1872 Los catalans y sos furs, publicado en Barcelona. El folleto, todo él escrito en un tono agresivo, contiene la apología de la lengua catalana, radicales muestras de odio a Castilla como opresora y expoliadora, el canto de las gestas medievales catalanas, la reivindicación de las libertades suprimidas, el orgullo de ser español y un militante catolicismo todo ello unido a propuestas de federalismo corporativista 101. Por el mismo tiempo «Fueros catalanes» figuraba en la lista de los principios defendidos por el periódico El Rayo, publicado en Gerona entre 1871 y 1872 según se leía en el subtítulo 102.

En julio de 1872 el pretendiente Carlos VII se comprometió en un manifiesto a restablecer, entre otras, las libertades catalanas, promesa a la que otorgaba un valor taumatúrgico; bien pronto sus palabras se mostraron vanas. La promesa real aspiraba a incrementar las bases del carlismo, a limitar la incidencia de las propuestas federales de los republicanos que se sabía contaban con una notable simpatía y a sintonizar con las aspiraciones de amplios sectores populares no adscritos nece­sariamente a ningún partido. La buena aceptación de la promesa por los comba­tientes se refleja en la incorporación inmediata de la referencia a los fueros en los vivas rituales a dios, la patria y el rey cuando ocupaban una localidad103. La inicia­tiva de la promesa debe atribuirse a los dirigentes catalanes que supieron seducir a Carlos pese a las larvadas reticencias de sus consejeros áulicos 104. Ya en su momento, Pere Aldavert comentó socarronamente el pretendido espíritu foralista de Carlos
VII: «nos daba los fueros, nos hacía ser soldados, y no me acuerdo de si también le teníamos que llevar el chocolate a la cama cada mañana» 105, lo que no le impedía re­conocer que al conocerse la promesa se afiliaron «buena parte de catalanes al par­tido carlista, seducidos por el manifiesto que hizo tanto ruido» 106.
El pretendiente, a la hora de la verdad, dio largas al cumplimiento del compro­miso de restauración de los derechos abolidos por Felipe V y su única plasmación efectiva fue la creación, en 1874, de un organismo para solventar los problemas económicos suscitados por el conflicto bélico 107. Era de nuevo el resultado de di­versas iniciativas catalanas que tuvieron que sortear todo tipo de reticencias y obstáculos en la corte legitimista. Contaron con una cierta complicidad inicial del infante Alfonso, entonces capitán general del Principado, que por otro lado no se es­taba de advertir ladinamente a su hermano, en la correspondencia reservada, que a los catalanes «cuanto menos les concedas, más contento te hallarás» 108. Para evi­denciar de manera rápida las limitaciones del organismo carlista frente al histórico que pretendía recuperar, la Generalitat, basta recordar su diferente origen. Mientras la medieval era el equivalente a una diputación permanente de las cortes y, por tanto, con todas las salvedades que se quieran señalar, de origen y función representativos, la nueva era formada exclusivamente por miembros de designación real, sin la menor participación ni tan siquiera de los responsables del partido. Es decir que un orga­nismo surgido del poder legislativo, al que substituía interinamente, se convertía en un elemento más del ejecutivo.
El artículo 2º del decreto de creación era especialmente revelador de que el mo­delo imitado era más próximo al de la Real Audiencia borbónica que a la Diputació del General o Generalitat medieval: «la presidencia de la Diputación recaerá siem­pre en el general que desempeñe el mando superior militar de Cataluña». En el error de interpretar la nueva diputación como organismo foral en un paso previo al restablecimiento de las antiguas libertades, no cayó ningún coetáneo. Sólo apolo­gistas tardíos pueden sustentar, anacronismos conceptuales al margen, que «en el caso catalán su funcionamiento se interpretó como un acto de autogobierno» 109. El canónigo Salvador Bové, nada suspecto de liberalismo exaltado le dedicó largas ironías: «el nombre que le dio el Pretendiente de Diputación de guerra nos parece re­velar alguna cosa sobre el espíritu de bastardía de que (...) habría estado empaltada la Generalitat carlista» 110. Él mismo recuerda que se comentaba «que la Diputación carlista se parece tanto a la catalana como un huevo a una castaña» 111 y testifica que, incluso según las fuentes carlistas de la época, en ella «nadie supo ver otra cosa que un carácter puramente administrativo, pero nada de autonomía política» 112. En efecto, en la valoración de un carlista reconvertido al integrismo, constituía una es­tricta «ficción legal con mejor buena fe que feliz resultado» 113.
Pese a poder rastrear algunas, pocas, muestras de sentimiento catalanista o de catalanidad en la prensa carlista de la restauración no fue hasta finales de siglo, cuando, con la incorporación de jóvenes y belicosos publicistas como Joan Bardina y Manuel Roger de Llúria, se planteó de forma contundente desde alguno de sus periódicos la solidaridad o el impulso de las reivindicaciones nacionalistas. Para Bar­dina, en uno de sus primeros artículos de 1897, el catalanismo era erróneo y perni­cioso como doctrina política y además absurdo por existir ya un partido, el carlista, que tenía la palabra fueros en su lema 114. Al año siguiente Bardina empezó a cola­borar en el semanario satírico Lo Mestre Titas, una muestra excepcional y por lo mismo marginada de regionalismo carlista, desde donde se sumó a la campaña ini­ciada por Roger de Llúria, quien había llegado a afirmar que el carlismo llevaba ya con «la bandera regionalista sesenta años desplegada» 115. Mucho menos radical el pretendiente, recordaba en una carta abierta al general J. B. Moore, fechada en Vene­cia el 8 de noviembre de 1899, que desde hacía treinta años, desde la carta a su her­mano del 30 de junio de 1869, defendía el restablecimiento de la situación foral para todas las provincias españolas, fruto de su «amor a la descentralización», que com­portaba «el respeto de las legislaciones particulares en lo que tienen de privativas y el pase foral, que es el escudo de estas libertades tradicionales», para concluir que «no se puede ser buen catalán sin ser buen español, y en las presentes circunstan­cias un buen español es, necesariamente, defensor de las tradicionales libertades de los pueblos que forman la Patria común» 116.

En 1899, Bardina afirmaba de modo tajante, en polémica con La Nació Catalana, portavoz de un sector del catalanismo radical, que «el día en que Carlos VII se de­clarase centralista, el día en que se borrase del programa carlista las hermosas pa­labras autonomía y libertad, el día en que para ser carlista se tuviese que renunciar a la libertad de la Patria» él, como la mayoría de militantes, abandonaría el partido 117. A la hora de la verdad lo abandonó casi en solitario, no sin antes publicar dos in­teresantes folletos. En Catalunya autónoma (que obtuvo un notable éxito con sendas ediciones en 1899 y 1900), publicado sin firma alguna, resumía de forma arbitraria la doctrina del partido sobre la cuestión autonómica, «1er. El Estado español es una confederación indisoluble», donde era «imposible el separatismo. 2o. Las regiones son verdaderas personas jurídicas», para insistir, muy en la linea de la Unió Cata­lanista, «Cataluña, y no España, es la Patria y Nación de los catalanes» 118. Como or­ganismos autónomos de gobierno proponía unas cortes elegidas por los «caps de casa» [cabezas de familia] agrupados por gremios, que detentarían el poder legisla­tivo y se reunirían anualmente «en lugar distinto», un «Ministerio (o Diputación, como se decía antes)» y un tribunal supremo, todos integrados por naturales o na­turalizados, con «la lengua catalana, única oficial en Cataluña» 119. Las coincidencias en numerosos puntos con las Bases de Manresa son evidentes 120. En un segundo opúsculo, Catalunya y els carlins (dos ediciones en 1900), firmado ya con su nombre, recogía algunos de los artículos más combativos aparecidos en Lo Mestre Titas, en los meses anteriores 121. Como era de prever, ambos folletos fueron repudiados por el carlismo ortodoxo, ya que en su percepción, recordaba Melchor Ferrer, «era el cata­lanismo el que venía a debilitar al carlismo», como demostraba de forma feaciente Catalunya autónoma 122.
Su compañero en la campaña catalanizadora M. Roger de Llúria publicó un libro de polémica directa, estilo dicharachero y título intraducible L’as de bastos. Jaco, tacó, tunda o filípica al follet Peligro Nacional escrit a mijenca de bon pajés per D. Joseph Mar-tos O’Neale y D. J. Amado y Reygondaud, publicado en Lérida en 1901. Las tesis de
pere anguera
Roger de Llúria quedan resumidas en las primeras páginas: «españoles, sí; esclavos, de nadie. Autónomos dentro de España, este es nuestro catecismo, el de la Unió, el de las bases de Manresa, el que Dios manda, el que nosotros queremos» 123. Excepcional es también la primera, y por muchos años única, apologia de la celebración del 11 de Septiembre aparecida en 1904. Un militante gerundense anónimo, que se escondía tras el pseudónimo Apes, incitaba a seguir el ejemplo de Vázquez de Mella quién pro­ponía imitar a los condes de Barcelona. Las palabras de Vázquez de Mella contenían «el círculo de nuestros deberes y el secreto que nos tiene que enseñar a redimir a nuestra esclavizada Cataluña». Muchos pueblos se habían malogrado al copiar formas extranjeras, pero no era este el caso de Cataluña que no tenía ninguna responsabili­dad en la pérdida de sus libertades defendidas hasta la muerte y abolidas por «las iras de Felipe V», que le dejaron sometida a «leyes tiránicas (...) hasta haberle querido arrancar el carácter de nuestra raza» y con ella la lengua. Convenía imitar a los an­tepasados «defendiendo siempre hasta morir las libertades de la patria misma porque un pueblo que no tiene libertades es esclavo y un pueblo esclavo no tiene patria» 124.
Estas manifiestacions constituyen, en resumen, una muestra de combativa retórica de jóvenes heterodoxos que ningún político carlista intentó transformar en una actuación rigurosa, aunque hay quién afirma que «a fines de 1899» dos delega­dos del carlismo catalán visitaron a Carlos VII en Venecia «para entregarle un proyecto de leyes reintegrando la personalidad política de Cataluña» 125. Proyecto y viaje del que nadie aporta noticias concretas. No puede pues sorprender que la di­rección sostuviera en 1905, parafraseando el título del conocido opúsculo integrista de Sardà Salvany que «el catalanismo es pecado». Según un catalanista radical «así lo afirmaba una proclama firmada por los carlistas, que ha circulado con profusión por el distrito de Vich, con el fin de proporcionar votos al contrincante de [Albert] Rusiñol [el candidato regionalista], el caciquista Huelín. Es lo que nos quedaba por ver: que los súbditos de Carlos Chapa enganchasen la religión al carro del caciquismo cunero de un forastero» 126. No se trata de una actuación excepcional. En el mismo año con motivo de la conmemoración del 11 de Septiembre, el gobernador civil de Barcelona mandó arriar las banderas catalanas de los balcones de las sociedades catalanista, lo que provocó un notable revuelo en la prensa. Ante la polémica, el portavoz carlista mostró su apoyó a la actitud represora, así pues para los catalanistas «El Correo Catalán [actuó] como buen súbdito de Carlos VII, sujeto descendiente del verdugo Felipe V, y por lógica consecuencia enemigo de Cataluña» 127.
Su incorporación, bajo la dirección del duque de Solferino, a la Solidaridad Ca­talana, el movimiento impulsado en 1906 para combatir la ley de jurisdicciones, se encuentra en la estela de los discursos pronunciados por Vázquez de Mella en el congreso contra la ley y, en realidad, su adhesión se debe mucho más al temor de las persecuciones que podía generar al partido y en especial a sus publicistas su aplica­ción, que a un incierto sentimiento regionalista. Melchor Ferrer justificaba sin ta­pujos la alianza con los republicanos, que contó con la oposición de dirigentes catalanes, por compartir la lucha «contra un enemigo común, el régimen; y contra una amenaza, la ley que podría ser aplicada arbitrariamente» 128. Como decía un po­lítico conservador en activo, carlistas y republicanos se aliaron «para llevar el agua a su molino» 129. Las reticencias a la gran alianza electoral para batir a los partidos turnantes alfonsinos y al radical, anunciaban el rechazo, con Dalmacio Iglesias al frente, al proyecto de autonomía integral de 1918, que contaba con un amplio con­senso en toda Cataluña 130. El etéreo regionalismo carlista chocaba, cada vez más, con el emergente nacionalismo que iba calando en la sociedad catalana. La reticen­cia, incluso la animadversión, a los postulados autonomistas durante la década de 1920, derivó en parte de la creciente animosidad en numerosos militantes contra la Lliga Regionalista, su oponente directo en la oferta electoral, a cuyos seguidores til­daban de «cerdos separatistas» 131. Vista la situación no sorprende la tardía incorpo­ración del carlismo, lo hizo por primera vez en 1916, a las rituales ofrendas florales al monumento a Rafael Casanova el 11 de Septiembre.

Con estos precedentes, y las actuaciones posteriores, resulta difícil otorgar ex­cesiva credibilidad a la propuesta de estatuto para Cataluña que el partido elaboró en 1930. El proyecto partía de la premisa, «los pueblos que constituyen la actual Es­paña se federan libremente» y proclamaba que «han de pertenecer a Cataluña y los catalanes todas las facultades y derechos que no se deleguen en el poder confe­deral», preconizaba el reconocimiento de todas las libertades clásicas, incluída la de religión, reconocía la separación de la iglesia y el estado, declaraba «la lengua oficial en Cataluña será la catalana» y otorgaba el poder a «la Generalidad o Cortes catalanas», que nombrarían «los Secretarios o Ministros». Las cortes se elegirían por una doble vía, por «sufragio universal orgánico» y por los municipios a través de las comarcas. El borrador estatutario contemplaba prohibir la presentación de re­cursos judiciales fuera de Cataluña, convertía el servicio militar en voluntario y de­cretaba que los diputados a «las Cortes confederales, no podrán representar ante ellas a ningún partido ni fracción política, ni otros intereses que los de Cataluña»132. Cabe señalar que contiene la primera propuesta de recuperar el nombre medieval de Ge-neralitat, como sinónimo de Diputació del General, el equivalente a una comisión permanente de las cortes, para designar el futuro gobierno autónomo. Al parecer, el proyecto fue presentado por el jurista Francesc Maspons Anglasell ante la Sociedad de Naciones, en la comisión de pequeñas nacionalidades 133.
Al producirse el debate autonómico en 1931, ante la redacción y el plebiscito del denominado Estatuto de Núria, la mayoría de los dirigentes catalanes se mostraron partidarios de su rechazo, ya que como hacía el semanario Reacción lo consideraban un texto laicista, aunque otros como el jefe provincial de Tarragona Tomàs Caylà, promovieran tesis claramente autonomistas. Pese a las pugnas internas, el jefe re­gional, Miquel Junyent, acabó imponiendo el voto favorable en el referéndum de agosto de 1931, sin dejar de criticar parte del articulado 134. La postura es tanto más sorprendente cuando algunas de sus propuestas de 1930 comportaban una notable modificación de las relaciones de Cataluña con el estado y se situaban mucho más cerca del Estatut de Núria que del finalmente aprobado por las cortes. En mayo de 1932, Reacción calificaba de absurdo y ridículo, en una muy poco coherente lectura antiespañolista aderezada con tintes racistas, que la autonomía se recuperase con «los votos de una masa obrera en su mayoría no catalana», mientras acusaba a Macià de estar a sueldo de Madrid 135. A consecuencia de la opisición al estatuto de los di­putados carlistas constituyentes (ninguno era catalán), en 1931 una parte significa­tiva de militantes destacados se dio de baja del partido para incorporarse a los impulsores de la Unió Democràtica de Catalunya 136.
Ya me he referido al apoyo mayoritario al levantamiento militar de julio de 1936 que entre otros objetivos tenía el de liquidar la autonomía catalana. Vistos estos an­tecedentes inmediatos cuesta conceder excesiva credibilidad a las acusaciones for­muladas por los responsables de la FET de la provincia de Tarragona contra uno de los militantes reusense contrarios a la unificación de mantener «relación con suje­tos de acentuado catalanismo a los que alista al requeté diciendoles que cuando venga el Rey, devolverán las libertades de Cataluña» 137.



Hilaire Multon
Maître de conférences en Histoire contemporaine, RESEA-LARHRA, Directeur-adjoint du Centre culturel français de Turin
Evoquer la culture politique blanche dans la France du XIXe siècle, c’est d’abord évoquer un problème de couleur, une couleur virginale, une couleur immaculée, une couleur qui renvoie à l’opposition bleu/rouge – couleurs de la ville de Paris – et au Blanc, couleur de la Monarchie. Michel Pastoureau a montré combien les cou­leurs charriaient, dans la longue durée, une symbolique politique et culturelle 1. L’in­vention du drapeau tricolore renvoie précisément à la transaction entre le Roi et la Nation en 1789. Dès lors, les 3 couleurs deviennent inséparables et s’ancrent dans la durée comme un symbole national 2. Lorsqu’on parle des « Blancs » après 1815, sous la Restauration, cela renvoie au « parti légitimiste », auquel il faut adjoindre le « vert » du comte d’Artois (Charles X). En 1830, Louis Philippe Ier rétablit les 3 couleurs, s’inscrivant dans la filiation révolutionnaire et dans la continuité de son ancêtre dans la branche Orléans de la famille royale, Philippe Egalité.
En 1848, l’épisode du « drapeau rouge » auquel Lamartine s’oppose avec fermeté et lyrisme au balcon de l’Hôtel de Ville, montre l’ancrage politique et symbolique du tricolore 3. Ce conflit conduit d’ailleurs à des dissensions au sein du camp républi­cain, entre « montagnards » d’une part et députés du « parti de l’ordre ». Après la répression des émeutes parisiennes de juin 1848 par le général Godefroy Cavaignac, le drapeau tricolore, aux yeux d’une large partie des faubourgs populaires incarne la répression. D’une certaine façon, le blanc ne s’identifie pas toujours à un réflexe conservateur. En 1873, la question du « drapeau blanc » revient sur le devant de la scène avec les ambitions du comte de Chambord, héritier de la branche aînée des Bourbons. L’homme de Frohsdorf jure fidélité au drapeau qui a flotté sur son ber­ceau, drapeau de Saint Louis, d’Henri IV et de Louis 4. La fusion des partis orléanis­tes et légitimistes achoppe sur cet élément symbolique le 5 juillet 1871, alors que les droites sont largement majoritaires dans la Chambre élue en février 1871.

En synthèse, on peut affirmer que la culture blanche se caractérise nettement par le refus de 1789 et par le refus de l’idée de nation qui transcenderait le rapport di­rect, d’ordre filial, voire mystique, entre le Roi et ses sujets.
Penser la culture politique blanche dans la France de l’après Révolution, c’est aussi aborder le fait politique comme culture, cela suppose donc un élargissement du prisme politique vers les doctrines, la géographie, la sociologie, c’est tendre vers une histoire sociale et culturelle du politique. Pour les Blancs, il est clair que l’im­pact du fait religieux et du fait catholique est considérable : que l’on pense aux aubes blanches des Enfants de Marie ou des enfants de chœur, aux bannières blanches. Le Blanc est la couleur de l’Eglise même si l’on parle habituellement et de manière paradoxale du « parti noir » 5. La culture politique blanche se situe donc au point d’ar­ticulation entre les croyances et l’axiomatique politique, entre le spirituel et le tem­porel.
Penser la culture politique blanche, c’est enfin évoquer une chronologie – tra­vailler sur la genèse – dans la continuité du travail de René Rémond sur les droites en France qui permet de dresser une typologie des forces politiques à partir du halo révolutionnaire 6. Entre 1815 et 1830, à l’âge de la Restauration, l’ultracisme devient légitimisme et normalise sa relation au nouveau régime, l’univers des Blancs se crée et s’enracine 7. Après la « Terreur blanche » en 1815, notamment dans les villes du midi, les Blancs pénètrent le pouvoir et influencent les choix des gouvernements de la Restauration, notamment sous Villèle. A cette époque, c’est l’Anti-Révolution qui détermine le choix des Blancs 8 ou pour reprendre Jean Starobinsky, c’est la « réac­tion » qui constitue, dans le lexique révolutionnaire, l’univers des Blancs 9. L’his­toire des adversaires de la Révolution nourrit deux historiographies : une historiographie travaillant sur les idées et les racines culturelles de l’hostilité à la Révolution, qui attire l’attention sur les adversaires de l’Aufklarung à la manière d’un Burke 10 et une historiographie anglo-saxonne qui centre son attention sur le « parti royaliste », sur ses relais, sur sa sociologie (W. Frye). Restaurer, ce n’est pas seule­ment revenir au statu quo ante, c’est mobiliser une logique sociale, un regard sur le monde et sur l’individu, c’est aussi investir et mobiliser une mémoire, en l’occu­rrence une contre-mémoire susceptible de s’opposer au «triomphe de la Raison».


i. les cultures politiques blanches : un fait de mémoire
Pour s’interroger sur la place de la mémoire, il importe de distinguer une Mémoire véhiculée par des cadres sociaux (mémoire des lieux, des dates, des anniversaires, des hommes), à la manière de Maurice Halbwachs 11 et la mémoire comme Tradition, tel que l’entend l’historien britannique Eric Hobsbawm lorsqu’il évoque une « fic­tion d’histoire », c’est-à-dire une instrumentalisation du passé pour un usage im­médiat et efficient dans le présent 12. Cette mémoire des Blancs, c’est en effet une mémoire des victimes, des vaincus, la mémoire des oubliés. C’est une mémoire niée au nom de la paix civile, de la fin des discordes et des guerres civiles franco-fran­çaises. C’est la Raison d’Etat, celle d’un Fouché, qui prime sur le sentiment politique et la culture d’appartenance. Cette mémoire sacralisée, du fait du déni de mémoire imposé par le vainqueurs, est un puissant ressort collectif et un élément de mobili­sation politique.
Dans la Vendée de la mémoire, Jean-Clément Martin a bien montré le rôle de cette dimension dans l’acculturation politique 13.
Il insiste d’emblée sur le caractère ténu de la transmission de la mémoire : mi­lieux nobiliaires, aristocratiques (souvenirs familiaux, veillées) ; milieux populai­res, dépendants. Ce caractère d’ordre privé et familial est adossé au culte des morts. Les « tombes de mémoire » et les champs des martyrs revêtent une très grande im­portance, à l’image d’Avrillé (Maine et Loire) et du Mont des Alouettes, dans la Ven­dée du bocage.
Il souligne également la mise à l’écart dans cette culture mémorielle des témoins directs de l’événement. Victimes des violences, des règlements de compte, ceux-ci ont disparu. Sous la Restauration, la mémoire des violences faites aux Vendéens est médiatisée. On y célèbre avec force et vigueur les chefs de l’insurrection, tels Cha­rette ou La Rochejacquelein. C’est donc un culte sélectif, reposant sur des reconsti­tutions et des mythologies très fortes, soutenues par la mémoire orale du peuple des campagnes.
Il souligne enfin la capacité de réinvestissement de la Tradition. Sous le Second Empire, sous la IIIe République – notamment du fait de la force poussée anticléri­cale et de la politique de laïcisation – se constitue à l’Ouest un «bloc mémoriel » et un « bloc identitaire » adossé le plus souvent à l’Eglise et au Château 14.
Ce modèle mémoriel et culturel n’est pas isolé : on le retrouve en Toscane, au­tour du mouvement des Viva Maria ou des Sanfedisti dans la région de Naples15. A bien des égards, ces replis ruraux et ces enclaves politiques se retrouvent dans la Navarre carliste ou dans le Tyrol autrichien, celui que décrit le prêtre Clemens Bren­tano, celui qui est agité par les stigmatisés des années 1820-1830 (Kaltern) 16, celui qui est contrôlé par les agents de Metternich.

D’autres territoires fortement imprégnés par cette mémoire des morts et des martyrs de la Révolution se détachent. Ils sont inséparables de l’inscription politi­que et spatiale des Blancs. Saint Denis, tombeau des Rois de France, profané pen­dant les épisodes de vandalisme révolutionnaire, origine de la nature sacrée et transcendante de la Monarchie 17, mais aussi Lyon – capitale des Gaules victime de la répression anti-fédéraliste 18, Paris, Quiberon et Rochefort (cf. carte 1).
A cet égard, le cas du clergé et des prêtres martyrs est intéressant. La construc­tion de stèles commémoratives – à l’image de celles présentes sur les pontons de Rochefort 19 - s’appuie sur une mémoire et sur les martyrologes constitués à cette occasion. Naît alors une Histoire catholique de la Révolution qui entretient la flamme du Souvenir. Le ressort principal de ce culte est une spiritualité de nature martyriale ou sacrificielle. Le sang versé par les ministres de Dieu est un sang de purification et de régénération aux yeux de ceux qui en décrivent la vie. Cette di­mension régénératrice et rédemptrice du martyr – à l’image de la Passion du Christ
– est inséparable de cette dimension cultuelle et dévotionnelle. Dans l’Ouest, la fi­gure de Louis–Marie Grignion de Montfort s’impose.
Chez certains, ce thème de la Régénération dans la Foi s’appuie sur celui de la sur­vivance du Dauphin 20. L’enfant du temple, Louis XVII, entretient une légende dont Philippe Boutry a dessiné les principaux traits dans son étude sur Martin l’Ar­change 21. Mais de Martin de Gallardon (1783-1834) au baron de Naundorff, les sur­vivants putatifs ne manquent pas qui entretiennent la flamme de cénacles royalistes restreints mais soudés 22. Le retour du « Grand monarque » ou le millénarisme rural à la manière de Lazzaretti, prophète et visionnaire, créateur d’une Eglise dissidente au sommet du Monte Amiata (Toscane) s’inscrivent de même dans les traditions lo­cales, portée par certaines élites et relayée par les cultures orales 23. Désireux de voir l’histoire se construire « à rebours », ces femmes et ces hommes sont très loin de s’inscrire dans la culture officielle et nourrissent une contre-mémoire.


ii la culture politique blanche est aussi un fait de société et de culture
A/ Géographie sociale de la culture politique blanche
Il importe en effet d’en dresser la géographie, voire la sociographie (cartes 2) dans la longue durée, dans une période qui court des lendemains de l’onde de choc révo­lutionnaire aux dernières années du XIXe siècle. A partir de 1879-1880, le régime ré­publicain s’enracine dans la durée. A la suite d’André Siegfried et de son Tableau politique de la France de l’Ouest, il importe de montrer combien une fidélité dynas­tique et une lignée sociale sédimentent des opinions et des choix politiques. Plus que des territoires figées, il s’agit de véritables « blocs mémoriels » façonnés par les épreuves et polis par le temps. Ces régions et territoires marqués par l’empreinte de la culture blanche sont en effet soumis à des fluctuations, à des flux et reflux, par­fois à des effacements graduels, parfois même à des processus d’extinction.
Ces cartes avec l’importance des pourtours de l’hexagone sont en mettre en rela­tion avec celles de la pratique religieuse et celles de Timothy Tackett sur les prêtres as­sermentés et jureurs en 1791. Elles définissent une France catholique, marquée par une forte pratique et une fidélité aux sacrements : pays de Caux, Flandres, Alsace, Lo­rraine, bloc de l’Ouest (de la Bretagne au Poitou)24. Dans ce territoire des haies et des bocages, dans ces terres qui vivent souvent et longtemps au rythme de l’Eglise et du clo­cher, coexistent une culture blanche, souvent rurale, et une culture bleue, souvent ur­baine et bourgeoise, comme l’a montré Michel Lagrée 25. La Vendée blanche des Chouans, dont l’historiographie et la littérature, y compris Balzac, brossent les faits d’arme, celle de Cathelineau, de Charrette, coexiste avec la Vendée bleue et anticléri­cale d’un Georges Clemenceau, fils de médecin, né en 1840 à Mouilleron en Pareds 26.
Dans cette cartographie nécessairement incomplète, faute d’une synthèse ample et de qualité, encore à rédiger, il ne faut pas oublier les terres du Massif Central 27, ces réservoirs de prêtres au XIXe siècle, comme en témoigne un travail de recher­che récent sur les prêtres du diocèse de Paris au XIXe siècle, sous la direction de Philippe Boutry. La Lozère, l’Aveyron, le Gard – pensons au fondateur des Assomp­tionnistes, le père Emmanuel d’Alzon 28 – sont de véritables « châteaux d’eau » clé­ricaux, dans des territoires marqués par une tradition de conflit catholiques-protestants 29. Ces frontières de catholicité nourrissent une culture du repli identitaire et de l’affirmation qui passe par l’engagement familial et par les for­mes de manifestation de la foi.


Dans ce paysage, les « petites Vendées » ne sont pas à négliger, celle du canton de Brignais, celle du Haut Doubs, qui s’oppose à la Convention 30, celle du Haut Be­aujolais, qui entretient un lien étrange avec le mouvement anticoncordataire – c’est­à-dire les catholiques qui refusent le Concordat signé entre le Pape Pie VII et le Premier Consul en 1801, des Blancs étudié par Jean Pierre Chantin 31. Enfin, il faut accorder une place au « grand large », aux cultures d’opposition construites dans l’e­xil. Dans l’imaginaire de nombre de ces femmes et de ces hommes, le « vrai » mo­narque est en exil : à Goritz, à Frohsdorf 32, une autre France sommeille, balayée par le vent de l’histoire, mais toujours prête à renaître, comme en témoigne l’enthou­siasme suscité dans certains cénacles conservateurs par la campagne du comte de Chambord, cet « enfant du miracle » héritier de la branche aînée qui porte l’espoir du peuple blanc alors qu’une République de combat et de conquête s’enracine.


B/ Une culture politique nourrie par des logiques sociales
Au premier rang des vecteurs de cette culture politique blanche, il faut bien sûr pla­cer la noblesse dont Claude-Isabelle Brelot a souligné les logiques de recomposition au XIXe siècle, du fait des stratégies matrimoniales, des mutations économiques et de la très grande fragilité des régimes politiques 33. Mais la bourgeoisie catholique, celle des grands patrons du Nord 34, des mines du midi de la France (Carmaux, De­cazeville), de la région lyonnaise ne doit pas être négligée. Dans les couvents-usines, dans les cités ouvrières nées du paternalisme, le rêve de chrétienté ne s’épuise pas. Un Lucien Brun (1822-1898) 35, un Pierre-Antoine Berryer (1790-1868) incarnent un monde de l’industrie, du commerce ou de la robe pleinement légitimiste. Ils té­moignent du fait qu’on ne saurait réduire les Blancs au monde des châteaux et des manoirs du bocage. Les marchands de savon de Marseille, ou bien les porcelainiers de Limoges – isolats dans une «ville rouge » 36 – traduisent ce lien entre l’usine et le monde des blancs et de la tradition catholique.

Le monde paysan n’est pas non plus étranger à cet univers culturel. Dans le Gard, dans les Bouches-du-Rhône, les « provençaux » 37 qui défilent en invoquant Marie protectrice sont souvent le pendant d’une bourgeoisie urbaine voltairienne et ré­publicaine, la bourgeoisie des médecins, des avocats et des professeurs. Ce modèle des paysans catholiques fidèles au château, Michel Denis en a décrit les contours pour la Mayenne 38.
Le monde ouvrier n’est pas étranger à cet univers religieux et sentimental. Dans le midi occitan, dans la montagne noire, à Nîmes ou Mazamet, si la fabrique est pro­testante et libérale, le peuple ouvrier est royaliste et catholique. Les déconvenues d’un Jaurès à Carmaux (Tarn), dans une circonscription marquée par le travail des mineurs, témoigne des réticences de certains ouvriers – qui sont aussi paysans lors­que les travaux des champs l’exigent. Ceux-ci préfèrent donner leur voix au marquis de Solages, propriétaire des mines de Carmaux 39.
Dans le dualisme villes-campagnes, il ne faut pas considérer les villes du XIXe siè­cle, comme un bloc perdu pour la religion ou un territoire en voie de déracinement. Des quartiers « blancs » subsistent qui ont plus ou moins de poids, mais constituent des conservatoires de la Tradition. A Lyon, la presqu’île et Ainay concentrent les fa­milles de la bourgeoisie catholique, à Marseille ou à Toulouse (quartier de la Dau­rade, près de la Garonne) de même. Des villes comme Nantes ou Poitiers apparaissent très divisées, le quartier Saint Hilaire dans cette dernière capitale fai­sant figure de « noble faubourg ». A Limoges, la rue des Bouchers fait figure d’en­clave ou d’isolat dans une ville acquise aux idées républicaines, jacobines et anticléricales, très vite conquise par le socialisme 40. Dans tous les cas ce sont les se­cousses politiques et les soulèvements de la rue qui révèlent l’identité profonde et la nature des quartiers et des territoires.


iii la culture politique blanche est enfin un fait politique
Certains penseurs et théoriciens fournissent dès les premières années du XIXe siècle, notamment sous la Restauration pour penser la Révolution et penser la Restauration. Le traditionalisme politique d’un Maistre – nourri paradoxalement à la source des Lumières, comme l’a montré Jean-Yves Pranchère 41 - ou la pensée organiciste d’un Bonald constituent un point de repère et une référence pour l’univers des Blancs 42. Un théoricien et essayiste comme Donoso Cortès est lu et interprété. Il fournit au courant politique des Blancs, y compris en France, ses principaux repères :

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 L’Autorité, notamment celle du Père

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 Le respect de l’ordre naturel


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 Le primat du corps social, pensé comme organisme, sur le choix politique, né cessairement réducteur et surimposé. D’où les anathèmes lancés contre le Code civil napoléonien de 1804

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 L’attachement à la monarchie légitime

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 L’horreur de la modernité




A/ Une culture antilibérale
Le refus de la culture bourgeoisie, de la frénésie marchande définit le monde blanc comme un territoire marginal à l’âge de la Révolution industrielle et de l’extension du libre-échange. Cette subculture, bercée d’illusions et de rêves d’une Monarchie très-chrétienne affleure sous la Restauration, notamment après 1824 lorsque le comte d’Artois devient roi de France sous le nom de Charles X. La culture blanche est volontiers irrévérencieuse, frondeuse et contestataire 43. Elle peut culminer dans la violence, comme en témoigne les excès de la Terreur blanche en 1815, qui dresse les spadassins de la Restauration contre la bourgeoisie protestante des villes du midi, volontiers libre penseuse et voltairienne 44. En 1832, la tentative d’insurrection de la duchesse de Berry, véritable icône du courant légitimiste, souligne cette logique du « coup de force » et de l’insurrection armée comme réponse à la logique politique du libéralisme 45. Plus que le Législateur froid, le monde blanc honore le héros qui sait faire preuve de panache et de bravoure. Cette culture de violence et ce culte de la famille et du clan s’opposent terme à terme au modèle de la « descente de la po­litique vers les masses » (M. Agulhon). A cet égard, il apparaît dans un premier temps comme un obstacle à la politisation et à la démocratisation, tout en sédi­mentant des affinités dans le refus d’un processus.


B/ Les Blancs face au choix des urnes
A terme, pourtant la droite contre-révolutionnaire – celle qui est décrite par René Rémond en évoquant l’ultracisme jusqu’en 1830, puis le légitimisme après l’avène­ment de Louis-Philippe Ier 46 – fait l’apprentissage du suffrage universel et décide d’affronter les urnes. Dans les années 1830, l’abbé de Genoude incarne ce légiti­misme politique et actif de la France méridionale 47. Lors des élections de l’automne 1848 pour les Conseils généraux (assemblées départementales), puis au cours de celle du printemps 1849, nombre de notables traditionnels se retrouvent dans le « parti de l’ordre ». Face au péril révolutionnaire, au soulèvement des faubourgs et des ateliers, le monde des châteaux fait le choix de la participation et du combat électoral. C’est un premier apprentissage du vote et de la démocratie, dont les élec­tions de février 1871, dans une France largement occupée par les armées prussien­nes, témoignent de l’enracinement 48. Les notables légitimistes revenant à l’Assemblée de Versailles et caressant l’espoir d’une Restauration 49 ont fait le choix de participer au processus électoral et se sont pleinement investis, en s’appuyant notamment sur le réseau des Comités catholiques, dont Daniel Moulinet a bien montré combien ils constituaient un « mouvement catholique » structuré et orga­nisé 50, alors que l’historiographie a longtemps pointé la fragilité de ce mouvement eu égard à l’Italie de l’Opera dei Congressi – autour de Scipione Salviati et des « blancs » de Vénétie 51 – ou à l’Allemagne des Katholikentage 52.

C/ « Parti blanc » ou « parti royaliste » ?
Son histoire est plutôt celle d’un échec durable et d’une espérance sans cesse trom­pée et déçue. Plus qu’une réalité tangible, la Restauration du Prince Très-Chrétien apparaît ou comme une chimère dérisoire ou comme un rêve illusoire. Dès la Res­tauration, cette dimension d’échec ou d’insatisfaction est déjà présente. Transaction passée sous l’égide du prudent Louis XVIII entre les victimes de la Révolution et le nécessaire travail de deuil au nom de la Concorde civile, le régime ne restaure que les oripeaux cultuels de la Monarchie bourbon, qui se veut avant tout parlementaire et constitutionnelle. Comme l’affirme, non sans malice, l’un des Papes zelante du siè­cle, Léon XII : « La cosidetta Restaurazione che non ha restaurato niente ».
En tant que parti, le courant royaliste connaît son âge d’or dans l’adversité. Sous la Monarchie de Juillet, enhardi par le rejet du parlementarisme libéral et bourge­ois du nouveau régime, il connaît une nouvelle jeunesse. Alors que le Prince légitime
hilaire multon
prend le chemin de l’exil, il invente un nouveau modèle, qui recèle des capacités d’innovation. Hugues de Changy invoque ainsi l’alliance des Républicains et des car­listes dans l’opposition au régime de Juillet, véritable suppôt de l’affairisme, du li­béralisme et de l’esprit anticlérical 53. Cette question religieuse constitue d’ailleurs le point de ralliement de ce courant politique, sans d’ailleurs que les frontières entre choix politique et affections religieuses soient clairement établies. La « question ro­maine », Castelfidardo (1860), l’épopée des zouaves pontificaux – on retrouve les grands noms de la Chouannerie parmi les bataillons de l’armée pontificale – sont autant de points de cristallisation de la culture politique blanche avec ses héros et ses martyrs, dont le général de Pimodan et le jeune séminariste de Guérande Joseph Guérin, sur la tombe duquel ont lieu des miracles et des guérisons 54. Lorsque les pèlerins de 1873 défilent à Lourdes, à Ars ou à La Salette 55, alors que nombre de par­lementaires légitimistes sont présents, ils chantent : « Sauvez Rome et la France au nom du Sacré Cœur ». Rome, capitale de chrétienté, semble aussi importante que la patrie des Lys, traduction d’une forme de cléricalisation et de dilution du dis­cours royaliste. Dans le même temps, la IIIe République s’enracine dans la lutte contre l’influence sociale et culturelle de l’Eglise dans les écoles, dans le domaine de la santé, dans le domaine de l’aide aux pauvres. A bien des égards, la crise bou­langiste de 1886-1889 marque la fin de l’hypothèse d’un parti royaliste : « fosso­yeur de la monarchie » 56, le général condisciple de Clemenceau enlève toute hypothèse crédible d’opposition à la République de Ferry, Gambetta et Grévy. En cristallisant les oppositions – du radicalisme anticlérical à la marquise d’Uzès, en passant par les bonapartistes – il a dilué et leur identité et leur crédibilité. Dès lors la culture politique blanche cesse de s’incarner dans un parti ou un courant politi­que pour trouver d’autres lieux d’expression et de fidélité, dans les entrelacs de la société.



Antonio Manuel Monteiro
ISCTE, Lisboa
A contra-revolução absolutista, que por volta de 1826 passou a corporizar-se no mi­guelismo, exerceu uma profunda influência na sociedade portuguesa, sobretudo ao longo da primeira metade do século XIX. No entanto, a memória que dela resta é es­cassa e diluída, pois praticamente não existem lugares ligados a eventos relevantes, datas marcantes, nem figuras de heróis ou mártires da causa vencida 1.
Para isso terá contribuído o facto de não existir uma área geográfica que, de forma persistente e continuada, se tenha destacado como o principal bastião da contra­revolução absolutista. Pelo contrário, o que prevalece é uma multiplicidade de áreas, cada uma das quais, em determinada conjuntura, assume um papel de liderança no combate ao liberalismo, o qual, porém, em novas circunstâncias, passa a centrar­se noutra zona.
Contudo, numa primeira fase, afirmou-se claramente uma área geográfica, logo apontada como o grande bastião da contra-revolução: a província de Trás-os-Montes. Situada no nordeste de Portugal, com uma extensa fronteira com Espanha, numa zona de solo predominantemente montanhoso e pobre, Trás-os-Montes in­cluía a região demarcada onde se produzia o vinho do Porto, que era exportado so­bretudo para Inglaterra.
Na verdade, é em Trás-os-Montes que, em Fevereiro de 1823, se desencadeia a pri­meira revolta armada contra o regime constitucional instaurado em 1820. À cabeça dessa revolta surgiu Manuel da Silveira, 2.º Conde de Amarante, acompanhado pelos seus familiares, quase todos eles grandes proprietários no Douro, com elevados pos-tos de comando nas forças militares de Trás-os-Montes. Apesar disso, à escala na­cional, os Silveiras não passavam de fidalgos de província, limitados a uma preponderância local, bem longe dos «Grandes», a nobreza titulada de Corte, que dominava os grandes cargos do Estado 2. Porém, o papel desempenhado na resis­tência aos franceses por Francisco da Silveira, então um simples tenente-coronel do exército, proporcionara-lhe uma ascensão prodigiosa, que fizera dele tenente-gene­ral, Conde de Amarante e governador militar de Trás-os-Montes.

Aquando do movimento liberal desencadeado no Porto em 24 de Agosto de 1820,
o Conde de Amarante tentara opor-se, mas o seu irmão e outros familiares optaram por apoiá-lo, na perspectiva de limitarem os seus objectivos constitucionais 3. Para isso, em Novembro de 1820, tentaram afastar o grupo liderante, formado pelos ho­mens do «Sinédrio» 4, mas a oposição do brigadeiro Sepúlveda gorou essa tentativa,

o que lhes acarretou o desterro para as suas casas no Douro.


A revolta absolutista de 1823 surge num contexto desfavorável à causa constitu­cional, por razões internas (a perda do Brasil 5 e a recusa de Carlota Joaquina a jurar a Constituição de 1822) e externas, sobretudo a eminência da invasão de Espanha pelas tropas francesas do duque de Angouleme.
Consistiu numa sublevação dos regimentos militares de Trás-os-Montes, sobre­tudo os de cavalaria de Chaves, junto dos quais os Silveiras detinham grande in­fluência 6. A mobilização das ordenanças, a terceira linha do exército, conferiu uma maior base de apoio ao movimento, na medida em que integrava os homens válidos de todas as povoações, que recebiam treino militar, sob o comando de notáveis lo­cais, escolhidos pelas câmaras. Criadas no século XVI para servir de reserva ao re­crutamento para o exército regular, as ordenanças desempenharam um importante papel nas invasões francesas e representarão um elemento fundamental em todas as movimentações absolutistas.
O governo liberal declarou o estado de sítio em Trás-os-Montes, prevendo fuzi­lamentos sumários e o incêndio de povoações rebeladas, medidas inspiradas nos exemplos de terror de Mina 7. Embora somente uma povoação tivesse sido incen­diada e tivesse havido poucos fuzilamentos, estas acções geraram grande hostilidade ao liberalismo na província.
Apesar de uma vitória conseguida numa acção de surpresa, o combate do monte de Santa Bárbara, perto de Chaves, a inferioridade numérica dos absolutistas for­çou-os a acolher-se em Espanha, onde se envolveram nalguns combates com tropas constitucionais espanholas.
O regime constitucional acabaria por cair em Lisboa, de forma pacífica, em Junho de 1823, através da Vilafrancada, um pronunciamento liderado pelo infante D. Mi­guel, que agregou a si as tropas da capital.
Embora o governo absolutista saído da Vilafrancada, dominado por elementos moderados, olhasse com desconfiança o ultra-realismo da divisão transmontana do Conde de Amarante, o seu papel combatente não podia deixar de ser reconhecido. Deste modo, a divisão transmontana fez uma entrada triunfal em Lisboa, o Conde de Amarante passou a Marquês de Chaves e os principais chefes obtiveram títulos de visconde. Além disso, todos os membros daquele corpo receberam do soberano a medalha da«Heróica Fidelidade Transmontana», celebrada também nos jornais e em vários opúsculos, em que se falava de Trás-os-Montes como uma nova Vendeia, onde toda a população se levantara contra o liberalismo.
Devido à revolta de Fevereiro de 1823, Trás-os-Montes adquiriu assim justamente
o estatuto simbólico de principal bastião da contra-revolução absolutista. Como é óbvio, nesse processo de construção mítica, que em boa parte chegou à historiogra­fia actual, apresenta-se aquele movimento como uma espécie de levantamento po­pular generalizado, quando se tratou de um pronunciamento de tropas regulares, secundado pela mobilização das ordenanças. Esquecia-se também que em Trás-os-Montes e na própria região do Douro, na sua parte mais oriental (o Cima-Corgo), do­minavam liberais muito aguerridos, que tentaram resistir às tropas de Silveira 8.
Ao mesmo tempo, obscurecia-se a importância da movimentação contra-revo­lucionária noutras províncias, que embora sem assumir forma armada, desempe­nhou um papel importante na debilitação do sistema constitucional. Veja-se, por exemplo, a área rural circundante de Lisboa, onde se desencadeou um forte movi­mento de piedade de cariz antiliberal em torno do milagre da «Senhora da Rocha» 9.
As vicissitudes políticas subsequentes à morte de D. João VI em 1826, que se tra­duziram na concessão de uma Carta Constitucional por D. Pedro, imperador do Bra­sil, vieram reforçar ainda mais o papel de Trás-os-Montes, como principal centro da contra-revolução. Na verdade, foi naquela província que em Outubro de 1826 se re­gistaram as primeiras reacções de forças militares contra o juramento da Carta Cons­titucional, as quais, não podendo sustentar-se, desertaram para Espanha. Estas deserções não se limitaram a Trás-os-Montes, abrangendo corpos de outras provín­cias, como a Beira, o Alentejo e o Algarve. No entanto, a liderança de todas essas tropas emigradas em Espanha coube ao Marquês de Chaves e aos fidalgos trans­montanos seus parentes, que já tinham encabeçado a revolta de 1823.
Protegidos pela Corte de Madrid e sobretudo pela princesa da Beira, coadjuvada pelo ministro da justiça Calomarde, estes fidalgos lideraram uma invasão de Portu­gal, com a cobertura logística do general Francisco de Longa, capitão general de Cas­tela-a-Velha, que se devia manter secreta para evitar a reacção inglesa 10.
Esta invasão traduziu-se num rotundo fracasso, ao dar origem ao envio pelo governo inglês de Canning de uma divisão militar de 6.000 homens, com o ob­jectivo de proteger Portugal de uma agressão espanhola. Do ponto de vista mili­tar, os absolutistas portugueses somente conseguiram ocupar Trás-os-Montes, falhando as tentativas de progressão para o sul do país, apesar do recurso ao ar­mamento popular, através das ordenanças e dos incitamentos de eclesiásticos hos­tis à Carta 11.

Este insucesso obrigou a nova retirada para Espanha dos emigrados absolutistas, que estarão ausentes de Portugal em 1828, quando D. Miguel regressa a Portugal, como regente, por força de um entendimento entre a corte austríaca e o novo gabi­nete conservador inglês, chefiado pelo Duque de Wellington.
A tomada do poder absoluto por D. Miguel (a «usurpação», como lhe chamaram os liberais) inaugura uma nova fase do movimento contra-revolucionário, com con­sequências na sua geografia.
O grande centro contra-revolucionário passa agora a ser a cidade de Lisboa, onde está a Corte e se acotovelam os notáveis miguelistas da província, entre os quais os antigos emigrados, em busca de recompensas, empregos, postos nas milícias ou nas ordenanças e claro a «Real Efígie», uma medalha que D. Miguel confere com grande liberalidade.
Tomado o poder, o miguelismo afirma-se, através do aparelho de Estado absolu­tista, de carácter centralizador e ministerial, herdado do Marquês de Pombal, que correspondia às suas necessidades de acção no plano repressivo, sobretudo a Inten­dência Geral de Polícia, com a sua rede de corregedores e juízes de fora. No governo preponderam figuras como o Duque de Cadaval e sobretudo o ministro dos negócios estrangeiros, Visconde de Santarém, os quais, através de uma política moderada, procuram a todo o custo obter o reconhecimento inglês, chave da consolidação de
D. Miguel no trono 12.
Esse governo não pode consentir pólos de poder autónomos e incontrolados, que se intitulavam os verdadeiros realistas ou os realistas puros. A experiência da revolta dos Agraviados em 1827 está presente no espírito destes governantes moderados, que tomam medidas preventivas em relação aos ultra-realistas, tendo em atenção o risco de instrumentalização dos antigos emigrados em Espanha. A criação dos vo­luntários realistas, necessária para fazer frente à revolta liberal de 1828, foi objecto de todos os cuidados, de modo a evitar que se tornassem uma força demasiado po­derosa e incontrolada. Para isso, ficaram sob o comando geral do chefe de governo, Duque de Cadaval e até por volta de 1831, quando se prefigura a inevitabilidade da guerra civil, o governo não mostrou grande interesse na expansão daquela força 13.
Neste contexto, o activismo contra-revolucionário que se manifestara de modo tão evidente em Trás-os-Montes e sobretudo no Douro entra em decadência, acen­tuada pelo facto das suas principais elites liderantes, os Silveiras e seus apaniguados, se terem mudado para a Corte, deixando de residir nas suas casas. A isto acresceram outros factores, como o agravamento da crise de escoamento do vinho do Porto du­rante o reinado de D. Miguel, ficando por vender grandes quantidades na feira da Régua, o que contribuiu para esfriar o entusiasmo pela causa absolutista, que de resto nunca gozara da unanimidade propalada pela ideia da «heróica fidelidade trans­montana».
A verdade é que, apesar do grande papel desempenhado por Trás-os-Montes nas rebeliões absolutistas dos anos de 1823 e 1827, as tropas liberais que ali entraram no final da guerra civil não encontraram resistência. Também no período conturbado que se segue à vitória liberal de 1834, apesar de alguns movimentos de insubmissão, sobretudo o «cisma» religioso, Trás-os-Montes é das províncias que menos preocu­pações causa às autoridades, comparada com outras, onde surgem em campo guer­rilhas miguelistas 14.
Curiosamente, o final da guerra civil e o aproximar do colapso militar do mi­guelismo, levaram à afirmação, à primeira vista surpreendente, de um novo bastião contra-revolucionário: a serra do Algarve, a província mais a sul do país.
Apesar da sua posição periférica, o Algarve não ficara imune à luta política que se travava à escala nacional entre liberais e absolutistas. Assim, em 1826, alguns re­gimentos do Algarve rebelaram-se contra a Carta Constitucional e foram obrigados a refugiar-se em Espanha. Em 1828, secundando a revolta desencadeada no Porto contra D. Miguel, alguns corpos militares sublevaram-se sem sucesso em favor da causa liberal.
Porém, até 1833, o Algarve dificilmente poderia ser visto como uma zona clássica da contra-revolução, comparável não apenas a Trás-os-Montes, mas até ao Minho e à Beira, zonas de forte enquadramento eclesiástico e de grande vitalidade religiosa. Pelo contrário, o Algarve e sobretudo a serra, eram ainda há menos de cinquenta anos das regiões menos cristianizadas do país, de tal modo que eram consideradas pela igreja como «terra de missão» 15.
Na origem do surgimento de um bastião contra-revolucionário no sul do país, estiveram em primeiro lugar as próprias vicissitudes da guerra civil de 1832-1834. Na verdade, a guerra civil traduziu-se durante longo tempo no cerco do Porto, degene­rando num impasse em que os miguelistas não conseguiam tomar a cidade, enquanto os liberais se mantinham cercados. Para pôr fim a esse impasse, os liberais organi­zaram uma expedição que desembarcou com sucesso na costa do Algarve em Junho de 1833.
A expedição foi bem recebida nas povoações do litoral, onde aclamaram a Rainha, marchando em direcção a Lisboa, seguida das tropas miguelistas, que retiram do Al­garve. Neste contexto, as populações da serra do Algarve, mobilizadas através das ordenanças marcham ao assalto das povoações do litoral, praticando saques e mas­sacres de liberais 16. Foi este tipo de actuação que levou um oficial belga que, inte­grado no exército liberal, participou nas operações da guerra civil no Algarve, a caracterizar a situação no terreno de «guerra dos camponeses contra as cidades» 17. Esta mobilização pouco aproveitou aos miguelistas, pois escassos meses depois a guerra civil terminava com a convenção de Évora Monte em Maio de 1834.

Uma vez derrotados os miguelistas, seguiu-se una época de violência marcada por duras perseguições aos vencidos, assim como tentativas de acções armadas, so­bretudo enquanto os carlistas continuaram a luta.
Foi precisamente na serra algarvia, que se constituiu o movimento que reabriria os conflitos na região, sob a direcção do seu antigo comandante durante a guerra civil, o Remexido, que em 1836 retomou as armas e formou uma guerrilha 18. Apesar da sua modesta dimensão, a guerrilha do Remexido, que nunca ultrapassou os qua­trocentos efectivos, logrou dominar uma parte da serra do Algarve e da província do Alentejo, resistindo com êxito durante mais de seis anos às forças do exército regu­lar enviadas para a região e sobreviver à morte do seu líder histórico, capturado e fu­zilado em Faro em 1838. Seria demasiado longo analisar aqui as razões que podem explicar este movimento, em que pesou sem duvida a mobilização vertical das po­pulações da serra que os miguelistas fizeram no contexto da guerra. Essa interven­ção permitiu que os serranos tivessem a experiência momentânea da inversão das relações assimétricas que mantinham com as vilas e cidades do litoral, através dos ataques que dirigiram contra lugares como Faro, Loulé, Lagos e Albufeira 19.
Para o que aqui nos ocupa, a geografia, a serra do Algarve e parte do Alentejo, de­vido à guerrilha do Remexido, foram até cerca de 1840 o último bastião armado da causa miguelista em Portugal, pois todas as guerrilhas que se levantaram noutras províncias, caracterizaram-se por uma existência breve, como as da Beira ou não ti­veram impacto nacional, como as do Minho.
Porém, também aqui, tal como em Trás-os-Montes, o activismo miguelista do sul de Portugal se desvaneceu sem continuidade. Os factos foram mesmo esqueci­dos, excepto por una minoria, e só recentemente estão sendo recordados, numa perspectiva de patrimonialização e de afirmação local e regional.
Em conclusão, temos em Portugal com o miguelismo uma situação muito contras­tante com o que sucede em Espanha com o carlismo, caracterizada pelo seu carácter efé­mero e pela multiplicidade de áreas geográficas em que se implantou. A menor dimensão e a maior homogeneidade de Portugal poderá explicá-lo, tal como o facto de D. Miguel, ao contrário de seu tio D. Carlos, ter tomado o poder, o que implicou uma lógica centralizadora, com subalternização das elites miguelistas nas províncias. Atesta igualmente a implantação nacional da contra-revolução, como o prova a afirmação, em dois momentos distintos, de dois bastiões, embora temporários, em Trás-os-Montes e anos depois no Algarve, situados nos extremos norte e sul de Portugal.



Antonio De Francesco
Università degli Studi de Milano
Soltanto alcune settimane fa, in occasione della celebrazione del secondo centenario della nascita di Giuseppe Garibaldi svoltasi in forma ufficiale all’interno del Senato della Repubblica, si sono levate molteplici voci di protesta contro la personalità che raffigura per antonomasia il Risorgimento, ossia incarna la tradizione del movimento nazionale, che nel corso del secolo XIX portò, anche nella penisola italiana, alla crea­zione di uno stato unitario. Tra chi esprimeva profondo dissenso nei confronti di Ga­ribaldi erano anche i senatori di un movimento autonomistico siciliano, i quali hanno lamentato come la fortunata impresa del generale nella loro isola avrebbe dischiuso una lunga stagione di subalternità delle regioni meridionali ( e in modo particolare proprio della Sicilia) alle logiche predatorie di uno stato unitario dominato, a detta loro, dai gruppi di potere economici e finanziari tutti impiantati al Nord.
Le scarse fortune di Garibaldi presso una parte almeno della classe dirigente del mezzogiorno d’Italia non sono, per la verità, una cosa nuova e sono il riflesso del ri­fiuto non soltanto delle conclusioni, ma anche delle motivazioni che nel secolo XIX favorirono la trasformazione dei tanti stati della penisola nel regno d’Italia. Nella loro polemica è infatti chiara l’allusione a quali altri e brillanti destini attendevano le po­polazioni del Mezzogiorno d’Italia qualora non avesse finito invece per prevalere un movimento unitario e centralizzatore, modellato sul calco dell’esempio rivoluziona­rio francese, che avrebbe finito per distruggere le pluralità politico-culturali nelle quali si articolava la vita civile delle popolazioni meridionali agli inizi del XIX secolo. E tuttavia, in queste proteste, che sono certo venate di retorica e di nostalgia verso un passato ritenuto sempre e comunque preferibile ad un modesto presente, e che sono tutte funzionalia sostenere il ritorno in forze di gruppi di potere a disagio nel tempo politico presente, sta molto altro ancora: e segnatamente, il rifiuto del Risorgimento stesso, che viene presentato come un movimento minoritario, caro a ristretti gruppi di potere residenti soprattutto altrove, i quali, contro le aspettative della stragrande maggioranza delle collettività meridionali, avrebbero finito per imporre un sistema di governo destinato a gravare pesantemente sulle regioni del Sud impedendone uno sviluppo che tutto, prima del Risorgimento, lasciava invece prevedere.

È facile dire che questi discorsi sono largamente infondati e utilizzano in ma­niera distorta la vicenda storica a fini ben differenti: più difficile è invece sottolineare come esistano, nel Mezzogiorno d’Italia di questi stessi anni ancora, puntuali recri­minazioni contro il Risorgimento. E tuttavia, è necessario subito ricordare come questo esasperato reclamo contro quanto ha segnato i destini comuni della penisola non sia affatto cosa nuova, perché tutta l’esperienza dello stato unitario in Italia è stata oggetto di contestazione nelle regioni meridionali, dove l’appello al tradizio­nalismo è stato lo strumento per legittimare le resistenze opposte dapprima allo stato liberale e quindi, all’indomani della sconfitta seguita al disastro della seconda guerra mondiale, alla repubblica democratica.
Questa linea di continuità ricorda come l’intiera storia del Mezzogiorno all’in­terno dell’Italia unita sia sempre stata attraversata dal fiume carsico del dissenso (o della partecipazione subordinata a condizioni reputate di vantaggio), una protesta che si è puntualmente presentata in superficie ogni qual volta lo stato unitario abbia incontrato gravi momenti di difficoltà. A questo proposito le testimonianze sono numerose: per limitarci soltanto alla stagione dell’Italia repubblicana, e quindi alla seconda metà del XX secolo, sia sufficiente ricordare la rivolta separatista di Sicilia, che tra il 1943 e il 1947, mise in discussione la permanenza dell’isola nel quadro dello stato italiano; oppure, in occasione del referendum istituzionale del 1946, il plebi­scito in favore della monarchia giunto da tutte le regioni meridionali. Poi, ancora agli inizi degli anni Settanta, in occasione della nascita dell’istituto amministrativo delle regioni, la rivolta di alcuni centri urbani, che lamentavano di essere esclusi dai van­taggi del nuovo ordinamento dei poteri locali; solo agli inizi degli anni Novanta la protesta si è trasportata dalle piazze al revisionismo storico-politico, dove non sono però mancate molte iniziative contro il Risorgimento: da una pubblicistica che sot­tolinea le nequizie perpetrate dallo stato italiano contro le regioni meridionali alla esaltazione delle gesta dei briganti meridionali contro l’esercito italiano, dalla crea­zione di parchi storici dove si narrano gli episodi di resistenza dei popoli meridio­nali contro l’aggressione di truppe e funzionari giunti dal Nord sino alle rumorose contestazioni contro il bicentenario della repubblica napoletana, la cui breve espe­rienza nel 1799 costrinse alla fuga re Ferdinando di Borbone.
Insomma, soprattutto in questi ultimi anni, le voci anti-risorgimentali sono tor­nate a levare alti lai e hanno puntualmente sviluppato la loro protesta innalzando il vessillo del legittimismo e inneggiando alle ragioni della diversità statuale del Mez­zogiorno sotto la casa di Borbone. L’argomento è stantio e ripropone quanto già al­l’epoca della Restaurazione e ancora all’indomani del crollo del Regno delle Due Sicilie i sostenitori di casa Borbone non mancavano di ricordare: sin dall’indipen­denza del 1734 il regno meridionale aveva conosciuto una grande stagione di pro­gresso, i sovrani del Settecento avevano avviato grandi riforme, che solo l’intervento della Francia rivoluzionaria e napoleonica avrebbe fatto naufragare. Prima la re­pubblica napoletana del 1799, poi i due usurpatori napoleonici – Giuseppe Bona­parte (1806-1808) e Gioacchino Murat (1808-1815) – avrebbero tuttavia solo interrotto una stagione di progresso, destinata con la Restaurazione a riprendere il proprio tranquillo cammino, sino a quando – d’improvviso – non fosse giunto di­struttivo il meteorite Garibaldi, del quale avrebbe brutalmente approfittato il re del Piemonte per liquidare l’indipendenza del regno meridionale.
Curiosamente, questo discorso, mediante il quale la pubblicistica di parte bor­bonica tentò, nel corso del primo Ottocento, di contrastare le fortune politiche del Risorgimento, si ripropone puntualmente nelle polemiche di questi anni, che non a caso ricordano ossessivamente i due momenti nei quali il Mezzogiorno si trovò ad affrontare i campi di tensione della modernizzazione politica e dette, per l’occa­sione, grande prova di una straordinaria capacità di mobilitazione sotto il segno, af­fatto contrario, della difesa della tradizione. Merita di ricordare questi due episodi, seppure per sommi capi.
Il primo data proprio all’anno 1799, quando, nel quadro delle insurrezioni popo­lari che scoppiarono un poco in tutta Italia contro le truppe francesi del Direttorio, ebbe luogo la più formidabile presa delle armi collettiva contro il modello politico rivoluzionario giunto d’Oltralpe. Agli inizi del febbraio 1799, il cardinale Ruffo, per ordine di Ferdinando di Borbone che solo alcune settimane prima aveva abbando­nato Napoli e trovato rifugio a Palermo per sfuggire all’invasione francese, passò dalla Sicilia in Calabria e prese ad arruolare, in nome del re e della santa fede, ma­nipoli di soldati in rotta e torme di contadini. Sotto le insegne della croce, Ruffo, al comando di un’armata cristiana che andò vieppiù ingrossandosi risalì le regioni me­ridionali sino ad arrivare nel mese di giugno a Napoli, conquistarla, porre termine alla breve vita della repubblica napoletana e restituire il Mezzogiorno tutto alla so­vranità del re Borbone.
Il secondo episodio riguarda invece il cosiddetto brigantaggio post-unitario ed è la diretta conseguenza dell’impresa di Garibaldi. Sbarcato nel maggio 1860 in Sici­lia, il generale procede di vittoria in vittoria e nel mese di agosto, conquistata l’isola, passa in Calabria, dove le truppe borboniche, ormai demotivate, battono in tutta fretta in ritirata: nel volgere di tre settimane soltanto, emulando sotto un segno po­litico opposto, la precedente impresa di Ruffo, Garibaldi arriva a Napoli, dove lo rag­giungono presto le truppe del re del Piemonte, a sua volta timoroso che la vittoria di Garibaldi possa aprire la via della Repubblica nel Mezzogiorno. In tal modo, al crollo del Regno delle Due Sicilie terrà presto dietro un plebiscito che sancirà l’an­nessione delle province meridionali sotto la corona di Vittorio Emanuele II di Savoia e la nascita del Regno d’Italia. E tuttavia, nel trionfo del generale Garibaldi sta un ro­vescio della medaglia che non va passato sotto silenzio: mentre Francesco II, l’ultimo re Borbone, si rifugia a Roma, nelle province meridionali si scatenano, in suo nome, delle rivolte popolari che portano alla stagione del grande brigantaggio, ossia alla nascita di un movimento di guerrillas, che è finanziato dai legittimisti e dalla stessa Chiesa cattolica, cui il giovane Regno d’Italia risponderà a fatica, tanto che l’ordine verrà ristabilito solo nel 1865, dopo che il dispiego di oltre 116.000 soldati avrà por-tato all’uccisione di più di 5000 briganti.

Questi due episodi, come dicevo, vengono oggi puntualmente accostati dai pole­misti controrivoluzionari per legittimare una costante presa di distanze delle regioni meridionali dal Risorgimento. Tuttavia, all’epoca, ossia nei primi anni dello stato uni­tario, quando pure era molto forte la polemica dei borbonici contro il Regno d’Italia, questo nesso venne sempre rifiutato, perché ai sostenitori dell’antico regno meridio­nale premeva tacere sulle violenze sanfediste del 1799 e molto insistere, invece, sul brigantaggio soltanto, che venne rappresentato alla stregua di una guerra di popolo contro gli occupanti stranieri. Per la circostanza – sempre a detta loro - i ribelli avreb­bero combattuto per una identità nazionale che si riassumeva nei termini di quella monarchia comunque costituzionale alla quale il Regno delle Due Sicilie, seppure in extremis, seppure sotto la minaccia garibaldina, aveva comunque fatto approdo.1
La classe politica italiana, ovviamente, negava queste pretese: ma mentre i libe­rali ricordavano come il Mezzogiorno non avesse nulla da insegnare in materia co­stituzionale e nella loro ripulsa d’ogni accostamento alla rivoluzione francese sottolineavano come neppure fosse una seconda Vandea, perché il governo italiano contro cui i ribelli meridionali impugnavano le armi non era certo quello sanguinario e terrorista della Francia del 1793, i democratici – rimasti delusi dalla mancata so­luzione repubblicana – ripresero invece l’accostamento alla Vandea e alle guerre carliste per denunciare, sin dal lontano, ma indelebile 1799, una linea di continuità delle regioni meridionali sotto il segno della clamorosa resistenza alla modernità della politica.
Non è d’altronde casuale che l’accostamento tra il cardinale Ruffo e il grande bri­gantaggio venisse proposto per la prima volta da un giovane ufficiale medico, Cesare Lombroso, nel corso della sua diretta partecipazione alle operazioni militari dell’eser­cito italiano in Calabria. Colui che diventerà il più grande scienziato italiano del secolo XIX, avrebbe così avviato, sin dagli anni stessi della guerra al brigantaggio, quella ri­flessione circa l’inferiorità razziale delle popolazioni meridionali, che la scuola antro­pologica italiana avrebbe poi prepotentemente contribuito a fissare quale un luogo comune della politica nazionale 2. Tuttavia, si trattava di una interpretazione che sol-tanto gli allievi di Lombroso, ormai sul finire dell’Ottocento, avrebbero definitivamente fatto risalire al 1799 per avvolgere sotto il segno dell’arretratezza antropologica l’intera storia politica del Mezzogiorno. E a questo punto dovrebbe apparire chiaro come sol-tanto l’insoddisfazione per la mancata democratizzazione della società italiana e sol-tanto l’insofferenza per le difficoltà delle regioni meridionali ad inserirsi nella nuova compagine statale, avrebbero favorito le fortune di una tesi che relegava tutto il Sud sotto le bandiere di una dimensione reazionaria di antichissima data.
Ne consegue, curiosamente, che quanto i legittimisti d’inizi XXI secolo vanno so­stenendo altro non sia che la ripresa, seppur sotto opposto segno, di un discorso po­litico nato in quel campo democratico e risorgimentale che essi intendono invece apertamente contestare. E nelle loro argomentazioni è assai meno dell’antica pole­mica di parte borbonica, tutta volta a sottolineare, ancora all’indomani del 1860, la specificità istituzionale del Regno delle Due Sicilie, il quale avrebbe rappresentato, a detta loro, una via diversa e alternativa a quella piemontese sul terreno della mo­dernizzazione politica. Insomma, il discorso risorgimentale ha finito per talmente prevalere da indurre le voci dissenzienti ad articolare la loro opposizione facendo ri­corso a stilemi ed argomentazioni che sono parte integrante dell’universo polemico dei loro stessi avversari.
La conclusione è evidente: sotto il profilo strettamente ideologico nulla tiene, in realtà, assieme l’impresa di Ruffo e le azioni dei briganti post-unitari, perché la cultura politica che sottende i due fenomeni è affatto differente e declinata lungo co­ordinate non di rado opposte.
E tuttavia, se lasciamo il campo delle culture politiche e ci addentriamo sul ter­reno delle pratiche concrete, le diversità sembrano sfumare, perché alla base del sanfedismo quanto del brigantaggio stavano motivazioni strettamente connesse alla dialettica conflittuale delle comunità locali, dove proprio il vuoto di potere avrebbe obbligato i gruppi notabilari, in un caso come nell’altro, al ricorso alla forza per la conquista del potere locale.

Tutto questo appare evidente dalla meccanica della straordinaria marcia del car­dinale Ruffo: sbarcato in Calabria con pochi uomini soltanto, egli avrebbe chiamato a raccolta sotto le insegne della croce ottenendo da subito che «da’ vicini, e lontani paesi della provincia, ove il primo passo egli diede per la gloriosa impresa, i popoli d’ogni età, e d’ogni stato, d’ogni condizione volentieri cimentano, a fronte de’ ne­mici, la vita per Iddio, per il re» 3; presto organizzatisi sotto forma di compagnie di truppa regolare, gli insorti avrebbero risalito la Calabria riportandola dopo due mesi appena sotto le insegne di casa Borbone 4.
Avevano non di meno accompagnato la marcia di Ruffo le notizie di alcuni prov­vedimenti straordinari presi dall’armata cattolica: il cardinale, per acquisire con­sensi, aveva avuto cura di collegare il perdono nei confronti di chi si fosse prontamente ravveduto ad un disposto con il quale per un verso riduceva i pesi fi­scali e per altro addirittura aboliva il dazio sulla seta. Seguivano altri interventi dello stesso tipo, mediante i quali si limitava il testatico e l’imposta catastale e per altro si aveva cura di finanziare le operazioni militari mediante la confisca dei beni dei re­pubblicani nonché dei feudi dei baroni allontanatisi dai loro possedimenti. Questa la via seguita dal cardinale per recuperare il controllo di un’area dove la fuga del re aveva favorito l’esplosione di una molteplicità di conflitti per il potere locale, origi­nati dalla crisi dei tradizionali equilibri sociali, a loro volta frutto della portata ri­formatrice di tanta attività di governo della Corona nel tardo Settecento 5.
Così, merita di sottolineare come l’azione del cardinale seguisse due direttrici distinte. Per un verso, va da sé, egli molto avrebbe insistito sul richiamo all’identità religiosa, puntualmente riprendendo quanto una pluriennale propaganda antifran­cese mai aveva mancato di inculcare presso le collettività: da qui, sotto il segno della facile equivalenza tra i giacobini ed i nemici di Dio, l’attenzione e il sostegno al ri­lancio delle pratiche devozionali, l’entusiasmo per la miracolistica controrivoluzio­naria, ma anche la piena tolleranza (se non l’aperto incoraggiamento) verso tutte quelle forme di violenza collettiva dove facesse riverbero (e venisse dunque riaffer­mata) la simbologia di antico regime: saccheggiare le terre dei possidenti, distrug­gere gli archivi comunali, fare violenza sugli oggetti del sapere e sui simboli ritenuti rivoluzionari attraverso il ricorso al fuoco o a rudimentali arnesi del mestiere con­tadino, significava ribadire l’immutabilità di un ordine primordiale nei cui confronti i giacobini, mai mancando di dimostrare disprezzo, si erano macchiati di colpe tali da renderli meritevoli della morte 6.
Per altro verso ancora (e i provvedimenti d’ordine economico sopra ricordati stanno a dimostrarlo), il cardinale aveva però coscienza della situazione di dram­
antonio de francesco
matica tensione sociale presente nel Mezzogiorno ed intendeva assecondare tutte quelle azioni che, rivolte contro gli esiti della politica riformatrice di tardo Sette­cento, trascinassero comunque seco una rinnovata, convinta (e soprattutto tradi­zionale) adesione alla Corona. Da qui la facile equivalenza tra i giacobini e i possidenti, ossia tra i repubblicani e chi, negli anni precedenti, facendo un impiego spregiudicato del possesso della terra, aveva molto limitato gli usi civici delle col­lettività. Questa la cifra che permette di cogliere ampi tratti della violenta lotta po­litica allora in corso: senza tuttavia dimenticare che saldando sotto il segno di casa Borbone l’identità religiosa ed il tradizionalismo d’antico regime al cardinale riu­sciva di costruire un programma politico squisitamente controrivoluzionario, del quale le insorgenze nelle altre regioni d’Italia mai riuscirono a dotarsi. Nel caso me­ridionale, infatti, ad emergere come uno straordinario strumento di aggregazione so­ciale e politica – e a dettare quindi le ragioni della sua straordinaria fortuna – era una prospettiva culturale che si voleva pienamente alternativa e concorrenziale a quella proposta dai giacobini. Non a caso, sostituendo all’individualismo (latore della di­sgregazione sociale) il tradizionale ordine corporato, un seguace del cardinale Ruffo, Francesco Colangelo poteva, in quello stesso anno 1799, dimostrare come il sanfe­dismo e non il giacobinismo fosse l’autentica espressione della volontà generale.
Queste le sue parole: «Gridavamo noi tutti, d’ogni età, d’ogni sesso, d’ogni condi­zione, che rispetto a questo gregge epicureo ci potevamo chiamare, senza sospetto al­cuno di vanità, e di superbia, i veri onesti uomini, i veri patriotti, i veri cittadini; gridavamo: Filosofi, filosofi, siamo uomini, siamo cittadini ancor noi. Abbiamo noi ancora i nostri diritti. Gli vogliamo sicuri, gli vogliam tranquilli, non vogliamo tu­tori. Vogliamo slanciarci per quella forma di governo che più ci aggrada. Voi non po­tete essere gl’incompetenti dominatori e i tiranni degli altri simili: tuti siamo eguali. Noi vogliamo la cattolica religione, il nostro re, noi amiamo la monarchia. Siamo con­tenti della nostra superstizione: ci teniamo care le nostre catene, i nostri ferri…» 7.
Sono parole che avrebbero impressionato i repubblicani di Napoli, per i quali i trionfi di Ruffo di Calabria erano la prova provata del crollo di ogni ordine sociale al quale si poteva sopperire solo recuperando una parte almeno dei tradizionali gruppi di potere alla loro causa. La loro analisi era corretta, ma il rimedio appariva largamente sbagliato, perché le tradizionali forme del potere, indipendentemente dagli eventi rivoluzionari, erano da molto tempo in crisi. La nascita del nuovo ordine, favorita dall’improvviso arrivo dei francesi, aveva fatto ricasco su una situazione da tempo travagliata, dove le trasformazioni d‘ordine socio-economico degli ultimi de­cenni (dettate dalla privatizzazione contro censi ed usi civici, dalla crescita degli al­lodi e dall’abolizione di taluni diritti baronali) avevano favorito un diffuso malcon­tento e posto, anzi, in essere taluni importanti prerequisiti rivoluzionari. Si lamen­tava infatti il mondo contadino e pastorale, privato delle tradizionali strutture assistenziali 8, mostrava malcontento la Chiesa, sulla quale aveva non poco pesato la politica riformatrice della Corona 9, ma contrastavano il potere centrale anche taluni notabili, non di rado penalizzati dalla politica riformatrice della monarchia 10. La fuga del re, recidendo il nesso di subordinazione della periferia nei confronti del centro precipitò le province in una drammatica lotta per il controllo del potere lo­cale, che la concomitante nascita della democrazia avrebbe presto declinato nei ter­mini dell‘adesione (o meno) alla repubblica. In questo nuovo quadro di riferimento, sarebbe inutile tentare di procedere schematicamente, ripartendo i fronti repubbli­cano e monarchico, che subito si profilarono in tutte le province, per la via di criteri di selezione d’ordine socio-economico oppure territoriale 11. La mappa politica delle province presenta infatti moltissime combinazioni: nel campo delle municipalità repubblicane ai casi della presa del potere locale da parte di uomini nuovi se ne ac­compagnano altri dove a guidare la democratizzazione sono forze sociali e politi­che assai tradizionali; così come, sul versante opposto, la resistenza al nuovo ordine trova impegnati soggetti dell’antica struttura di governo ma anche forze nuove, che non mancarono di rispondere ai proclami dei fautori dell‘antico regime perché sem­bravano loro molto favorire il ricambio della classe dirigente locale 12. Il trionfo san­fedista sarebbe insomma dipeso anche (se non soprattutto) dalla circostanza che in più luoghi le municipalità repubblicane risultarono la rappresentazione dei poten­tati locali di più o meno recente ascesa: come dire che non di rado la repubblica parve il garante di un processo di eversione di consolidati e tradizionali equilibri so­ciali che da qualche tempo molto preoccupava le collettività meridionali, le quali, per tutta risposta, passarono dalla parte di Ruffo 13.

Sessanta anni dopo, l’impresa del generale Garibaldi ricorda molto, nella propria dinamica, quella del cardinale Ruffo. A sua volta sbarca dalla Sicilia in Calabria e in tre settimane soltanto raggiunge Napoli. Le operazioni militari sono brillanti quanto i trionfi politici, ma la vittoria della causa italiana non è definitiva: mentre France­sco II di Borbone si ritira in esilio, nelle province meridionali, nel bel mezzo del cambio di regime, prendono forma, in nome della dinastia appena decaduta, delle insurrezioni, subito conosciute con il nome di brigantaggio. Alla sfida il giovane stato italiano risponde con la repressione militare, che comporta l’uccisione di 4000 briganti solo nei primi due anni 14. Ancor più interessante, poi, è la ripartizione dei caduti per le differenti province meridionali, perché il maggior numero dei briganti uccisi sta negli Abruzzi e in Basilicata, ossia in due regioni che non vennero attra­versate dal generale Garibaldi nella sua fortunata risalita della penisola. Questo si­gnifica che laddove i suoi uomini furono presenti, essi riuscirono a consegnare il potere locale ad un ceto dirigente fattosi immediatamente «italiano» sia per scalzare il precedente gruppo dirigente, oppure per solo conservare la guida del municipio da quanti non avrebbero mancato di farsi avanti; di contro, laddove le truppe prima garibaldine e poi piemontesi mai transitarono, fu presto il tempo delle rivolte po­polari, perché il vuoto di potere finì per acuire le tensioni politiche a livello locale tra chi intendeva sostenere la causa italiana e profittare del crollo del regime per conquistare le leve del potere e chi, non volendosi fare da parte, spesso impossibili­tato a passare prontamente al campo «italiano», avrebbe fatto ricorso alla fedeltà dinastica per tentare di conservare il proprio ruolo politico.
Una lettura di questo genere sembrava d’altronde suggerire un militare piemon­tese, Alessandro Bianco di Saint-Jorioz, quando, escludendo l’oro e l’intrigo della di­nastia appena caduta, indicava le ragioni del brigantaggio «nelle inimicizie feroci che in ogni paese dividono i pochi signorotti fra loro. I più ricchi sono chiamati borbo­nici dai meno facoltosi e questi s’intitolano liberali per rendersi forti con questo nome e poter denunziare gli altri e sfogare … la vendetta per antiche prepotenze sof­ferte da quelli durante il cessato governo borbonico, che era governo di partito e dove il danaro assicurava l’impunità. I partiti si fanno nelle plebi dei clienti e se ne giovano all’occasione per spingerli al saccheggio degli avversari e così nasce e così si alimenta il brigantaggio» 15.
Il quadro offerto da Bianco di Saint-Jorioz pecca di schematismo, ma non vi è dubbio che egli avesse colto i termini concreti della dinamica politica in corso nelle province meridionali. Tuttavia, riconducendo tutto a mere zuffe paesane, egli si fa­ceva sfuggire una dimensione politica del conflitto locale che rispetto al lontano 1799 si era fatta assai più articolata.
Nei sessanta anni trascorsi, il Mezzogiorno aveva infatti conosciuto l’esperienza dei napoleonidi Giuseppe Bonaparte e Gioacchino Murat (1806-1815), la cui opera di modernizzazione in campo statuale gli stessi Borbone, al momento del loro ri­torno sul trono, non avevano ritenuto opportuno contrastare. Ne era seguita una vi­cenda politica affatto originale, dove la Restaurazione, governando uno stato intieramente modellato sull’esempio francese, aveva a stento contenuto l’istanza co­stituzionale, col risultato che nel 1820 un pronunciamento militare aveva introdotto il testo di Cadice e che nel 1848, a fronte della protesta che giungeva dalle province, il re Ferdinando II si era visto nuovamente costretto a concedere uno statuto. Se è vero che in entrambi i casi i sovrani avevano presto ritirato quanto erano stati co­stretti in un primo tempo ad elargire, non vi è comunque dubbio alcuno che lungo il secolo XIX i ceti dirigenti meridionali avessero fatto dell’istanza costituzionale la strada per una sorta di nazionalizzazione che da una parte doveva rifiutare la di­mensione rivoluzionaria data dall’esempio di Francia, ma dall’altro, riconoscendo il peso della modernizzazione nel frattempo intercorsa, era chiamata a correggere, a favore dei ceti dirigenti locali, un’organizzazione statuale rigidamente accentratrice 16.

Il mantenimento di questa tradizione costituzionale e la sua ramificazione presso i gruppi politici meridionali sino a tutto il 1860 17 sono stati spesso posti sotto silen­zio da una ricostruzione del crollo delle Due Sicilie molto desiderosa di distinguere le forze vive del Mezzogiorno, tutte schierate dalla parte italiana, rispetto ad una peior pars, fatta di plebi inconsulte, su cui s’era ridotta dopo il 1848 a far conto la di­nastia borbonica. E tuttavia, la circostanza che l’ipotesi costituzionale in qualche modo ancora reggesse il campo nella drammatica estate napoletana del 1860 e che Francesco II tornasse a concedere lo statuto per scongiurare, in extremis, la minac­cia garibaldina dovrebbe suggerire la vitalità di una tradizione politica napoletana e l’esistenza quindi di una classe dirigente locale che non può essere liquidata in un indistinto mondo plebeo e straccione soltanto 18.
In un quadro siffatto, anche l’esplosione del brigantaggio, immediatamente se-guita al crollo della monarchia borbonica, assume un diverso significato ed esclude che le violenze seguite al 1860 fossero il seguito di quanto accaduto nel 1799. A fare la differenza era, nel frattempo, un ceto politico provinciale, forte di una cultura co­stituzionale, capace di aggregare attorno alle parole d’ordine del «regno nazionale» ampi settori della società locale e che mai avrebbe accettato di essere messo da parte dal nuovo stato italiano. A questi gruppi dava ancora una qualche forza una tradi­zione politica «napoletana» che sui principi unitari, declinati in termini meridionali soltanto, aveva costruito la propria specifica identità. E questo spiega perché, in al­cune aree dove forte fu il brigantaggio, i sospetti borbonici fossero per lo più quanti, nel corso della precedente rivoluzione del 1848, si erano risolutamente schierati a favore dello statuto. Questi uomini, che avrebbero sapientemente alimentato la ri­volta, erano latori di una tradizione politica «napoletana» destinata a sopravvivere alla sconfitta del brigantaggio per riproporsi nella storia del Mezzogiorno unitario sotto forme volta a volta differenti: col tempo scivolando dal ricorso alle armi sino al rimpianto per una grandeur napoletana irrimediabilmente andata perduta a fa­vore d’una scelta italiana dalla quale non il giusto dovuto sarebbe comunque tor­nato; col risultato che la struggente nostalgia avrebbe trovato alimento in un passato storico e culturale che la stessa stagione napoleonica, anziché oscurare, avrebbe con­tribuito ad ulteriormente provare. Sin dal 1862, uno studioso di politica qual Enrico Cenni avrebbe d’altronde dato voce a questo amaro ripiegamento ricordando come lo stesso Napoleone avesse previsto due stati per la penisola e dunque accettato l’esi­stenza di due storie, due culture, e dunque due Italie 19.
Queste parole, che collegano la stagione napoleonica a quella dell’Italia unita mi sembrano confermare quanto la rivoluzione e la controrivoluzione si inseriscano nel medesimo processo di rinnovamento della politica ed intrattengano pertanto una relazione dialettica che non deve mai essere posta in disparte. E ancora: il caso del Mezzogiorno d’Italia che vi ho presentato suggerisce inoltre l’imprescindibilità di allargare il campo cronologico della controrivoluzione a tutto l’Ottocento, per­ché soltanto il lungo periodo, mettendo da parte il presunto immobilismo legitti­mista, può dare conto dei processi di trasformazione all’interno delle sue tematiche culturali e delle sue pratiche politiche. Lungo questa direttrice, la straordinaria po­liticizzazione del Mezzogiorno di secolo XIX, che non ha eguali quanto ad intensità nel resto della penisola, sembra trovare altro significato e restituire alla stagione na­poleonica – seppur sotto altro, diverso segno – quella centralità che tradizional­mente le veniva assegnata.
Così, a mo’ di conclusione, sembra opportuno suggerire come l’analisi della con­trorivoluzione nell’Italia del sud costituisca una utile occasione per leggere i ter­mini, affatto originali (e molto fragili), con i quali le Due Sicilie entrarono a fare parte dello stato unitario; ma valga anche a suggerire quanto il mondo contro-rivo­luzionario abbia influito sulla nascita di una cultura politica «nazionale», capace di fortemente permeare una classe dirigente locale dai tratti fortemente conservatrici, che non avrebbe mancato di giocare la propria partita anche nello stato unitario, dove avrebbe costituito un ostacolo di drammatiche dimensioni sulla via della de­mocratizzazione politica.

i. la oposición entre nación y aldea: 1868-1876
El arraigo carlista en el País Vasco decimonónico no es fruto exclusivo del rechazo experimentado en sus sociedades campesinas al cambio de estructuras socioeconó­micas generado por el liberalismo, ni de la fuerza de los modos de vida locales que regían esas sociedades. De hecho, la continuidad entre sociedad campesina e in­dustrial en las pequeñas poblaciones de Guipúzcoa y Álava fue determinante para su persistencia. La explicación más plausible de su auge reside, en realidad, en su im­plicación en los diversos modos de vida locales 2.
La persistencia de la cultura política carlista fue posible porque nunca trató de ser alternativa de naturaleza vasca al parlamentarismo español. Nunca perdió ni su dimensión españolista, ni su comunicación cultural con modos de vida y tradicio­nes campesinas cuya reproducción aseguró la suya propia. La guerra de 1833 a 1839 se preparó desde el final del trienio liberal, como resultado de la lección aprendida por las elites terratenientes de lo que podía significar la articulación de un sistema constitucional para los modos de vida locales. A ello se sumó, posiblemente, la ca­pacidad de expresión de un campesinado que había experimentado un peculiar aprendizaje de la política en el periodo bélico y revolucionario de 1808-1823, asunto que el profesor Rújula aborda en este volumen y que aún queda por estudiar en su dimensión vasca. La intensa paramilitarización de la sociedad rural y la participación de las diputaciones forales en la política represiva absolutista favorecieron ese apren­dizaje y la asimilación de un absolutismo foralista y defensivo que quedó institu­cionalizado en los tercios de naturales armados, germen de las partidas de 1833.
Los fueros, que se habían convertido en un baluarte defensivo del absolutismo vasco y en un marco horizontal de encuentro entre hidalgos y terratenientes celo­sos de su poder local y jornaleros y artesanos deseosos de proteger sus usos y cos­tumbres , terminaron por proporcionar la solución a la guerra en 1839. La política fuerista e integradora de los liberales moderados que ocuparon las diputaciones permitió la efectiva asimilación del ideal religioso y político carlista en el espacio local. El moderantismo readaptó la cultura foralista y sus componentes románticos en el nuevo orden liberal, definiendo los contornos del fuerismo como discurso in­tegrador de una primera identidad vasca, netamente provincial, conservadora y ru­ralista. El carlismo, pues, se diluyó en la hábil gestión del poder local de la elite moderada. Se diluyó, pero no desapareció, pues se mantuvo en tanto que esa co­munidad de memoria tan bien reflejada por Miguel de Unamuno en la tertulia de la familia de Pedro Antonio de su novela Paz en la guerra. Tertulias que perpetua­ron la cultura de la insurrección armada frente a cualquier amenaza revoluciona­ria al viejo orden foral 3.

Pero el ambiente político comenzó a complicarse en los años sesenta. El hori­zonte de una revolución democrática y sus previsibles consecuencias sociales, ma­nifestadas en los sucesos de la Comuna francesa, publicitados y propagados por la prensa ilustrada y la publicística, provocaron en las clases acomodadas vascas un gran temor. Con la revolución democrática de 1868, el movimiento legitimista co­menzó a reorganizarse bajo una doble estructura político-militar que ya no desapa­recería hasta 1939. Su nueva dimensión política, accidentalista, le permitió crear un partido político, la Comunión Católico-Monárquica. A ella se unió una intensa labor de propaganda destinada a presentar a Carlos VII como la solución a los problemas de España, que eran pintados en un tono apocalítico. Esta tarea publicística incor­poró una efectiva modernización de la cultura tradicionalista, mediante la impor­tación de conceptos patrimonializados hasta entonces por el liberalismo, como sufragio, soberanía nacional, Cortes parlamentarias, o derechos regionales. Además, lo que era más importante, reconocía tácitamente lo hecho por aquél en materia económica, incluida la desamortización, lo que le permitía ampliar su espectro de simpatizantes a los liberales más conservadores.
En el País Vasco, esta doble maquinaria política y propagandística fue intensifi­cada por la labor hecha por el neocatolicismo, ala extremista escindida del Partido Moderado que en las provincias vascas se había integrado en el nuevo carlismo emer­gente, aportando personalidades, dinero, intelectuales, prensa… y fuerismo. Cuando a la altura de 1872 se hizo posible pasar a la insurrección, desplegaron el estandarte del pretendiente y una retórica catastrofista y de guerra santa expuesta en los folle­tos de Manterola, Artiñano, Dorronsoro u Ortiz de Zárate, así como en los subver­sivos artículos de El Euscalduna o El Semanario Católico Vasco-Navarro.
En coordinación con esta labor elitista, no exenta de un intenso patriotismo es­pañol, que demostraba la nacionalización de la derecha contrarrevolucionaria ya en estas fechas, sacerdotes y poetas locales llevaron a cabo una efectiva propaganda del sentimiento dirigida a las masas populares, mediante poemas e improvisaciones po­pulares, sermones, etc. Esta propaganda popular alertaba sobre los horrores de la revolución, el peligro que atravesaba la religión y las instituciones forales, etc. Su componente fuerista fue muy intenso dado que la foralidad implicaba la defensa de la unidad católica amenazada por la constitución de 1869.
Ambos discursos carlistas, el popular y el ilustrado, tuvieron en la foralidad un nexo simbólico común, sustancialmente diferente, aunque complementario, que unió a lectores del Euscalduna y oyentes de los bertsolaris en las ferias y romerías ru­rales. Para los primeros, los fueros eran la garantía del preciado monopolio del go­bierno local por parte de sus representantes más selectos, a la par que el principal legado espiritual de la España católica tradicional, manifestado en las costumbres de sus diversas colectividades. Esta concepción de la foralidad era fácilmente integra­ble en la idea de patria carlista, siempre imaginada como la tierra de los padres, he­rencia de un pasado cuyas tradiciones y costumbres debían aislarse de la agresión del cambio histórico.
Mientras, los fueros representaban para el campesinado y artesanado no una suerte de autogobierno popular idealizado, como planteaba el fuerismo, sino un con­junto de ventajas tangibles de naturaleza económica, fiscal y militar, así como de prácticas sociales que garantizaban ciertas formas de comunitarismo local. Del bien­estar de los fueros dependía el precio de la leche, el maíz y el pan; el disfrute de los usos comunales y el que el hijo pudiese librarse de la quinta y trabajar la tierra; de­pendía, igualmente, librarse de los odiados impuestos de consumos y demás tasas personales que consumían los patrimonios familiares de la no tan lejana Castilla; así como asegurar el preciado bienestar espiritual que proporcionaba la parroquia... Los fueros que reclamaban y cantaban los combatientes carlistas no eran las elucu­braciones románticas que los intelectuales al servicio de las diputaciones ponían en sus labios. Amparaban una gestión familiar de recursos, que aseguraba la reproduc­ción de la comunidad tradicional, cuyos lazos de familia, amistad o negocio, defe­rencia o paternalismo, fueron una vía esencial de expansión del carlismo decimonónico.
Los fueros eran más necesarios que nunca en una sociedad rural que atravesaba una pésima coyuntura agraria. En ese contexto, las dificultades internas y externas del régimen democrático, embarcado, desde 1873, en tres guerras civiles, elevaron los gastos estatales e impidieron a los ministros librecambistas reducir una presión fiscal que amenazaba con alcanzar a las «provincias exentas» y abolir los usos y cos­tumbres que limitaban la excesiva polarización socioecónomica 4. Pese a que la ero­sión de los modos de vida era social, ésta terminaba por afectar las creencias y comportamientos colectivos. Y es que cuando este panorama de crisis de los modos de vida locales era contemplado a la luz de la ruptura del sagrado ideal de unidad ca­tólica, su dimensión social terminaba por ser vivenciada como una auténtica agre­sión cultural.

No fue difícil, pues, que los fueros terminaran por aglutinar el malestar de la­briegos, curas y clases acomodadas. Durante los primeros años del Sexenio, el des­contento objetivo y el hambre se aliaron con el temor de que las transformaciones legales hundiesen aún más a las comunidades rurales. En su defensa, encarnada en la vivencia popular de los fueros y el catolicismo que éstos preservaban, salieron de sus caseríos los defensores armados de «la Causa», con el fin de solventar los múl­tiples agravios causados por la normativa y actuaciones liberales, o presentados de esa manera por sacerdotes, notables rurales y pequeños intelectuales locales. La mo­vilización armada se benefició, además, de una sabia elección de sus cabecillas, hom­bres con experiencia en la resolución de conflictos locales, a los que la jefatura carlista concedió una gran autonomía en la movilización de sus contactos y clien­telas, lo que explica la sublevación final del verano de 1873 5.
Las diversas razones de esta insurrección, todas retroalimentadas por un con­texto revolucionario de una altísima inestabilidad política, social y económica, re­flejan la autonomía que las comunidades campesinas vascas tenían en esos años respecto de la acción coercitiva del Estado. Porque si algo quedó claro a la opinión pública liberal es que la masa social del carlismo estaba compuesta de «labradores», algo que ya dejó patente Unamuno en su novela sobre la guerra 6.
La similitud entre el imaginario político carlista y el del fuerismo isabelino, unida a la apropiación de los fueros por el discurso carlista, permitió que la opinión pública española imaginara la guerra carlista como una guerra entre vascos y españoles, en la que el carlismo actuaba como manifestación esencial de la identidad vasca de­bido, precisamente, a la legitimidad foral a que apelaba. Las complejas razones de esta opción dialéctica abarcan desde la debilidad del nacionalismo liberal español y sus pretensiones de construir un Estado nación cívico mientras combatía tres con­flictos civiles diferentes, hasta los condicionantes de las retóricas nacionalistas de guerra, que requieren de enemigos uniformes que estereotipar en tanto que ene­migos interiores 7.
Pero esta invención de los vascos como un enemigo de España fue posible no sólo por esa asimilación cultural del fuerismo en el imaginario vasco del naciona­lismo liberal, sino porque la propia sublevación reflejaba una identidad extraña, de raigambre campesina, contemplada como extranjera a la cultura nacional urbana. La lejanía cultural que el movimiento armado de labradores vascos mostró a los repre­sentantes del «Ejército de la Nación», incluyendo tanto a los militares como a los cronistas de la contienda, es esencial para comprender la dimensión campesina del carlismo vasco 8. La guerra fue interpretada por el bando liberal, que se consideraba legítimo representante de la nación, como una guerra entre ésta y la aldea, entre unos ciudadanos urbanizados que eran capaces de imaginarse como una comunidad soberana que se dotaba de derechos y libertades cívicos, y unos campesinos cuya imaginación se detenía en los lindes de su aldea, que combatían al Estado «sin ale­jarse de sus terruños» 9.
Esta mención al terruño como horizonte moral del carlismo popular vasco sitúa esta guerra en un contexto internacional de afirmación del Estado nacional sobre las comunidades campesinas, como documenta la polémica tesis del historiador Eugen Weber. El debate en torno a ella, protagonizado por historiadores anglosajones (Peter McPhee, James Leahning, Edward Berenson, Peter Sahlins) y franceses (Alain Cor­bain, Maurice Agulhon, Christophe Guionnet), se ha convertido en uno de los gran­des debates acerca de la Europa del siglo XIX. Un debate que busca medir la intensidad del choque entre la cultura urbana del Estado liberal y las variadas cul­turas campesinas que encontró en su tarea de nacionalizar sus inmensos espacios agrarios 10.
La condición extranjera y bárbara del campesinado vasco, repetida insistente­mente por la opinión liberal y que, supuestamente, explicaba su filiación carlista, era la misma que los prefectos, profesores y militares del Estado francés encontraban en su propio campiña en esos mismos años. Esta frontera distaba de ser espacial, era más bien cultural, pues era percibida por los mismos liberales bilbaínos radicaliza­dos por el asedio que sufrió su ciudad por esos mismos labradores en los años 1873 y 1874. Unos liberales que se veían cercados por unos «indios que hablan la lengua euskara» contra los que predicaban una guerra similar a la que argentinos o norte­americanos habían iniciado contra sus poblaciones indígenas, a fin de terminar con «la insurrección permanente de este país» 11.
Estos «aldeanos», caracterizados como bestias perezosas, avariciosas, misera­bles, irracionales, crédulas, formaban una comunidad exótica a la nación represen­tada por el Ejército enviado a combatir el carlismo. Una comunidad que debía ser nacionalizada mediante una adecuada infraestructura de centros educativos y vías de comunicación que exportaran a ella el progreso. Tal fue el discurso nacionalista de la época, en el que se refleja la extrañeza que generaba el comportamiento de los campesinos vascos. Un comportamiento que expresaba un localismo cuya dimensión identitaria residía en una serie de rasgos étnicos (la religiosidad, la lengua campe­sina fragmentada en variedades dialectales, la afinidad sanguínea a la familia, la ba­rriada y otras expresiones menores de lealtad basadas en el contacto físico con la comunidad circundante) y xenófobos de carácter intrínsecamente campesino. Lo­calismo que el carlismo amparó y propagó en sus cantos populares, incidiendo en la dialéctica entre la comunidad campesina y el Estado ateo 12.

El sacerdote Francisco Apalategui, en la recopilación de fuentes orales sobre la segunda carlistada que llevó a cabo a principios del siglo XX, recogió el testimonio de un anciano que había coincidido en Elorrio, en 1873, con el Cura Santa Cruz. Éste, al haberle oído hablar en castellano, había abrigado sospechas sobre su filiación y la de sus compañeros:
«—Oiek maketuak al dira? (¿Ésos son maquetos?) —Ez, jauna; euskaldunak dira. (No señor, son vascos) —Euskaldunak badira, zergaitik egin didate, bada, beti erderaz? (Pues si son vascos, ¿por qué me han hablado siempre en castellano?)»
El anciano recordaba cómo hubo de justificar ante Santa Cruz su habla caste­llana por su condición de estudiante. Éste le invitó a unirse a su partida, que lucía una bandera negra, con una calavera y huesos, bordada por las monjas del convento vizcaíno de Elorrio... 13
El testimonio requiere ciertas matizaciones. En primer lugar, el anciano recuerda la anécdota recurriendo a una terminología de tiempos posteriores a los de los he­chos. Así, por ejemplo, emplea la palabra «maketo», que no nació hasta dos décadas después, para designar a los inmigrantes llegados a trabajar en las localidades fabri­les cercanas a Bilbao. De todas formas, el testimonio muestra la frontera étnica co­locada por los insurrectos frente al enemigo liberal, y refleja hasta qué punto la xenofobia latente en los modos de vida campesinos pudo intensificarse en el nuevo contexto bélico en un sentido anticastellano y antiliberal.
Esta xenofobia, recogida en los cancioneros carlistas, no era manifestación de identidad nacional alguna, sino expresión de una mentalidad localista en fase ter­minal. La misma que imbuía a los vecinos de la localidad guipuzcoana de Legorreta que, dos meses después del episodio de Santa Cruz, cercaron la casa del maestro del pueblo gritando: «¡Muera el maestro castellano!» Y continuaba la crónica contem­poránea de este suceso: «el infeliz profesor (...) hubiera sucumbido entre aquellos cafres, si no se hubiera prestado a dejar la escuela y abandonar el pueblo. Según dice uno de nuestros colegas, de quien tomamos la noticia, el único delito que se impu­taba al Sr. Ortiz era el ser castellano y… ¡LLEVAR BIGOTE» 14.
De nuevo la frontera étnica dibujada por la lengua y el origen, por la condición de funcionario de un Estado considerado hereje, y finalmente, por una apariencia es­tética urbana. Como bien supo apreciar un testigo de aquella contienda, el «pro­vincianismo», el localismo rebullía dentro del carlismo y hacía que ni los propios sitiadores de Bilbao se ayudaran entre sí en el suministro de víveres y municiones, dado que los aldeanos nativos afirmaban que los llegados de Guipúzcoa o Navarra que se los solicitaban no eran «de nuestra tierra» 15.
Este localismo carecía de auténtica entidad identitaria como tal, a falta de su esencial dimensión religiosa. La regular participación en el ritual católico, inclu­yendo la toma de los sacramentos, constituía una prueba esencial de lealtad carlista. En agosto de 1873, Carlos VII juró los fueros en Gernika. El ceremonial en sí, y el en­golado vocabulario patriótico empleado por el aspirante al trono de España, poco pudo significar para la mayoría de los campesinos asistentes, pues estaba dirigido a unas elites y clases acomodadas ya nacionalizadas, que veían en él la conciliación per­fecta de su múltiple identidad española, foral-vizcaína y vascongada. Para los pri­meros, en cambio, lo más importante pudo residir en el mero hecho de que finalizara ese ritual tomando la comunión.
De esta observación discreparía Miguel de Unamuno, que en Paz en la Guerra concedía al carlismo popular una exagerada motivación fuerista, al leerlo desde una óptica urbana y «nacionalizada», que asociaba el ideario carlista popular con el de los carlistas urbanos que frecuentaban los casinos de Bilbao o Vitoria. Por el con­trario, Antonio Cánovas del Castillo quizá no discrepara tanto. En su viaje por Gui­púzcoa un mes antes de este episodio, en el tiempo en que Santa Cruz andaba descubriendo cripotoliberales entre los castellanoparlantes de Elorrio, dejó esta des­cripción del carlismo popular: «Dirigíame yo por Elizondo, el 16 de julio (día de la Virgen del Carmen) hacia la frontera (…) súbito apareció una mujer que, cuesta arriba venía gritando: «¡Ya está aquí, y ha comulgado!» A las preguntas de los viaje­ros, sorprendidos por aquellas voces, cuyo sentido ignoraban, respondió frenética la mujer: «Es Carlos VII, que ha comulgado al llegar.» (…) Así como así, en el grito de aquella mujer, expresión de un hecho que ni siquiera era exacto, está a mi juicio simbolizada la situación presente. El ¡ha comulgado! ¡ha comulgado! De la buena mujer quería decir: éste que viene ahora a mandarnos comulga como nosotras, y nuestros maridos, y nuestros hijos, y los otros; los de Madrid, no; bien venido sea, pues, a esta tierra. No es otra para mí la idea que ha levantado ahora a los vascon­gados en favor de D. Carlos y en contra del actual gobierno de España.» 16

El carlismo vasco de este tiempo viene a corroborar el análisis que Eugen Weber dibujó acerca del conflictivo proceso de modernización cultural e identitaria que vivió el campo europeo de la época. Corroboración que es antesala de una matiza­ción. Pues la dinámica de este mismo carlismo a partir de 1876 va a demostrar, en cambio, la insuficiencia de la tesis de este historiador, acerca de que esta nacionali­zación sólo pudiera venir desde arriba, de «agencias de cambio» estatales como el Ejército, la educación, los nuevos medios de transporte, la administración, etc. Y es que sin ese empuje estatal, el carlismo vasco consiguió no sólo transformar su prác­tica política, sino convertirse en una comunidad articulada en torno a un naciona­lismo popular.


ii. modernización política y guerra cultural (1876-1931)
El Cuartel Real vaticinó en diciembre de 1875 que el previsible triunfo liberal con­llevaría no ya la abolición de los fueros, sino la destrucción de las provincias vascas. Realmente, el discurso belicista y nacionalista había sido muy intenso entre la opi­nión pública liberal. Sin embargo, a lo máximo que llegó el Estado victorioso fue a abolir aquellos, e incluso a esto se vio conducido más que nada por la intransigen­cia negociadora de las diputaciones. Sea como fuere, el caso es que esta abolición se practicó en un clima de ansiedad y lamento colectivo, tanto entre los liberales nin­guneados por sus compañeros del resto del Estado, como entre los carlistas que se habían considerado los legítimos representantes de la auténtica identidad vasca.
Lo que continuó a la Ley de 21 de julio de 1876 fue una explosión de fuerismo, hasta el punto que éste se convirtió en una cultura unánime que dotó de tímida iden­tidad común a la clase política e intelectual de las tres provincias. En mayo de 1877, Carlos VII divulgó un manifiesto en contra de la abolición y recuperó la patrimo­nialización de los fueros como primera figura retórica de su movimiento. A través de su reivindicación, el exiliado rey de los carlistas demandaba la preservación de una arcádica sociedad igualitaria, ruralista y católica. Su proclamación de la intan­gibilidad del fuero como paradigma de la tradición acentuó los rasgos inmovilistas de su defensa, descartando la traducción política de esa reivindicación en un mo­derno autogobierno provincial que pudiera contar con espacio legal en el constitu­cionalismo, tal y como pretendía el fuerismo liberal 17. Por supuesto, tanto el carlismo como las otras variantes fueristas fueron manifestaciones de un mismo patriotismo múltiple propio de las minorías urbanizadas y alfabetizadas que participaban en la política liberal.
Políticamente, el partido vivía una etapa de recomposición y redefinición de su estrategia política, marcada por el exilio de sus bases dirigentes y por la dirección de Cándido Nocedal, entre 1879 y 1885, basada en una política de unidad católica y re­traimiento parlamentario, lo que acentuó la desorganización de sus bases locales vascas, afines a planteamientos más posibilistas de prohombres como el Marqués de Cerralbo 18. El aislamiento organizativo de estos años obligó a los grupos locales a funcionar de forma autónoma, dirigidos por personajes carismáticos que se en­cargaron de gestionar las cuestiones locales sin apenas relación con ningún órgano de dirección que superase el distrito. La escisión integrista de 1888 terminó por de­finir el panorama político del carlismo. El integrismo contó con mayor predicamento en Guipúzcoa (así como en las capitales vascas) que en Álava o Vizcaya. En la pri­mera, el beneficiario de la crisis fue la Unión Fuerista Liberal. En Vizcaya, el carlismo se mantuvo fuerte, pero hubo de ceder espacio tanto al fuerismo intransigente, como al catolicismo independiente y el minúsculo Partido Nacionalista Vasco nacido en 1895 19.
Esta multiplicación de la competencia por una misma comunidad católica le obligó a acentuar la colaboración con el bloque liberal dinástico, que había iniciado en el tiempo de la pasada dirección integrista. En Guipúzcoa, la guerra sin cuartel por el control de los distritos carlistas más importantes terminó con empate téc­nico, quedando Tolosa para los carlistas y Azpeitia para los integristas. En 1892, car­listas e integristas interrumpieron sus luchas para ocupar la Diputación guipuzcoana durante cinco años; en 1899, volvieron a colaborar tratando de sacar partido de la crisis del régimen tras la Guerra de Cuba y concentrando fuerzas frente al naciona­lismo vasco en crecimiento 20.
La década final del siglo contempla una apreciable modernización política del carlismo, basada en un importante despliegue organizativo que se tradujo en la cre­ación de numerosos círculos y juntas provinciales, locales o de distrito. En 1896, fueron 10 los círculos creados en Vizcaya, 11 en Álava y 4 en Guipúzcoa, mientras ese mismo año fueron 124 las juntas vizcaínas, 157 las alavesas y 87 las guipuzcoa­nas. El Marqués de Cerralbo reorientó el partido hacia la participación parlamentaria y lo convirtió en una moderna ultraderecha sustentada en la defensa de la unidad ca­tólica y nacional 21.

Este proceso ha sido calificado por Jordi Canal como un auténtico ensayo de mo­dernización basado en tres pilares: reorganización parlamentaria, adaptación a la cultura liberal y hábil recurso a la propaganda, el asociacionismo y el ritual conme­morativo. Sociedades tradicionalistas y círculos católicos cumplieron una función esencial en ello, si bien su crecimiento fue en tierras vascas proporcionalmente in­ferior al del área levantina 22. Un reciente trabajo de Ander Delgado sobre la Vizcaya continental ha dilucidado la razón final de esta desproporción. La «otra Vizcaya» era un espacio rural en el que la cultura campesina iba perdiendo peso económico y so­cial, debido al creciente espacio que ocupaban las actividades industriales y de ser­vicios en las localidades más urbanizadas.
Las sociedades tradicionalistas, como ha apuntado Canal, estaban intensamente relacionadas con el «proceso de urbanización» que definía las nuevas formas de so­ciabilidad política de finales de siglo. Así, sólo podían existir en núcleos urbanos, dadas las necesidades económicas que implicaba su mantenimiento, mientras en el entorno rural el habitat disperso hacía imposible este tipo de implantación política. En consecuencia, el carlismo hubo de urbanizar su funcionamiento, y ello fue sólo posible en las localidades donde contaba con suficientes seguidores, que se redu­cían a Guernica y Durango, al estar las demás controladas por el caciquismo dinás­tico. De todas formas, la falta de sociedades tradicionalistas no implicó una desorganización asociativa, pues fue suplida por la fundación de círculos católicos, en colaboración con otros elementos católicos, integristas o liberales, como ocurrió en Bermeo, Lekeitio o Munguía 23.
Sobre esa sociabilidad campesina se montó la nueva red asociativa articulada en torno a las capitales y grandes poblaciones (Guernica, Durango, Tolosa, Vergara). En ella el partido fue captando una mayor proporción de obreros y grupos de clase media, hasta transformarse en un efectivo partido-comunidad interclasista. Su mo­derna cultura comunitaria le permitió la fijación y reproducción, en espacios fami­liares y asociativos, de símbolos, mitos, ritos y valores políticos, forjadores de identidad común. Y a todo ello se unieron las fiestas, veladas, banquetes conme­morativos, mítines en un proceso de ocupación del espacio público a partir del con­trol de un efectivo espacio privado... 24
Esta nueva sociabilidad y actividad política permitió al carlismo acceder a una más amplia porción de la comunidad católica, que debía disputar a nuevas fuerzas como monárquicos conservadores, integristas, católicos neutros o nacionalistas vas­cos. Fue su estrategia de supervivencia en un tiempo de articulación de la sociedad de masas. Así, la extrema derecha tradicionalista al igual que la nacionalista vasca, propició la extensión de los mecanismos de participación política establecidos en la legislación electoral, permitiendo la socialización política de la población, movili­zándola tras sus proyectos políticos y utilizando una amplia variedad de medios cul­turales y políticos para ello 25. El carlismo vasco promovió, así, una singular modernidad defensiva, convirtiéndose en una opción política capaz de asimilar cual­quier repertorio de la moderna acción colectiva que le permitiera garantizar el statu quo del catolicismo local frente a la agresión externa, bien del Estado, bien de las fuerzas liberales y de izquierda obrera 26.
Además, el choque frontal entre el carlismo y el nacionalismo vasco favoreció la propia nacionalización del campesinado vasco. En 1893, el día de San Roque, carlistas y fueristas intransigente organizaron en Guernica un recibimiento al Orfeón Pam­plones, como parte del movimiento de fraternidad vasco-navarra generado por los planes ministeriales revisionistas de los Conciertos vascos y navarro. En esa jornada del 16 de agosto se produjeron dos tumultos, uno en la Sociedad Guerniquesa, de orientación liberal, y el otro en la Tradicionalista, al pretender algunos manifestan­tes, entre los que estaban Sabino Arana y el empresario fuerista Ramón de la Sota, la retirada en ambas de la bandera española, expuesta junto a pancartas fueristas. Una de ellas fue, finalmente, arrancada y quemada entre gritos de «muera España» 27.
Este episodio anecdótico refleja el trasfondo patriótico que cobró rápidamente la disputa política entre carlistas y nacionalistas. La ofensiva que el nacionalismo ini­ció desde su nacimiento contra el carlismo se centró en cuestionar su compromiso fuerista y en denunciar sus repartos de votos con el liberalismo alfonsino en Viz­caya, que le aseguraban una voz autónoma en Madrid 28. El fin de esta estrategia era afectar su legitimidad política entre su antigua militancia. Las razones de «alta po­lítica» que aducían sus líderes quedaban muy lejos de la sensibilidad y comprensión de ésta, lo que generó un apreciable trasvase de militantes y seguidores al diminuto Partido Nacionalista Vasco. Este movimiento había nacido de entre su propia mili­tancia, con un ideario en el que el antiliberalismo se había transformado en anties­pañolismo, y la unidad católica de España se había transformado en una unidad nacional (y racial) vasca y un anhelo de independencia que requería de una suble­vación armada, factor éste que refleja la herencia carlista presente en su ideario 29.
El último gran folleto de Sabino Arana, El Partido Carlista y los fueros basko-na­barros, de 1897, vino a apuntalar este proceso de deconstrucción del discurso y la cultura vasquista del carlismo 30. El enfrentamiento fue, desde entonces, la tónica general de las relaciones entre ambos movimientos pues, como ha señalado Mikel Aizpuru, a mayor proximidad ideológica y social, más intenso debía ser el choque, al ser mayor la confusión de los lenguajes políticos, lo que obstaculizaba tanto las pre­visiones de crecimiento del nacionalismo como la estabilidad social del carlismo 31.

Lo que se produjo, por lo tanto, a finales del siglo XIX, fue una competición por el voto católico rural que se tiñó de sesgos nacionalistas, pues al nacionalismo vasco respondió el carlismo con una intensificación de su discurso españolista. Los suce­sos de Guernica de 1893 reflejan esta competición entre ambos movimientos por convertirse en cauce de expresión política de la identidad de un campesinado que se encontraba en proceso de nacionalización, siquiera como consecuencia de la pro­pia modernización de la política. La crisis del 98 mostró, de hecho, lo avanzado de ese proceso. Los materiales de folklore y cultura popular vasca de ese tiempo refle­jan una cultura nacionalista muy similar a la del espacio público urbano. En el ho­rizonte del cambio de siglo, el españolismo comenzaba a cobrar fuerza en la sociedad rural popular euskaldun, si bien ya por entonces veía limitada su expansión por la pretensión del nacionalismo vasco de hacerse un sitio en ella 32.
Este españolismo popular, más emotivo que cívico, vinculado a un registro sim­bólico reflejado en el clásico imaginario católico e imperialista español derivó en el nuevo siglo, gracias a la creciente politización de la vida pública local, en dos direc­ciones: una, activamente liberal, republicana o socialista, y anticlerical, con pre­sencia en los pequeños entornos industriales, especialmente guipuzcoanos (Irún, Eibar); y otra católica y tradicionalista, cercana a un campesinado que, se comuni­cara en euskera o castellano, entendía «su propio mundo como un todo unitario (...) en que fe sencilla, creencias, valores, relaciones sociales, tradición, hábitos de trabajo, fiesta y religión conformaban parte de lo mismo» y definían la identidad personal 33.
Un mundo articulado en pequeñas localidades cada vez menos aisladas, en cre­ciente contacto con villas y localidades de mayor población y capitales provinciales de marcado acento rural como Vitoria. Ese contacto a escala comarcal o, a lo sumo, provincial, favoreció la asimilación de nuevas formas de pensar la realidad social, entre ellas el nacionalismo. La prensa, la movilidad geográfica facilitada por mejo­res comunicaciones, el servicio militar (muy importante, dada la endémica guerra marroquí iniciada en esos comienzos de siglo), la emigración con sus idas y retor­nos, y un parlamentarismo cada vez más modernizado y nacionalizado en debates y reivindicaciones, jugaron un papel capital en dicha transformación 34.
Y sobre esta nueva cultura rural se solapó una cultura nacionalcatólica popular,
fernando molina
alimentada por la historiografía católica, la novela costumbrista, la zarzuela, el fo­lletín, el teatro menor, la fiesta taurina, etc. Esta cultura interclasista, divulgada por nuevos medios de comunicación masivos, canalizó una nueva memoria patriótica a través de conmemoraciones, símbolos, mitos y ritos católicos. Entre esos mitos es­taba, por ejemplo, la «Gran Promesa» del reinado preferente del Sagrado Corazón en España, que favoreció una inusitada devoción popular por esta iconografía, a la que se sumaron peregrinaciones; congresos eucarísticos, procesiones, reuniones de prensa católica, conmemoraciones y monumentos nacionales que difundieron la idea de la identidad esencialmente católica de España. En tal proceso colaboraron las congregaciones religiosas, con su red de colegios, servicios sanitarios y de asis­tencia social; así como nuevas devociones marianas, cofradías sacramentales y aso­ciaciones religiosas 35.
A la altura de 1900 la nacionalización del catolicismo político era muy notable y la apoteosis patriótico-religiosa había alcanzado esplendor social. Así, frente a la tesis unidireccional de Eugen Weber, que entendía que sólo el Estado podía pro­mocionar un exitoso proceso nacionalizador del campesinado, el caso del carlismo vasco refleja que, al contrario, este proceso fue posible desde instancias de oposi­ción al Estado liberal como la Iglesia o partidos tradicionalistas, aunque contara con la activa complicidad de éste, al menos en su primera fase. Una complicidad que in­terfirió notablemente en su particular labor nacionalizadora 36.
De este nuevo espacio público católico fue surgiendo una extrema derecha con­mocionada por el peligro de una posible descristianización de España, que comenzó a verse agredida, además de por corrientes educativas liberales, el republicanismo anticlerical o el marxismo ateo, por el propio Estado. Y es que desde comienzos del nuevo siglo el Partido Liberal, a falta de un programa efectivo de regeneración cívica y democrática, había incorporado a su gobierno medidas laicistas. Y así se encontró, en su contra, con un beligerante catolicismo político que recurrió a un amplísimo repertorio de acción colectiva: peregrinaciones, procesiones, misas y ceremonias li­túrgicas, recogidas de firmas, mítines organizados por asociaciones laicas apoyadas por partidos como el carlista, manifestaciones, misiones populares, confesiones masivas...
La retórica de Reconquista comenzó a cobrar fuerza en estos años, y el País Vasco fue terreno fértil para ella, dado que allí la conciencia católica se veía sacudida por constantes experiencias traumáticas: creciente activismo sindical y obrero en la mar­gen izquierda del Nervión, Eibar, Pasajes o Irún; insoportable «libertinaje» en las so­ciedades de recreo de San Sebastián, incipiente anarquismo en la Rioja Alavesa....

Los cambios en las actitudes sociales, festivas, sexuales, laborales comenzaron a afec­tar al campo vasco y generaron una reacción violenta entre los católicos más extre­mistas. Los enfrentamientos violentos con republicanos y obreros se sucedieron, por ejemplo en 1901, en la fundación de la Gaceta del Norte, o en 1903, en la pere­grinación a la Basílica de Begoña. Así como los actos de desagravio, como el de 1908, con decenas de miles de peregrinos en Begoña o Zumárraga; o el de Guernica en 1909, o de nuevo el de Zumárraga en 1910... Todos ellos contaron con una intensa participación carlista 37.
El historiador norteamericano Herman Lebovics ha calificado la disputa entre lai­cistas y católicos en la Francia de ese tiempo como una «guerra por la identidad cul­tural», una guerra cultural en la que la derecha católica y su «nacionalismo integral» establecieron un atractivo discurso de la «verdadera Francia». Este discurso, que re­curría a un lenguaje patriótico esencialista y determinista, reivindicaba la autenti­cidad católica de la nación, que una vez recobrada sería la garantía de una identidad nacional de trasfondo regionalista, en la que la «pequeña patria» actuaba como marco de expresión de la «patria grande». Esta tesis permite entender el conflicto identitario de la España de este tiempo, que coloca al carlismo como uno de los va­ledores esenciales de la «verdadera España» frente a la «extranjerizante» liberal38.
Si bien la política electoral carlista trató de adecuarse a este contexto de guerra cultural, los proyectos de constitución de frentes o ligas católicas tuvieron diversa suerte. En Guipuzcoa, el bloque católico articuló a carlistas y conservadores alfon­sinos, a los que se unieron nacionalistas, integristas y católicos independientes; en Álava, la alianza católica, insinuada en 1901, no se formó definitivamente hasta 1909 y contó, también, con respaldo carlista. En Vizcaya, en cambio, la competición elec­toral extrema entre nacionalistas y alfonsinos, estos últimos con fuertes lazos de co­laboración con los carlistas, impidió la articulación de una liga católica. En el fondo, la cuestión de las ligas dependió de las circunstancias políticas locales, y reflejó la am­plia autonomía de la política liberal respecto de las culturas políticas de los partidos. Autonomía, que no independencia, pues el carlismo se sumó siempre masivamente a las protestas populares surgidas contra las medidas públicas laicistas. Precisamente, su activa participación en los altercados violentos derivados de muchas de ellas ex­plica el nacimiento del Requeté, como expresión paramilitar de esta progresiva bru­talización de la vida política 39.
Esta fue la autonomía más importante que se experimentó en el País Vasco de estos años. La otra, la derivada de una confusa demanda de autogobierno local sus­tentada en el ambiguo concepto, escasamente movilizador ya a esas alturas, de la «reintegración foral», tuvo menos fortuna. Así quedó reflejado con ocasión del fugaz estallido autonomista de 1917, canalizado por la petición formal de esta de­manda hecha por las diputaciones al Gobierno. En ese momento el carlismo o jai­mismo se dividió, pasando el alavés y guipuzcoano a posicionamientos favorables, mientras en Vizcaya la brecha identitaria con el nacionalismo implicó su fractura interna.
La razón, de nuevo, proviene del mayor equilibrio de fuerzas con el naciona­lismo vasco en esa provincia. Por ello, el carlismo vizcaíno optó por la escisión me­llista, partidaria de reforzar el bloque electoral con el monarquismo desde mayores planteamientos españolistas. En agosto de 1919 se hacía pública esta escisión, en un acto celebrado en el monte Artxanda de Bilbao, donde Víctor Pradera y Váz­quez de Mella atacaron los pactos de Don Jaime con la Comunión Nacionalista Vasca, partido que el veterano líder del carlismo durangués, José María Ampuero, calificaba como «ateo, corruptor, anticatólico y separatista y (...) el mayor enemigo del solar vizcaíno» 40.
La escisión mellista no sólo refleja la contradictoria actitud del carlismo en torno a la cuestión de la foralidad y la autonomía, sino que muestra, sobre todo, la influencia disruptora que la competencia política del nacionalismo vasco generó en su discurso. Perteneciendo ambos a una misma cultura católica, el creciente peso del nacionalismo terminó por colocarle en una delicada situación. En la me­dida en que intensificara su discurso vasquista, el nacionalismo vasco lo capitali­zaría; en la medida en que se distanciara de éste y reforzara su españolismo, aquél podría aprovecharlo para atraerse al entorno católico más inquieto por la «cues­tión vascongada».
Ensimismado en esta paradoja de difícil resolución el carlismo se introdujo en la dictadura de Primo de Rivera, que le concedió tranquilidad, al coincidir cultural-mente con sus presupuestos. Orientado a la extrema derecha violenta, languideció entre 1923 y 1930, al ver todos sus recursos de acción política monopolizados para bien por el nuevo régimen. Más allá de los coqueteos insurreccionales de sus filas más juveniles o sus camarillas más inquietas, o del colaboracionismo mellista que llevó a figuras vascas y navarras a la Diputación de Vizcaya (Esteban Bilbao) o la Asam­blea Nacional Consultiva (Víctor Pradera), el carlismo permaneció en un estado de inercia por la sencilla razón de que sus bases asimilaron perfectamente la cultura au­toritaria del régimen y su concepto orgánico y católico de la nación. Le ocurrió lo mismo que le ocurriría en 1939, solo que entonces hubo de emplearse a fondo en que llegara de nuevo un régimen de ese tipo 41.


iii. la conquista del estado (1930-1939)
Como señala Enric Ucelay-Da Cal, a la altura del año 1930, en una sola cosa parecían estar de acuerdo todas las opciones políticas que asistían a la caída de la dictadura de Primo de Rivera: la fuerza era vista como «una alternativa aceptable a las urnas» 42. Si éstas fallaban, la tentación de sustituirlas por el «derecho de la fuerza» resultaba muy atractiva para los partidos y organizaciones de izquierda y derecha. Sin embargo, quizá fuera en estos últimos donde su tradición insurreccional y la cul­tura que compartían con otros movimientos extremistas de la época conferían más peso a la idea de una conquista violenta del Estado con el fin de recuperar el espí­ritu de la nación que ellos manifestaban representar 43.
La caída de la dictadura dejó a los diversos movimientos que la habían respal­dado en una cierta intemperie política. Entre ellos estaba el carlismo. La unidad cul­tural facilitó una unidad de acción política ante la previsible llegada del fantasma de la revolución (y la disolución del orden social) que pretendían los «izquierdistas ex­tranjerizantes». Desde esa perspectiva, sólo haciendo de la religión el principal fac­tor de unión podía restaurarse la estabilidad social. El catolicismo social puso sus organizaciones, bases sociales y capacidad propagandística al servicio de aquella idea, con el respaldo de la Iglesia, que se comprometió a fondo en la campaña apo­calíptica acerca del horizonte republicano que se avecinaba. Todas las ramas del ca­tolicismo político vasco, excepto el PNV, participaron unidas en las elecciones municipales de abril de 1931 44. La coalición monárquico-tradicionalista se impuso en la Álava y Guipúzcoa rurales, mientras en Vizcaya lo hizo el PNV. Pero sólo Vi­toria quedó como feudo urbano de la coalición, permaneciendo las ciudades indus­triales como terreno republicano, aunque con importante peso católico 45.
El cambio de régimen fue vivido por el carlismo bajo un prisma de auténtico cas­tigo divino. La nación iba a ser orientada hacia una forma política que, en opinión de todos, intelectuales, clase política y bases sociales, conllevaba su disolución. No en vano, el ideal republicano era el estandarte de todas las fuerzas catalogadas como antiEspaña, como «bárbaros extranjerizantes» que pretendían disolver la cultura católica con el fin de importar la revolución bolchevique y la sociedad atea 46. La re­tórica apocalíptica, del Dios protector que cuida de su pueblo elegido en la medida que éste le santifica, fue la que dirigió la actividad política del bloque político cató­lico, que se movió entre el accidentalismo republicano y el golpismo militarista 47.
La estrategia carlista durante estos años fue múltiple. Por un lado, este partido-comunidad participó a fondo en la politización del ritual y el ceremonial católico frente a la política republicana. Desde la romería en honor del santo o Virgen local hasta la celebración de las grandes festividades cristianas, todo se convirtió en ex­presión popular de reacción al Estado. La liturgia eclesial, dificultada por la norma­tiva vigente o las decisiones sectarias de los gobernadores civiles, se convirtió en un fértil terreno de reacción política, completado con las protestas públicas contra la legislación laicista.
Los episodios de histeria anticlerical de 1931 (con paramilitares carlistas guar­dando los edificios del Obispado o el Seminario de Vitoria frente a posibles ataques de incontrolados) marcaron el inicio de la progresiva decantación de la militancia carlista hacia posturas de signo insurreccional. En ellas, el carlismo jugó a fondo con el potencial del Requeté, perfectamente militarizado en 1933, como demostró el siguiente episodio de inflexión que supuso el levantamiento de octubre de 1934, que supuso el asesinato de Marcelino Oreja y dos militantes tradicionalistas 48.
En este tiempo, se procedió, a la par, a un refuerzo político de la opción tradi­cionalista, mediante la reintegración de las escisiones mellista e integrista, que fue posible debido a las circunstancias políticas y consiguiente radicalización del dis­curso católico y nacionalista español, en el que todas estas variantes de la familia car­lista participaban. El proceso se había iniciado en las elecciones municipales de junio de 1931 y culminó con la proclamación de la Comunión Tradicionalista, en enero de 1932. En esta «nueva amalgama contrarrevolucionaria», el carlismo volvió a actuar como núcleo movilizador, como reflejó la intensa actividad de sus círculos y su extraordinaria ampliación en regiones como Andalucía, gracias a la efectividad de su nueva Junta Directiva, encabezada por el integrista Manuel Fal Conde 49.
Esta segunda estrategia tuvo sus consecuencias en el ámbito vasco. El reforza-miento del partido en su dimensión nacional y su asimilación de elementos inte­gristas y del antiguo monarquismo autoritario, implicó un reequilibrio del peso de sus grupos sociales y directivos de procedencia vasco-navarra. Este redimensiona­miento social tuvo su vertiente simbólica. La caída de la dictadura dejó al descu­bierto el profundo proceso de renovación que había vivido el nacionalismo vasco, hasta el punto de forzar una nueva escisión republicana en él. El PNV se replegó sobre su matriz católica y se mostró dispuesto a colaborar con las otras derechas en un programa mínimo, como había aconsejado el Documento Colectivo del Episco­pado español y el Obispo de Vitoria en una polémica pastoral electoral. Este pro­grama tuvo como eje la demanda de un Estatuto de Autonomía para el País Vasco.
El proyecto de Estatuto de Autonomía de 1931 constituyó, así, no tanto un re­flejo de la madurez que había alcanzado la definición de una común identidad vasca en las derechas vascas, cuanto una nueva expresión del tradicional proyecto de co­alición católica contrarrevolucionaria, que ahora se hacía descansar en su común subcultura regionalista. El proyecto de Estatuto de Estella y el movimiento político municipalista fueron, así, la expresión más clara de la incidencia de la cuestión re­ligiosa en la definición del «problema vasco» en la España contemporánea 50.

El proyecto regionalista con que concurrió a las elecciones la coalición «carlo-na­cionalista» residía en una lectura católica de la cultura fuerista. El autogobierno po­lítico constituía una vía para resguardar las provincias vascas de la política laicista estatal. Sin embargo, frente a lo que había ocurrido entre 1872 y 1876, ahora sí existía un movimiento político capaz de beneficiarse del tópico étnico vasco y reivindicarse como legítimo representante del mismo, en tanto que defensor de un proyecto de se­paración de España. Se cumplió, así, la ecuación ya aludida: el repliegue del carlismo sobre su tradición vasquista amenazó con difuminar su frontera identitaria respecto del nacionalismo vasco y reforzar la pretensión de éste de ser la verdadera expresión política de la identidad vasca. Jugando con dos lemas populares en esos años, el ali­neamiento tradicionalista con el nacionalismo vasco en defensa de su ideal de «Co­vadonga insurgente» terminó por transformar éste, a ojos del nacionalismo liberal español, en un «Gibraltar vaticanista». El nacionalismo español del carlismo quedó sublimado en el vasco de sus aliados, que fue capaz de aportar un repertorio simbó­lico, mítico y movilizador del ideal autonómico mucho más perfecto y efectivo 51.
El rechazo parlamentario del proyecto de Estatuto vasco en septiembre de 1931, dotado de cláusulas concordatarias y etnicistas inasumibles por un régimen laico, cí­vico y pluralista como el republicano, inició un proceso de erosión de la coalición carlo-nacionalista, debido a la actitud más abierta del nacionalismo vasco hacia su posible republicanización, frente a la posición no colaboracionista de la Comunión. En diciembre de 1931, las Juntas Tradicionalistas acordaron «abstenerse de toda co­laboración en la redacción del proyecto de Estatuto que se trata de formular dentro de los forzados límites de una Constitución sectaria» 52.
En mayo de 1932, una vez el nuevo Estatuto republicano fue elaborado, estas Jun­tas hicieron pública una nota que reflejaba las contradicciones del tradicionalismo ante la cuestión autonómica: el nuevo Estatuto se acomodaba al espíritu de la Cons­titución republicana y se alejaba de las bases «católicas por esencia e inseparables de la unidad nacional», por lo que la Comunión no podía declarar su adhesión a él. Sin embargo, como de él «pudieran derivarse algunas, probablemente no muchas, ventajas autonómicas para el País», remitía a la discreción de cada uno de sus afi­liados la posición a adoptar el día de su futuro referéndum. En agosto de 1932, Mar­
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celino Oreja manifestó su simpatía por el texto, a la que se sumaron Joaquín Beunza, Pérez Arregui, Julián Elorza o Ignacio Baleztena, además de católicos como José María Urquijo. Todos ellos estaban seguros de que la mera autonomía política be­neficiaría la defensa de las señas de identidad local que aseguraban el catolicismo. En las cercanías del referendum, las Juntas Tradicionalistas de las tres provincias reunidas en Vergara el 25 de octubre de 1933 publicaron una nota aclaratoria en que concedían libertad de voto para sus afiliados pues, pese a las ventajas que podría proporcionar el texto, la «falsilla laica» en que se apoyaba, les impedía «obligar a sus afiliados al voto afirmativo» 53.
El firme liderazgo nacionalista del proceso reveló, tras la celebración del refe­réndum y con ocasión de las elecciones constituyentes pocos días después, que la ac­tivación de la cuestión autonomista había acabado beneficiando no tanto a la causa católica cuanto a su variante nacionalista vasca. El crecimiento electoral del PNV se hizo a costa de tradicionalistas y católicos independientes, beneficiado de las con­signas eclesiásticas que preconizaban el voto a las candidaturas católicas más fir­mes. La conversión de la Covadonga insurgente en Gibraltar vaticanista en la opinión pública republicana reflejó, de hecho, el liderazgo simbólico que el nacionalismo logró, reforzado por el resultado del referéndum y su capitalización electoral.
Ya en tiempos del Estatuto de Estella, un ideólogo tradicionalista como Domingo de Arrese había exclamado, al ensalzar la coalición autonomista cómo «en el País Vasco bien puede asegurarse que el viejo Carlismo cada vez se acerca más al Nacio­nalismo. (...) El Nacionalismo Vasco reconoce en el Carlismo a su antecesor y su origen. Los guerreros legendarios de ambas «Carlistadas» son los padres de los mo­dernos nacionalistas. Sería exacto el afirmar que, al sucumbir vencida en los cam­pos de batalla la bandera de Don Carlos, el Nacionalismo la recogió filialmente» 54.
Una polémica como la mantenida por ambos movimientos cuando sus discre­pancias ya eran ostentosas, en relación con un símbolo religioso y vasquista, el himno de San Ignacio de Loyola, que el PNV utilizaba según una letra propia, refleja la ex­trema sensibilidad que conferían a los símbolos religiosos. Para la Comunión Tra­dicionalista, el uso que los nacionalistas, «uncidos a la carreta de la revolución contra Dios y contra España», hacían de uno de los himnos católicos más populares del país era inaceptable. Por ello, consiguieron que en el verano de 1934 el Obispado de Vitoria prohibiera su utilización, para frustración de Luis Arana, que se había en­cargado de nacionalizar esa letra en beneficio del imaginario nacionalista 55.
El propio Seminario de Vitoria terminó por reflejar esta atmósfera de lucha por el monopolio de la cultura católica. La Iglesia vasca veía en esos años cómo crecía el peso social nacionalista, especialmente en sus capas más jóvenes. En el Semina­rio, los seminaristas nacionalistas se agruparon en una sociedad fundada por Manuel de Lekuona, cuyos comportamientos sectarios en materia lingüística fueron de­nunciados por sus compañeros tradicionalistas. En esta tensa atmósfera política, el comportamiento de los seminaristas vasquistas se convirtió en uno de los recursos más importantes de denuncia que la extrema derecha españolista realizó sobre la su­puesta connivencia entre el Obispado de Vitoria y el «separatismo vasco», al cual se llegó a referir José Calvo Sotelo en las Cortes republicanas 56.

Este debate patriótico-religioso revela la pugna por el liderato de una misma co­munidad política entre ambas fuerzas. En provincias como Guipúzcoa o Vizcaya, e incluso en localidades alavesas de cierto peso, el nacionalismo vasco apostó por crear un espacio político autonómico, a partir de la legitimidad republicana, con el fin de aplicar sobre él su proyecto político católico. Con ello impuso una dinámica política posibilista, basada en presentarse como única alternativa católica posible a la iz­quierda «anticatólica». El crecimiento electoral del PNV en estos años de 1932 a 1935 revela lo exitoso de la estrategia.
En el final de la primavera de 1936, los requetés intensificaron su instrucción clandestina en las colinas de Estibaliz, cerca de Vitoria. Uno de los simulacros que practicaban era la toma de lomas en las que habían colocado ikurriñas que después quemaban.57 El 19 de julio, 3.000 requetés se reunieron en Vitoria para apoyar la in­surrección del Ejército de África. Las provincias vascas formaron 8 tercios: 3 alave­ses (Estíbaliz, Virgen Blanca y Begoña), 3 guipuzcoanos (San Ignacio, Zumalacarregui y Oriamendi, donde fueron integrados a la fuerza muchos nacio­nalistas vascos) y 2 en Vizcaya (Begoña y Ortiz de Zárate). Esta provincia y Gui­púzcoa proporcionaron, además, otros 6.000 efectivos más que sumar a los reunidos en Vitoria. Su vivencia festiva de la sublevación, sus ideales y motivaciones, en mu­chos casos más propiamente tradicionalistas que carlistas, su patriotismo emotivo y múltiple, su moralidad castrense y católica, etc. han sido bien estudiados por Ja­vier Ugarte 58.


iv. morir de éxito (1936-1975)
Alrededor de 350 civiles de orientación tradicionalista fueron asesinados en el te­rritorio controlado por el Gobierno Autonómico Vasco en los últimos meses de 1936 y el primer semestre de 1937, entre ellos algunos de sus máximos líderes, como Joaquín Beunza, Víctor Pradera o Juan Olazabal Ramery. Estas muertes fueron acha­cables tanto a elementos de izquierda como, en menor grado, a actuaciones autó­nomas de nacionalistas. La fractura entre dos movimientos que habían compartido espacio y cultura política hasta fechas muy recientes se acrecentó durante el avance de las fuerzas sublevadas, que practicaron una intensa represión destinada a ani­quilar la oposición republicana. En ella participó el carlismo, en colaboración con elementos falangistas, militares y con los cuerpos policiales militarizados, especial­mente la Guardia Civil. La dialéctica política de la República, que había conllevado la despersonalización del enemigo político, y la represión incontrolada de civiles en la Vizcaya autónoma generaron un ánimo revanchista explícito en la propaganda del bando nacionalista, incentivado por la propia dinámica bélica 59.
La descripción de esta etapa de «terror caliente» en Guipuzcoa, provincia que contaba con la mayor proporción de filiación carlista del país después de Álava, está siendo abordada por monografías locales de muy diversa factura, algunas, las menos, de carácter profesional, otras, las más, inflamadas de subjetividad política, carentes de la menor ortodoxia histórica y dotadas de una retórica cercana al nacionalismo radical vasco. Un nacionalismo que ha convertido la Guerra Civil en uno de sus lu­gares esenciales de memoria política, en tanto que representación del gran mito que articula su identidad: el conflicto o contencioso político entre Euskal Herria y España 60.
En todos estos trabajos se deja constancia de la implicación carlista en estas ta­reas represivas. Nada nuevo bajo el sol, dado que el carlismo no dejaba de ser con­secuente con la cultura política de la ultraderecha católica. Una ultraderecha cuya propaganda separaba de su proyecto orgánico, corporativo y autoritario de nación a esa «chusma sacrílega y facinerosa, pervertida por el abuso de las nefastas liberta­des», esos «izquierdistas extranjerizantes», «rojo-separatistas», «enemigos de Es­paña» que una República «masónica y atea» había colocado en las instituciones, cuya depuración física, como la de los moros en tiempo de la Reconquista, era in­dispensable para llevar a cabo la ansiada recatolización de España 61.
La implicación del carlismo vasco en esta tarea fue total, no en vano hubo de cargar con la tarea de representar el «nuevo Estado» en estas provincias, aprove­chando que la depuración política lo convirtió, especialmente en sus áreas rurales, en la única fuerza social capaz de gestionar el poder. Es cierto que la temprana di­sensión de una parte de su jerarquía, contraria al decreto de unificación con Falange de 19 de abril de 1937, generó problemas en su condición de cauce de comunicación entre el poder local y el nuevo régimen. Pero los propios críticos con el decreto, pese a que fueran objeto, en ocasiones, de depuración (política, que no física), no deja­ron de ser simpáticos al proyecto de «regeneración»; y los demás, la «masa carlista», se limitaron a aceptar, como mal menor, la necesidad de un partido único que ins­titucionalizase el consenso ante el nuevo régimen y encuadrase políticamente sus bases sociales.

Las disensiones más graves ocurrieron en Guipúzcoa y se debieron a la oposi­ción de estos carlistas a que el nuevo partido único fuera plataforma de promoción de falangistas y arribistas. Todas ellas remitían a una competencia en un marco moral común, nunca al cuestionamiento de éste. La coalición que formaron carlistas y fa­langistas no era una mera reacción negativa ante la política social y laicista de la Re­pública, sino que tuvo como fin destruir los presupuestos del Estado liberal, tal y como había preconizado el catolicismo político. Este mínimo común denominador de los grupos que apoyaron el franquismo fue lo suficientemente restrictivo como para impedir que pudiera hablarse de competencia de proyectos políticos. Todos, empezando por los carlistas, estuvieron de acuerdo en la necesidad de enterrar la tra­dición liberal 62.
El eje de la victoria política de los sublevados fue una limitada pugna por el poder local, protagonizada por aquellos que podían esgrimir un historial de beligerante españolismo antiliberal. En esta escala de la ortodoxia el máximo nivel correspon­dió a falangistas y tradicionalistas. Y dada la condición minoritaria del falangismo vasco, el carlismo actuó como máximo exponente de esa ortodoxia en estas tierras, tanto en el terreno político como en el religioso 63. De hecho, en Guipúzcoa, por ejemplo, su peso en el seno de FET llegó a dar una nueva dimensión a la lucha polí­tica entre militares y monárquicos, por un lado, y falangistas, por el otro, que en esa provincia fueron sustituidos por los carlistas 64.
Las querellas que se sucedieron en los primeros años de la dictadura fueron, pues, meras pugnas entre vencedores. En Vizcaya y Guipúzcoa, los carlistas acapararon el poder local en 1937 y se negaron a compartirlo con aquellos que no pudieran esgri­mir un pasado ortodoxo. La consecuencia de esta (en palabras de Canales Serrano) «primacía de lo político» fue la falta de espacio político para individuos de trayec­toria política obrera o nacionalista; y, fruto de lo anterior, el bloqueo del poder a estas personas, refugiadas en el silencio y la sociabilidad privada. Ello se dio más en Vizcaya que en Guipúzcoa, donde en muchas localidades se produjo una cierta in­corporación de militantes nacionalistas a puestos de poder local, fomentada por los dirigentes carlistas provinciales. Ello se debió a la escasa diferencia (y cercanía iden­titaria) de las bases sociales de ambos movimientos así como a la voluntad de inte­gración del nacionalismo más posibilista manifestada por la nueva clase dirigente tra­dicionalista 65.
Sin embargo, la política guipuzcoana fracasó. Como subrayó José Jiménez Campo, la sociedad española de la posguerra era una colectividad fragmentada y escindida entre vencedores y vencidos. Esa radical división era consustancial al nuevo Estado, que no propició ninguna reconciliación, inviable por cuanto su fuente de legitimi­dad era la victoria bélica sobre una parte de la ciudadanía. Así, la política de inte­gración política de elementos nacionalistas vascos quedó bloqueada por la clase dirigente no tradicionalista, que prefirió la desarticulación del nacionalismo vasco antes que ganar un mayor nivel de consenso político, que no precisaba 66.
Por lo demás, en Vizcaya y Guipúzcoa, donde el carlismo había competido sim­bólicamente con el nacionalismo en el monopolio de las señas de identidad vasca, éste buscó patrimonializar éstas, tal y como había pretendido aquél desde el Go­bierno Autonómico Vasco. Y si ello no quedó muy presente en el discurso público, dada la intensidad del centralismo y unitarismo represivo adoptado por las autori­dades del nuevo Estado, sí quedó expresado en el terreno simbólico, en las movili­zaciones nacionalcatólicas organizadas por las autoridades locales. Espatadantzaris, danzarichiquis, hilanderas y txistularis acompañaron a las peregrinaciones patrióti­cas, las fiestas locales de la liberación, la Fiesta de los Mártires de la Tradición y todo el repertorio festivo con que el régimen buscó respaldo social. Pero, de nuevo, este regionalismo «se estrelló con el uniformismo cerrado, no sólo del grupo militar, sino de la opinión media de la España nacional, especialmente sensibilizada en ese particular por la desdichada experiencia autonomista de la República» 67.
En contrapartida, desde los primeros años del régimen se produjo una conversión de la memoria colectiva carlista en memoria del nuevo Estado, que fue paralela a la transformación de la masa tradicionalista en puramente «franquista». Nada había de sorprendente, dado que los presupuestos ideológicos, políticos y culturales del car­lismo eran los mismos que los del nuevo Estado: «es el franquismo (...) el régimen político que más rasgos asume de los planteamientos carlistas de la época de la Glo­riosa». La instauración de Cortes orgánicas o del Sindicato Vertical coincidían con ese ideario, y si falló el reconocimiento foral (aunque sólo en dos provincias, pues Álava conservó el régimen de Concierto), la retórica pública quedó plagada de re­ferencias legitimistas, con «fueros» que reconocían derechos políticos y sociales, así como ceremoniales, conmemoraciones, festividades, etc. Tal fue el tributo del Es­tado nacionalcatólico al movimiento que mayor compromiso histórico había asu­mido con sus raíces culturales 68.

Esto explica por qué, en 1939, «la masa carlista, esa cercana utopía por todos rei­vindicada y por pocos controlada, volvió a los veneros de los que había salido y se ale­targó ante la ausencia de reclamos, mecida en un ronroneo conmemorador en el que terminaba el carlismo conocido: lo pasado no era sino el conjunto de etapas que había concluido con la instauración de la utopía tradicionalista, ahora obtenida y celebrada en sus jalones fundamentales» 69. En realidad, no fue tal letargo, pues el carlismo se implicó en la gestión del poder local, así como en la imposición social de su cultura nacionalcatólica. Y es que el nuevo Estado era su gran victoria.
En los años cincuenta, las razones sociales y económicas que habían permitido la continuidad de su cultura comenzaron a transformarse, algo que se incrementó con el desarrollismo de los sesenta. Resultado de ello, falló el relevo generacional de los viejos líderes nacionales y locales, en un tiempo en que las viejas adscripciones según escalas de ortodoxia iban perdiendo sentido, con el consiguiente ascenso de nuevos elementos tecnocráticos asimilables a un simple «franquismo» 70.
Surgió entonces un nuevo País Vasco, el país de la agresión profunda al paisaje rural, de la urbanización agresiva, de enormes flujos inmigrantes llegados a poblar los mismos espacios rurales donde el carlismo había ido reproduciéndose. Un País Vasco abruptamente secularizado, con una joven Iglesia abiertamente implicada en el horizonte reformador del Vaticano II y entusiasta, como muchos de sus jóvenes feligreses, de nuevos dioses, como la revolución obrera y la nación vasca. Un país en el que principios ortodoxos como la unidad católica y la consecuente imposición pública de una religiosidad conculcadora de derechos y libertades individuales fue­ron perdiendo sentido. Con el Opus Dei, cuenta con ocurrencia Juan Pablo Fusi, y no con la República, es con quien España «dejó de ser católica». Y con sus tecnó­cratas desarrollistas el País Vasco dejó, en paralelo, de ser carlista 71.
Transformado el marco rural en que se había reproducido sociológicamente, per­dida la religiosidad integrista que lo había articulado culturalmente, secularizada la vida pública por efecto de la urbanización e industrialización desarrollistas, el car­lismo vasco comenzó a desaparecer. Y antes de todo ello, como prolegómeno, había desaparecido su característica «cultura de la derrota» 72. En 1939, la utopía regresiva carlista se había convertido, tras cien años de violencia, en realidad. La Guerra Civil no podía convertirse en un nuevo jalón en la memoria de derrota, como 1833 ó 1876, pese a lo que proclamara el intento revisionista de izquierdas que surgió por enton­ces. Esa cultura tejida de catolicismo, regionalismo, nacionalismo oposicional y con­trarrevolución, compuesta por una narrativa heroica, autoconmiserativa y apocalíptica, que había cimentado el carlismo, carecía de sentido en una sociedad secularizada y progresivamente modernizada. Y así, el carlismo terminó de «morir de éxito». A la altura de 1969, año en que se nombró a Juan Carlos I sucesor en la Jefatura del Estado, sólo quedaba por definir quiénes y cómo iban a disputarse su me­moria y los réditos identitarios de su gestión política.


v. la memoria de los muertos gestionada por los vivos
En la cultura política franquista habían convivido diversas versiones del naciona­lismo español, unitaristas y regionalistas, pero la que terminó por articular el ré­gimen fue la primera, la más común a la mayor parte de sus familias políticas. Así, el nuevo Estado prestó poco respaldo a los intentos del carlismo vasco por reivin­dicar la patrimonialización de las señas de identidad vasca, lo que convirtió su ca­racterístico discurso de identidades compartidas en poco más que pura estética folklórica con que adornar los ceremoniales y festividades patriótico-religiosos locales.
El nacionalismo vasco careció, pues, de problemas en culminar su política de tiempos de la República y patrimonializar la cultura e identidad vasca. Y es que la oposición de izquierdas nunca había elaborado una interpretación definida de esta identidad, en parte porque sus características tópicas estaban viciadas por la histó­rica apropiación que la derecha, españolista o vasquista, había hecho de ellas; y en parte, porque ella misma había constituido un asunto problemático en su cultura po­lítica, que no había terminado nunca de casar con acierto la etnicidad reaccionaria que caracterizaba esa identidad con la identidad de clase y la cultura liberal y cívica que había caracterizado a su familia más poderosa, el socialismo. En el tardofran­quismo, la deriva acabó apuntando hacia la opción tomada por el Partido Comu­nista en tiempos de la República, que asimilaba esa identidad y, con ella, la cultura del nacionalismo vasco.
Con la desaparición del carlismo del espacio público, la dictadura se quedó sin su único «elemento vasco» de legitimación cultural. De forma opuesta, quedó abierto el camino al nacionalismo a la hora de reivindicar la representación exclu­siva de la identidad vasca y de reforzar su narrativa mítica, centrada en lo que será bautizado como el conflicto o contencioso político entre España y el País Vasco. Un componente esencial de esa apropiación identitaria fue la gestión que el naciona­lismo hizo de la memoria del carlismo en tanto que experiencia política vasca, de la cual había insistido en considerarse continuidad y superación.

Esta retórica continuista, que había sido particularmente intensa durante la II Re­pública, se incrementó en el tiempo de la dictadura. Tanto el nuevo nacionalismo violento e izquierdista, de ETA y los movimientos y partidos que orbitaban en torno a esta organización armada, como el cristiano-demócrata PNV, integraron la memo­ria carlista en su cultura nacional construida en torno a nuevos mitos políticos vin­culados a la Guerra Civil. Uno de ellos era el Estatuto, leído como un intento de recuperación de la independencia foral. El otro, aún más poderoso, lo fue el bom­bardeo de Guernica, representación simbólica del martirio del pueblo vasco frente a la agresión fascista española, que tenía la ventaja de contar con iconos como el cua­dro de Picasso a la hora de dar una dimensión internacional a este imaginario de de­rrota que entrañaba, como siempre, un horizonte de regeneración nacional 73.
La clásica cultura carlista de la derrota fue, así, hábilmente recuperada por el na­cionalismo vasco. La Guerra Civil constituyó un puente fundamental entre el pro­ceso de apropiación del carlismo durante la Segunda República y el franquismo. En los años previos a la guerra, la opinión pública nacionalista había comenzado una efectiva asimilación a su particular memoria nacional de las derrotas de 1839 y 1876, como jalones de la pérdida de la independencia nacional vasca frente a unos «exóticos» liberales españoles, confiriendo al carlismo un carácter de prenaciona­lismo, en tanto que defensor de dicha independencia expresada en los regímenes forales 74.
El tratamiento nacionalista del carlismo reflejaba el intenso organicismo de esta cultura, con constantes referencias de resabio evolucionista, expresadas en imáge­nes y metáforas de selección natural. Así, el carlismo era leído como un movimiento de expresión de la identidad nacional que había servido para dar vida al naciona­lismo vasco antes de que éste naciera, pero que en el nuevo siglo había quedado su­perado por éste. Funcionaba bien, por lo tanto, como versión decimonónica del nacionalismo, expresión de unos «padres guerreros», por utilizar la descripción de Damian Arrese, que quedaban relegados a útil memoria de sus nuevos «hijos guda­ris». Constituía una escalón evolutivo inferior en el proceso de «recuperación» de la identidad nacional. Todo ello, por supuesto, según una retórica de dialéctica entre vascos y españoles.
Esta retórica adquirió realidad material durante el tiempo de la guerra y la pos­terior represión sufrida por la comunidad nacionalista. La experiencia comunitaria de la Guerra Civil dotó al nacionalismo de un útil imaginario de derrota y martirio, simbolizado en el mito de Guernica, pero, especialmente, en el tópico de una re­presión física cuya discreta proporción comparativa con otros territorios quedaba su­blimada por su dimensión cultural, que convertía la posguerra en un tiempo de «ge­nocidio» cultural e identitario.
Así, durante la dictadura, el nacionalismo terminó de modelar la narrativa del conflicto político expresado por las guerras carlistas y culminado por la pérdida del Es­tatuto y la derrota del Ejército Vasco (del que desaparecían las milicias izquierdis­tas en tanto que sujetos activos). En el tardofranquismo, los intelectuales afines a ETA o el PNV establecieron una línea de continuidad entre las derrotas de 1839, 1876 y 1937, así como entre la pérdida de los fueros y la del Estatuto. En todas ellas, la postración nacional de los vascos había sido consecuencia de una derrota bélica ante la agresión española, siguiendo la retórica de las «cuatro glorias patrias» de Sa­bino Arana 75.
El carlismo constituía el cauce histórico esencial que daba fundamento a esa con­tinuidad nacional reflejada en una sucesión de derrotas épicas. Pero el marco na­rrativo presentaba una dificultad a superar: la participación entusiasta y victoriosa de aquél en la derrota vasca de 1937. La solución fue absorber la propia tradición car­lista, que ya se había encargado, en la posguerra, de reinventar en un sentido victi­mista ese incómodo episodio, a mayor gloria de aquellos disidentes con el proceso de unificación y, posteriormente, del fracasado ensayo de revisionismo izquierdista. Así, muchos carlistas habían interiorizado la «fórmula, cargada de significados y ne­cesitada de muchas y complejas matizaciones, según la cual podían considerarse los vencidos de los vencedores de las luchas de 1936-1939.» 76 Esta imagen victimista, que trataba de dar continuidad narrativa a su tradicional cultura de la derrota, no con­siguió generar suficiente apego social, quizá porque resultaba demasiado considerar víctimas a aquellos que habían alcanzado, merced a la guerra, cargos públicos loca­les o concesiones de gestión de lucrativos negocios comerciales, por no hablar de la imposición pública que habían hecho de su imaginario político y su moral.
Sin embargo, el nacionalismo sí aprovechó este mito victimista como un recurso adecuado a su necesidad de conferir dosis de generosidad vasquista a aquellos que, sin saberlo, formaban el nutriente histórico de su movimiento. Para reforzar el grado de la derrota nacional vasca, su nueva narrativa del conflicto insistía (e insiste) en la tesis de la traición de Franco a los carlistas (igual que ellos mismos habían sido trai­cionados por los republicanos), que habrían visto frustradas sus pretensiones vas­quistas por el nacionalismo español de sus compañeros vencedores. La opinión pública nacionalista y los discursos del principal líder del PNV en la democracia, Xabier Arzallus, insistieron en esta atractiva figura de la victimación del carlismo, que pintaba unas masas euskaldunes y amantes de su patria, traicionadas por sus aliados franquistas, con los que se habían coaligado inocente (y equivocadamente): «La enemistad política, las rencillas de vecindad y unos principios cristianos mal aplicados llevaron [a los carlistas] al lado de la ‘Cruzada’. Eran una de las fuerzas más importantes de Euskal Herria. Y Franco los anuló, los machacó y los desterró de la vida pública. Da tristeza recordar a tanto hombre venerable, íntegro y amante de su país, muchos de los cuales murieron con la tristeza de haber sido engañados y ma­nipulados» 77.

Esta imagen victimista del carlismo, si bien menos expresa, se instaló también en la cultura del nacionalismo extremista y violento de ETA y su submundo polí­tico y asociativo. Un nacionalismo que ha ejercido desde principios de la transi­ción un férreo control del espacio público y callejero complementario del ejercido en las instituciones locales por el PNV. De ahí la asimilación de Zumalacarregui a la mitología del patriotismo independentista, reflejada en la campaña electoral de la coalición Herri Batasuna en 1979, en el discurso de líderes carismáticos como Te­lesforo Monzón, así como, posteriormente, en campañas de imposición del eus­kera en el espacio callejero como la del Bai Euskarari, en los años 90. De ahí, también, el culto a la figura del Cura Santa Cruz y su partida guerrillera, asimila­dos a un imaginario conflicto violento entre el pueblo vasco y España que culmi­naría en las acciones armadas de ETA. Esta narrativa histórica tiene una larga trayectoria, desde los trabajos de Francisco Letamendía en la transición hasta los actuales de Josemari Lorenzo, estos últimos con una brillantez formal poco común en esta subcultura historiográfica 78.
Pero más allá de esta política de la memoria de la guerra y el conflicto, este na­cionalismo extremista también ha absorbido, con inusitada generosidad, la imagen victimista del carlismo en la Guerra Civil. Así lo reflejan las aludidas monografías lo­cales sobre la represión franquista, que insisten en un dibujo del carlismo nítida­mente separado de ese conglomerado mítico que representa el fascismo español, responsable del genocidio cultural del pueblo vasco: «Nos encontramos con un tras­fondo donde predomina el drama histórico del carlismo euskaldun del siglo XX en Euskal Herria, que se alió con el falangismo fascista e imperialista español, al objeto de derrocar a los nuevos aires laicos y de progreso, de modernidad y autodetermi­nistas (sic), que venían de la mano de la izquierda y del abertzalismo (sic), pero que luego fue absorbido y reducido al testimonialismo por el franquismo. En ese pro­ceso de anulación tuvieron que tragar, para su desgracia, con todo lo que quiso el nuevo poder franquista, entre los que cabe destacar el odio exacerbado hacia el eus­kara y la cultura euskaldun» 79.
En definitiva, a medida que sociológicamente el carlismo fue desapareciendo, el nacionalismo vasco procedió a apropiarse de su memoria en tanto que actor esen­cial de su narrativa de la identidad nacional vasca, articulada en el mito del con­flicto histórico. Ello requirió una operación retórica que pasó por afirmar la homogeneidad étnica del carlismo popular decimonónico; después, por suponerle un programa fuerista (en su lectura nacionalista) no formulado, que se asignaba a sus elementos populares (cuya cultura oral dejaba poco rastro escrito, lo que permitía fabular sobre sus compromisos vasquistas); mientras, se trasladaba a sus elites polí­ticas la condición españolista (suficientemente expresa en la documentación histó­rica, e imposible de ocultar), por cuanto toda narrativa mítica de este estilo precisa del conveniente traidor. Finalmente, en el episodio más contradictorio con esta re­presentación, el de la Guerra Civil, la socorrida metáfora victimista permitía salvar el cuadro mítico de «un pueblo vasco oprimido por España desde 1937, desnacio­nalizado por un Estado extranjero que le arrebata su lengua y envía emigrantes para acelerar su asimilación» 80.
El carlismo, reconvertido en un fenómeno criptonacionalista, proporcionaba la conexión étnica que un nacionalismo inventado a fines del XIX requería con el pa­sado foral en tanto que expresión del «espíritu nacional vasco». Y esa conexión con­fería realidad histórica al mito del conflicto/contencioso político como eje de la narrativa nacional vasca. Una narrativa que adquiría en el tardofranquismo y la tran­sición presunta representación material en la violencia política de ETA, la represión policial indiscriminada y las movilizaciones populares, instrumentalizadas en ser­vicio del ideario de la amnistía política y el autogobierno o independencia. Este con­texto de violencia política, terrorismo y movilizaciones sociales vampirizadas por la cultura del nuevo nacionalismo vasco salido de la clandestinidad, favoreció la crea­ción de un imaginario conflictivo de la sociedad vasca, que remitía a una preten­dida historia de violencia entre dos comunidades uniformes y antagónicas: la vasca y la española. Un imaginario alimentado por alusiones expresas en la opinión pública de la transición a la violencia y conflictividad política en las provincias vascas como una «guerra del Norte», la última de las guerras carlistas 81.
En 1967, José de Arteche exclamaba que «en el fondo de todo vasco, sea quien sea, está eso que llamamos carlismo. Algún nombre hay que dar a esa querencia. La úl­tima versión de ese carlismo es la ETA» 82. Esta perspectiva fue muy propia de los cír­culos de opinión afines al nacionalismo vasco, pero también obtuvo complacencia en una opinión pública española seducida por el tópico identitario vasco y por su pro­blemática acomodación al ideal nacional español. Ello permitía asimilar con pas­mosa naturalidad estas narrativas míticas que trasladaban a una comunidad tan di­versa y compleja como la vasca caracteres psicológicos y humanos unitarios, de rai­gambre étnica e histórica 83.

Finalmente, mientras el legado del carlismo era asimilado culturalmente por el nacionalismo vasco, la propia dinámica social de este movimiento político, liderada por su vértice violento en el espacio público, terminó por cerrar el círculo de la apro­piación mediante la eliminación física de sus feudatarios políticos. Más de sesenta antiguos carlistas fueron asesinados por ETA entre los años 1976 y 1980, según el re­cuento realizado por José Luis Orella. La tesis de este historiador es que esta política de liquidación física de personalidades locales del tradicionalismo que habían dado el paso al centro-derecha liberal o a la extrema derecha legalizada, consiguió evitar la formación de una derecha vasca españolista fuerte. Resulta arriesgado decir tanto, pero no creo que lo sea sospechar que esta actividad terrorista, que debe ponerse en relación con la estrategia que siguieron las ramas político-militar y militar de ETA de dificultar el proceso de democratización del Estado, lo que sí consiguió fue in­tensificar la desarticulación de la derecha no nacionalista vasca. Y, aún más impor­tante, consiguió difundir el miedo al ejercicio de la política en su área más sensible, la local, promoviendo una cultura del terror (y el control) social que llega a la actualidad 84.
El País Vasco, comunidad política de muy reciente y compleja formación, que­daba así sujeto a un ejercicio cotidiano de la violencia y la coerción social encami­nado a imponer por la fuerza las ideas que no podían conseguirse mediante el parlamentarismo pacífico y pluralista. Esa experiencia, general en todo el territorio de la comunidad autonómica creada en 1979, ha sido especialmente marcada en las localidades cuya dimensión espacial facilitaba un control social por parte de una minoría paramilitar que favorecía la legitimación pública de la lógica terrorista. Pre­cisamente, en estas comunidades locales los restos sociológicos carlistas neutrali­zados en los años de plomo de 1978-1980. Los únicos que, dada su condición nativa, hubieran podido cuestionar físicamente el cuidado imaginario del conflicto con Es­paña. Algo que queda por dilucidar, en todo ello, es la influencia que en esta tra­yectoria de un régimen autoritario nacionalista a otro, ha tenido la falta de un aprendizaje político democrático y pluralista en estas poblaciones, muchas de ellas clásicos feudos de la ultraderecha católica, vasquista o españolista 85.
«Tarde negra en San Sebastián» fue un reportaje del programa Informe Semanal emitido en el primer canal de Televisión Española, el 9 de octubre de 1976. En él se reconstruían los momentos previos al asesinato del Presidente de la Diputación Pro­vincial de Guipúzcoa, Juan María Arraluce, y sus tres escoltas por ETA militar. En su parte final, aparecía un impresionante testimonio de la familia de este antiguo mi­litante carlista, en que explicaban su vivencia del atentado, muy en la línea del tra­tamiento truculento y despersonalizado de los atentados terroristas que realizaron los medios de comunicación españoles durante la transición y los inicios de la de­mocracia.
En un momento de ese reportaje, el más joven de los hijos de Arraluce pide ante las cámaras que la sociedad española se una en el amor y su madre confiesa con se­renidad que ha perdonado a los asesinos y que reza por ellos. Luego, las imágenes pasan a mostrar una bandera española con crespón negro colgada en el lugar del aten­tado, en compañía de una cruz de borgoña carlista, bajo las que se habían depositado unas flores. El locutor del programa destaca la actitud de las víctimas de estos «luc­tuosos acontecimientos», y la serenidad con que «miran hacia atrás sin ira» 86.
El mensaje evangélico de la familia terminaba siendo adoptado por la cadena pú­blica de televisión que convertía al asesinado en un mártir en aras de una España de­mocrática. El sobrecogedor testimonio de esta familia carlista, y la opinión vertida por los redactores de la televisión pública refleja el marco cultural de expiación y culpa colectiva creado por el terrorismo de ETA tanto durante la transición como du­rante los primeros compases de la joven democracia. Un marco fomentado por el na­cionalismo vasco y asimilado por el resto del espectro político español. Nadie estaba preparado para ver esa violencia en su carácter social y cultural más frío y desnudo, era necesario proporcionarle un tono catártico respecto de una dictadura que aún estaba muy cercana y que recababa todas las culpas ante estos sucesos. Los terroris­tas no eran responsables de sus actos, sino el resultado de una antigua tragedia, de un conflicto político, un contencioso histórico aún por resolver 87. El carlismo vasco actuó como cauce de esa catársis colectiva proporcionada por la nueva narrativa de la identidad vasca. Su historia refleja que no sólo mueren las personas, sino tam­bién las culturas. Y que siempre, llegado ese momento, se encuentran herederos de­seosos de repartirse hasta la mortaja de los muertos.
¿carlismo en navarra o navarra carlista?: paradojas de una identidad conflictiva entre los siglos xix y xx
Francisco Javier Caspistegui
Dpto. de Historia. Universidad de Navarra
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No deja de ser un lugar común asociar Navarra con el carlismo, vinculando un mo­vimiento político, social y cultural o, tal vez mejor, una visión del mundo, con la esencia y la personalidad de una región, de una geografía concreta, de un espacio fí­sico delimitado. Sin avanzar más, sólo esta adscripción nos llevaría a plantearnos algunas preguntas: ¿tiene una región personalidad propia? ¿acaso líneas imaginarias y arbitrarias –construídas– son capaces de generar una forma de ser y existir dife­rente a la que se da más allá de esas líneas? En el proceloso mar de la identidad la razón dice una cosa y el corazón otra, pero lo que es evidente es que se asume la existencia de tales diferencias, de tales personalidades y se las reconoce e identifica, se las asume y se las critica, a veces de forma humorística, en otras, tal vez la mayo­ría por desgracia, de forma intolerante y excluyente.
Cuando Benedict Anderson escribió Comunidades imaginadas probablemente nunca se hubiera imaginado que de su libro lo más recordado habría de ser el título, una descripción del juego de las identidades, nacionales fundamentalmente, pero ex­tensible a cualquier otra por su carácter construido, de fraternidad horizontal y sus vínculos con un sistema cultural 1. Tampoco Edward Said, al hablar de «geografías imaginarias» para referirse al orientalismo, sería muy consciente del impacto de un concepto usado a partir de entonces como código y recurso habitual 2. Menos que ninguno, Eric Hobsbawm y Terence Ranger habrían supuesto la repercusión de La invención de la tradición, auténtica impulsora de un replanteamiento en profundidad de todo tipo de constructos culturales 3. Aunque menos divulgada que las referencias anteriores, Bernard Lewis hablaba en 1975 de la invención del pasado, que equipa­raba con las rectificaciones de la memoria 4. Surgieron estos y otros libros en un con­texto de revisión de la forma de hacer frente al pasado. Ya había quedado poster­gada la historia política por una militante historia social, pero en esos años comen­zaba esta última a mostrar signos de anquilosamiento. De la mano de una antropología cada vez más consciente del peso del pasado y en un ambiente de crí­tica al legado racionalista ilustrado, el escepticismo llamó a la puerta de las ciencias sociales, que fueron asumiendo la importancia determinante de los componentes culturales, es decir, de la construcción y elaboración concreta de las visiones que los seres humanos tenemos del mundo que nos rodea, desde lo más cercano a lo más trascendente. Probablemente tuvo que llegar este ambiente intelectual para que comenzásemos a ser conscientes de que nos inventamos las tradiciones, las identi­dades, las naciones, la memoria y a nosotros mismos.
Esta forma de atender al examen del pasado arraigó también en España y desde la segunda mitad de los años ochenta podemos encontrar ejemplos significativos de una forma de mirar que contó de forma necesaria con la superposición de perspec­tivas. Aunque los objetos de atención eran múltiples, faltaba tocar al carlismo, preso durante mucho tiempo en unos análisis que, como señalan Jesús Millán y Jordi Canal, eran de carácter partidista, polémico y sentencioso 5. Pese a las excepciones, la revisión del carlismo se mantenía aún alejada de premisas académicas. Sólo en los años noventa se produjo su normalización historiográfica, básicamente apoyada en un análisis que prescindía de apriorismos ideológicos. Sin embargo, aún era preciso insistir en la necesidad de estudiarlo de acuerdo a pautas que afrontaran su riqueza y su papel en el contexto en el que se desarrolló. Como concluía Eduardo González Calleja en 2000, «[l]a apuesta por la complejidad analítica parece el único camino para reconstruir el fenómeno carlista […] en toda la riqueza de sus manifestaciones a través del tiempo» 6. Ese mismo año Jordi Canal, al proponer el futuro camino de los estudios constataba, sin sorprenderse, el «casi general desconocimiento de la cultura del carlismo» 7. Finalizada la década de los noventa, se hacía imprescindible examinar un aspecto que complementase la revisión iniciada desde una óptica aca­démica para añadir con ello elementos de análisis a un fenómeno histórico com­plejo. De ahí la importancia que adquieren las palabras del mismo Jordi Canal cuando afirma la necesidad de ver al carlismo desde esta perspectiva cultural:
«Los elementos culturales resultan básicos para entender la evolución del carlismo, como lo son, asimismo, para hacer comprensible la del resto de las culturas políticas españolas. El estudio de la cultura debe contribuir a una reinterpretación más global y más compleja de todos estos fenómenos. Sola­mente de esta manera se hará posible una mayor comprensión y un más ade­cuado encuadramiento del carlismo en la historia de la España contemporá­nea. Unos objetivos que, en estos momentos, debemos considerar todavía como insuficientemente alcanzados» 8.

En el contexto anteriormente mencionado, el análisis de la cultura política del car­lismo se presenta como la posibilidad de integrar las diversas facetas estudiadas hasta hoy, de tono político o cultural clásico y socio-económico. La novedad vendría de la mano de la ausencia de marcos rígidos, de la posibilidad de prestar atención a obje­tos históricos cuya consideración aislada carece de interés, pero que integrados re­sultan iluminadores 9.
Es en este marco donde pretendemos insertar el estudio que sigue, al reflexionar sobre un aspecto de la cultura política y de la imagen popular de Navarra asumido por muchos de quienes se asoman a ella, aun siendo bien conscientes de hallarse ante una construcción. En un contexto de permanente lucha de identidades (vas­quista y navarrista fundamentalmente), incrementada por veleidades excluyentes en los últimos años, la asociación entre el carlismo y Navarra ha pasado desaperci­bida. A este entramado cultural, a este estereotipo, incluso se le podría llegar a lla­mar «lugar de memoria», un elemento representativo de un sistema simbólico 10. De alguna manera, el interés se pondría en la construcción de la igualdad más que en la demostración de su falsedad o veracidad, puesto que el mero hecho de lan­zarla indicaría la existencia de un sistema de comprensión de Navarra y el carlismo, una representación idealizada bajo la cual se podrían rastrear realidades profundas que, en último término, sirviesen para entender mejor la situación actual y sus pa­radojas identitarias.
En este contexto, además, habría que advertir primero acerca de la larga duración del objeto al que nos asomamos y, segundo, marcar la necesaria diacronía del análi­sis, puesto que no es lo mismo preguntarnos hoy por la relación entre Navarra y el carlismo que haberlo hecho, por ejemplo, hace algo más de medio siglo, cuando un riojano que formó parte de la quinta brigada navarra, escribió una loa desaforada a esa relación al afirmar:
«Más que relación, entre Navarra y la Tradición existe identidad. Navarra y la Tradición se confunden, se fusionan hasta identificarse y asumirse.La Tra­dición de España entera, descansa en Navarra. Los reyes de la Tradición, miran a Navarra con ojos de predilección, sienten por ella el amor que un es­poso siente por su esposa; y es que ven brotar de su seno los retoños frondo­sos de cien linajes que juraran fidelidad y servicio a la Causa. Los pensadores y guerreros, o son navarros, o buscan en Navarra la base y el aliciente de sus ideas y de sus luchas. Todos ellos representaron a Navarra en el Parlamento; todos establecieron en Navarra sus cuarteles generales» 11.

O cuando, al final de la propia guerra Rafael García Sanchiz publicó Del Robledal al olivar. Navarra y el carlismo 12. Incluso cuando, en 1973, las páginas de Cambio 16 aco­gieron un especial sobre la provincia titulado «Un Japón con boina roja». Tras la guerra civil de 1936 parecía asumirse entre los vencedores que la identidad navarra estaba definida con claridad y se vinculaba al carlismo, lo que llevó a construir un relato teleológico, una narrativa histórica en la que no cabía otra opción que la dada, en la que Navarra
«estuvo predestinada eternamente para realizar grandes cosas en el tiempo. Porque dado el orden reinante en la Providencia Divina y la relación con las cosas ordenadas, sería una injuria para esta Providencia, suponer que la gran misión histórica de Navarra es hija del acaso o del azar, o que en los designios del Plan divino, ocupa menos lugar y atención la misión trascendental vin­culada a esta región que la particular de un individuo. Navarra, fue llamada y elegida por Dios desde la eternidad para cooperar resueltamente sobre la gran Unidad de Destino en lo Universal, de que hablaba José Antonio, prin­cipalmente en la gesta cumbre, de todas las realizadas hasta hoy por la Nación Española» 13.

Lo que es evidente es que cada época ha anudado o desanudado la relación entre estos dos componentes dependiendo de las circunstancias históricas, y aunque pa­rece haber mantenido una base sobre la que ese vínculo se ha establecido en cada momento, sí parece claro que estamos ante una construcción cultural, ante la in­vención de una tradición que ha cuajado sin que necesariamente haya existido una realidad inobjetable tras ella. Dicha representación, es decir, la operación o el pro­ceso de producción de sentido a través de signos, implica una serie de preguntas y la necesidad de explicar por qué se creyó en ella, por qué arraigó y cuál fue la fun­ción a la que se destinó. En definitiva, no se trata de mostrar o describir el fenó­meno con aire de suficiencia o de criticar el atraso de una forma de ver el mundo, sino de entenderlo, de explicarlo; se trata de ver que esa relación entre el carlismo y Navarra no «es susceptible de ser comprendida, descrita o explicada, si no se tie­nen en cuenta los significados, los modos de percepción y la creación de sentido de sus contemporáneos y no se incorporan a su entendimiento, descripción o esclare­cimiento» 14.
El resultado de aplicar este punto de vista no será la historia del carlismo en Na­varra, ni por supuesto la de Navarra, ni siquiera la de la Navarra de los carlistas, sino una visión más que permita enriquecer la comprensión de un fenómeno que difí­cilmente está en vías de agotarse, sobre todo porque aún está en mantillas su estu­dio. Planteará además la cercanía entre las propuestas de esta dualidad y otros modelos de comprensión de Navarra, otras formas de entender la identidad de esta comunidad, como son la navarrista y la vasquista, con las que comparte varios as­pectos. Esto plantea por tanto las paradojas a las que se hace referencia en el título, comenzando tal vez por la más llamativa, que estando en tierra de fuerte arraigo carlista, apenas lo conozcamos.
Para afrontar esta revisión de un objeto materialmente inexistente, dado que se trata de percepciones y construcciones, vamos a utilizar un esquema interpretativo que parte de dos instrumentos: por un lado la continuidad y, por otro, la excepcio­nalidad. El primero de ellos ha sido reiteradamente señalado al hacer referencia al carlismo, pues si algo caracteriza este movimiento es su longevidad 15. Pero junto a este plano podemos apreciar también una continuidad entre la representación de la unión Navarra-carlismo, es decir, las narrativas que dan lugar a la idea del vínculo entre ambas, y los signos en los que éstas se concretan. Estas narrativas tendrían, ade­más, el objetivo de unir pasado, presente y futuro a través de la memoria, funda­mentalmente la de aquellos que la crean y a los que va dirigida 16. Habría por tanto una larga duración carlista por un lado y, por otro, el mantenimiento de unos lazos entre carlismo y Navarra en un lapso temporal similar. Este vínculo no es, en modo alguno, estático, sino claramente dinámico, como ya comentábamos más arriba, puesto que se produce una constante adaptación a las circunstancias de una forma reactiva. No estamos ante una propuesta que parta de elaboraciones creadoras, sino que busca sobre todo hacer frente a una realidad que no comparte y a la que busca alternativa. Aquí entraría el segundo de los instrumentos citados, la excepcionalidad, que permitiría matizar e individualizar la continuidad, permitiría considerar en qué grado intervienen aquellos elementos a partir de los cuales se produce la asociación entre el carlismo y Navarra y no con otros territorios. De alguna manera la excep­cionalidad definiría la relación, la construiría.
Por concretar el modelo propuesto, podemos examinar algunos de sus hitos.

La continuidad, entendida como coherencia narrativa o como metarrelato, se apoya en una serie de elementos que permiten el reconocimiento, la recepción de la trama más allá del momento de su creación y su adaptación dependiendo de las circuns­tancias. Tal vez el más importante de esos elementos sea la Historia –entendida como conocimiento y expresada a través de una narración–, en buena medida por­que sirve, proporciona una evidente profundidad temporal y, por ello, tiene una uti­lidad legitimadora. No hay que olvidar el contexto en el que nace el carlismo, un siglo XIX en el que la visión romántica del pasado situó el conocimiento histórico tras la construcción de la nación y de cuantas formas de comunidad se desarrolla­ron en ese tiempo. No será de extrañar por tanto que uno de los fundamentos en la construcción de la continuidad de la relación entre Navarra y el carlismo sea una his­toria centrada en la recogida de todo aquello que hiciese referencia a la tradición, a lo permanente, a lo que no cambiaba. Y tal vez la mejor plasmación de ello la en­contremos en las referencias al componente foral. Era en este rasgo distintivo y pe­culiar en el que la historia intervenía para sustentar la relación entre Navarra –y las provincias vascas durante, al menos, buena parte del siglo XIX– y el carlismo. Los fueros eran un producto esencialmente histórico, eran vistos como una tradición que definía la personalidad de los cuatro territorios. En torno a ellos se generó el de­bate acerca de su defensa o no por parte de los carlistas. Eustaquio Echave Sustaeta tenía muy clara cuál era la relación entre fueros y carlismo ya desde el transcurso de la Primera Guerra: «el ambiente del campo carlista era eminentemente foral, y le­yendo su documentación, parece que se está leyendo la historia de cualquier rei­nado de los reyes de Navarra más afectos al fuero, produciendo la convicción de que con Carlos V resucitó el Reino de Navarra» 17. No dejaba de ser una construcción in­teresada, pero era un elemento de extraordinaria utilidad para crear un vínculo só­lido con el pasado. En buena medida, la polémica que tuvo lugar sobre el foralismo
o no del carlismo durante la primera guerra giró en torno a la legitimidad que pro­porcionaba la supervivencia de lo foral y no tanto a la foralidad en sí misma.
Luis Bordas, liberal, señalaba que lo que motivó el apoyo a D. Carlos en los te­rritorios forales era precisamente la defensa de su elemento diferencial más anclado en la historia: «Aquellas tres provincias y la Navarra comprendieron claramente que los liberales tendían a restablecer un sistema de igualdad en toda la España, y en­tonces se mostraron más decididos a defender a D. Carlos, que no dudaban man­tendría todos sus fueros y privilegios, como los habían heredado de sus antepasados».
Y añadía que, en estos territorios, «sus naturales nunca han querido perder sus fue­ros. No pueden sufrir un régimen que los iguale con los demás españoles o una uni­formidad de leyes que los una con las restantes provincias de España. Así que en su levantamiento no hicieron una guerra de opinión, sino de intereses; no una guerra civil, sino una guerra de independencia» 18. El argumento central no había sido otro que el de la egoísta conservación de lo propio, lo que desde un punto de vista libe­ral, unitario e igualitario, suponía la mayor de las aberraciones. Surgía de ahí la ma­nifestación de una distinción, que ya Henningsen percibiera como superioridad: «[P]or encima de los límites de este pequeño reino, los navarros miran a los demás españoles más bien como súbditos que como compatriotas» 19. No era una voluntad de afirmación política de la diferencia, sino más bien la permanencia del elemento más manifiesto y patente del legado recibido, aquel que les proporcionaba una con­tinuidad con lo que habían sido y los distinguía respecto al conjunto en el que se ha­llaban insertos, la entonces naciente nación española. Como es lógico, este punto de vista se veía cuestionado por otros autores, que apreciaban solamente un elemento dinástico en la adscripción. Sin embargo, y pese a su relevancia como factor agluti­nador, era escasamente diferencial, dado que en toda España había seguidores de Don Carlos. No se trataba de buscar lo distintivo por encima de los mayoritarios ele­mentos comunes, pero en la creciente asociación entre Navarra y el carlismo, el ar­gumento foral era mucho más útil. Para Henningsen, no se trataba de
«una mera guerra de sucesión, sino de la lucha entre el principio conserva­dor contra el espíritu destructor en todo el país, y de la gran masa de la po­blación española contra una facción pequeña, pero poderosa. Hay mucho orgullo en el pueblo español, del cual la inmensa mayoría son carlistas, para aceptar las decisiones de los extranjeros, y aquel espíritu decidido que re­chazó a los moros y se burló de los esfuerzos del gran conquistador moderno, pudiera fácilmente removerse en medio de sus cenizas, que a lo más se en­cuentran tibias, pero no apagadas, cuando el orgullo nacional despierte» 20.

Ni lo foral ni lo dinástico, más bien una lucha ideológica, la confrontación entre principios en la que no se daba preeminencia a ninguno de ellos. Era la visión de al­guien que, como foráneo, interpretaba los acontecimientos españoles con una pers­pectiva más global, pero que no prestaba atención a la utilidad de las afirmaciones de foralismo para el carlismo, pero también para el foralismo liberal que igualmente reivindicaba su conservación. De cualquier modo, el argumento foral delimitaba un territorio claro ya desde la primera guerra y su paulatina asunción por los seguido­res del pretendiente llevó, en estos momentos, a una percepción más estrecha de la relación entre las Provincias y Navarra, y sus propios objetivos. De hecho, ya se ha­blaba de estos territorios como una referencia para lo carlista. Así, en la narración de la expedición del general Gómez, se decía que si sus perseguidores les hubieran dejado libres, «nos hubiéramos fijado haciendo de las Andalucías y Extremadura otra Navarra» 21. Por su parte, escribía Sanz Baeza que «Navarra y las Provincias for­maban el primer Ejército operante, el asilo de todo legitimista y la fortaleza que en­cerraba los principales elementos de apoyo a la lealtad». También lo expresaba así una exposición a D. Carlos de julio de 1837, al afirmar que el objetivo primordial de los cristinos era «destruir la Navarra y sus tropas, porque logrado este triunfo le serán fáciles los demás» 22.
La imagen diferenciada era patente, pues un territorio previamente distinto en razón de su foralidad y de su carácter de reino, apoyaba una opción dinástica y se con­vertía en protagonista de un movimiento que era percibido cada vez más en relación con una geografía definida. Además, jugaba a favor de esta imagen el recuerdo de la guerra de la Independencia. En el imaginario colectivo había quedado marcado el in­tento de imposición de un conjunto de ideas que, a partir de la primera guerra car­lista, se asoció con el proceso de implantación del régimen liberal. No es de extrañar que, cuando se produjo la sublevación carlista y ésta adoptó la forma de guerrillas, el recuerdo de lo ocurrido cuatro lustros atrás despertase el protagonismo de una Na­varra cuyas figuras alcanzaron cierto renombre en aquélla. La búsqueda de ancestros se realizaba al margen de su exactitud histórica, pero como venimos señalando, no se trata de buscar veracidad, sino la capacidad de construcción. En este sentido es significativa la afirmación de un francés:
«quand la guérille se lève, elle ne rentre que lorsque l’ennemi est mort. Les Maures, aux temps anciens, en ont fait l’expérience, et, ce qui n’est pas tout­à-fait aussi vieux, c’est qu’ils l’ont cruellement appris à Napoléon et à ses sol­dats; car il en revint bien quelques-uns pour raconter au pays ce qui était arrivé aux autres. Oui, ces Navarrais ont le diable au corps» 23.

Nos encontramos ya con algunos elementos que van a ser comunes en la relación entre Navarra y el carlismo: los orígenes, vinculados a una lucha a la que se atribuye carácter religioso; las actualizaciones de ese mal religioso, en forma de revolución; y el carácter belicoso y guerrillero de los habitantes del viejo reino. Una construc­ción histórica para fundamentar una irrealidad, por mucho que el carlismo tuviese una fuerte presencia.
Terminada la guerra el argumento foral se vinculó con más claridad al carlismo. La continuidad de la narrativa foralista se vio reforzada por las negociaciones em­prendidas. Los liberales navarros, a fin de asegurar la compatibilidad con la consti­tución de 1837, acordaron la revisión de los fueros, lo cual supuso la más clara confirmación para el carlismo de que los liberales habían minusvalorado la heren­cia recibida, haciéndola parte de la revolución ya consolidada en el país. Así lo decía el 14 de septiembre de 1846 una Proclama de la Junta Provisional Vasco-Navarra en la que se afirmaba:
«La revolución perdida en el caos de sus funestos planes, intenta precipitar­nos en la tumba donde ha encerrado vuestras libertades, vuestros fueros, pre­ciosos dones que conquistaron con su sangre vuestros antepasados. No les basta haber violado artera y traidoramente la más sagrada de vuestras vene­rables instituciones, haber hollado todas las promesas que prodigó para en­gañar la buena fe y la credulidad de los hijos del país vasco-navarro». Y añadían, muy significativamente: «¡Vasco-navarros! Al grito de laurac bat, ál­cense como un solo hombre las cuatro provincias. Venid, corred y rodear las banderas reales del príncipe legítimo cuya soberanía garantiza vuestra liber­tad, vuestro bienestar, vuestro porvenir» 24.

Los argumentos oscilaban de nuevo en torno al arraigo en el pasado. Sin embargo, el componente simbólico y la capacidad diferencial de lo foral eran percibidos cada vez más como el elemento definitorio y el sustento de la asociación entre, aún, el conjunto de los territorios forales y el carlismo. Esta diferencia era percibida desde fuera, como muestra un artículo publicado en Inglaterra en 1846, donde se ponía es­pecial cuidado en distinguir el carlismo vasco-navarro del levantino, fundamental­mente a partir de los fueros, que constituirían el argumento en torno al cual justificar la guerra:
«The Carlist troops in Aragon and Valencia were of very different composi­tion from those in Navarre and Biscay. In the latter provinces, an intelligent and industrious peasantry rose to defend certain local rights and immuni­ties, whose preservation, they were taught to believe, was bound up with the success of Don Carlos. In Eastern Spain the mass of the respectable and la­bouring classes were of liberal opinions, and the ranks of the faction were swelled by the dregs and refuse of the population» 25.

Con el paso del tiempo se produjo un estrechamiento de los lazos, la afirmación de lo excepcional de una continuidad que se alejaba de lo ocurrido en otros territorios.
Con el estallido de la segunda guerra, la búsqueda de referencias históricas iba a convertirse en un instrumento indudable de afirmación de la identidad carlista en Navarra. De nuevo apareció la Edad Media con una visión romántica, muy al hilo de lo que en el último tercio del siglo XIX se desarrollaba en buena parte de Europa, la rehabilitación del medievo como forma de rechazar un mundo incómodo, pero tam­bién como instrumento para comprenderlo. Se utilizaron los conflictos contra fuer­zas exteriores como argumento legitimador y alcanzó un auge considerable la mitificación de la historia propia, la historia del carlismo. Un militar liberal, vete­rano de la primera guerra, justificaba el arraigo carlista vasco-navarro en que se había «levantado como un solo hombre para defender su causa, que la llaman santa porque está enlazada con sus fueros y el sentimiento religioso y apoyada en la tra­dicional bravura de sus antepasados» 26. Era imperioso buscar elementos de dife­rencia en el pasado, en buena medida como reacción frente al intento igualitario y unificador.
Evidentemente el foralismo jugó un papel de enorme importancia en aquellos momentos, pues el carlismo asumió su defensa, bien en sentido genérico: «En Don Carlos veían los vascongados y navarros lo que más amaban, sus fueros y su religión, así que, naturalmente, habían de preferirle al gobierno que amenazaba acabar con los primeros, y atentaba a la segunda combatiendo abiertamente la unidad católica, base y fundamento de aquellos y de la grandeza de España» 27; bien mediante la más matizada y política necesidad de revisar la legislación que los había modificado y, sobre todo, había suprimido las principales instituciones privativas. Por ello, como se manifestaba en mayo de 1874, se trataba de «reconquistar para Navarra las insti­tuciones que la revolución le arrebatara, para España su pasada grandeza, y para la sociedad la civilización» 28. En último término, como se aprecia en este texto, se tra­taba de echar la vista atrás, repudiando lo existente, manifestando el malestar con la modernidad ya triunfante y ello a través de una historia común.
De ahí que esta visión tradicionalista insertara lo foral en un pasado global que llevaba a la mitificación de la historia del carlismo, de unos antecedentes próximos y remotos reunidos con la finalidad de proporcionar legitimidad, servir como ele­mento de unión, como un vínculo entre pasado y presente que diera sentido a lo que estaba ocurriendo. Es a la luz de esta lectura del presente a través de las lentes del pasado como se fueron añadiendo otros hitos históricos en los que se mostraba la profundidad temporal de un movimiento esencialmente idéntico y situado en el centro de lo que España –y Navarra– era. Buen ejemplo de ello es el vínculo que, ter­minada la guerra, establecía Francisco Hernando: «Los mismos sentimientos que lle­varon a nuestros antepasados a pelear en Flandes y en Italia, animaban a multitud de carlistas, y entre ellos y los hijos de la antigua España, ha habido tantas seme­janzas, que no parecía sino que eran los mismos hombres trasladados a otros tiem­pos». De hecho, equiparaba a los carlistas que tomaron parte en la batalla de Somorrostro y a los soldados de Gonzalo de Córdoba en Italia o «a los hijos de Za­ragoza oponiendo sus pechos a los cañones de Napoleón» 29. Esta relación con las guerras napoleónicas y la lucha de los guerrilleros era ya, como puede verse, una constante al hacer referencia a las continuidades de los vasco-navarros, a su espíritu y capacidad de combate. Francisco Hernando lo refería exclusivamente a Navarra al afirmar: «Quien no ha visto a Navarra en los primeros meses de la campaña car­lista, no sabe lo que es un pueblo ebrio de amor y de entusiasmo por una causa, ni tiene idea de la manera de sentir de los españoles. [...] Navarra hacía todo esto por segunda vez en el siglo XIX» 30.
La Navarra cada vez más relacionada con el carlismo se convertía en su santua­rio, como llegaba a decir Louis Teste 31, el origen del impulso, su centro geográfico y, además, el espacio en el que se desarrollaba la lucha. Así lo decía una canción de aquel tiempo:
«A Navarra, a Navarra, valientes,
nobles hijos del pueblo español
que Navarra es el campo de Marte
donde brilla la gloria y el honor» 32.


Pasado y presente estaban vinculados, no había habido cambios, el carlismo estaba embebido en la Navarra que lo acogía y que se convertía, paulatinamente, en el cen­tro de los seguidores de esta corriente: «¿Qué otro pueblo ha hecho nunca por nin­guna causa más que lo que hacía entonces el navarro?», se preguntaba Francisco Hernando 33. Podría añadirse el testimonio de Louis Teste:
«La Navarre et les provinces vascondes [sic] sont, dans ce nombre, le sanc­
tuaire du carlisme où les enthousiasmes se réchauffent, où les partisans se multiplient comme les chênes des forêts cantabriques que le bûcheron ne parvient pas à éclaircir. […] Le moyen âge, qui a survécu dans ces contrées, y laisse persister la simplicité antique» 34.

La Edad Media fundamentaba la persistencia del carlismo y trataba de explicar la re­lación con una geografía definida a la que cada vez más se consideraba como un lugar investido de rasgos espirituales.
Pese a la derrota de 1876 y, sobre todo, a la aparición de otras fuerzas que rei­vindicaban la defensa de lo foral y el arraigo en la historia, el carlismo mantuvo su presencia en Navarra, sin grandes alardes hasta finales de siglo, pero crecientemente integrada en el sistema con el paso al novecientos. De hecho, consiguió alzarse con un evidente predominio a partir de la patrimonialización ya no sólo sentimental sino política –siempre contestada por otras fuerzas políticas– de los fueros. Su peso fue en aumento en Navarra, asumiendo la modernidad que implicaba el juego polí­tico e incluso el uso del caciquismo con el que asentar su poder provincial, apoyado tanto en las contraprestaciones como en el arraigo que realmente tenía. Además, la conmemoración del medio siglo de vida del carlismo sirvió como elemento agluti­nador y la mirada al pasado del propio movimiento se convirtió en una referencia in­eludible, como bien lo prueba el establecimiento, en 1895, de la fiesta de los mártires de la tradición 35. Se inició una lectura mítica de la primera guerra y para ello se acu­dió a una disciplina histórica investida de cierta pretensión científica. Ya no se tra­taba tanto de recoger hechos gloriosos, cuanto de aprender de ellos y sacarles partido.
Uno de los objetos preferentes de atención en este afán propagandístico y socia­lizador va a ser el relativo, nuevamente, a los fueros. No en vano, como hemos visto, el carlismo se encontraba inserto en una lucha por conquistar o mantener el res­paldo social ante la aparición de otros movimientos que le disputaban seguidores. De ahí la publicación del ya mencionado libro de Eustaquio Echave, cuyo uso de la his­toria tenía como finalidad «demostrar que el carlismo está defendiendo los Fueros desde hace cien años, es decir, desde que empezaron a ser sistemáticamente com­batidos por el centralismo liberal» 36. Para ello, hacía uso del argumento legitimador que proporcionaba la historia a través de la veracidad, por no decir objetividad, de sus afirmaciones, respaldadas en la documentación.
Este uso de la historia no se limitaba a un círculo de eruditos o de ociosos nos­tálgicos, sino que trataba de extenderse de la forma más intensa posible. Buen ejem­plo de ello fue el recorrido que el marqués de Cerralbo realizó por Guipúzcoa y Navarra a comienzos del otoño de 1891 37. En el discurso que pronunció en Pam­plona el día 27 de septiembre defendía, frente a la provisionalidad de las leyes libe­rales, la durabilidad de las tradicionales y la necesidad de mantenerlas, pues «cada país tiene sus costumbres de vida, sus necesidades diversas, su carácter particular y hasta su origen; todo variando por el suelo, por el clima y hasta por la situación». Por eso proponía restaurar los fueros de Navarra, Aragón, Cataluña y las Vascongadas, porque eso supondría reponer en su lugar la España tradicional, la de la unidad ca­tólica y monárquica. De hecho, consideraba a los carlistas como «los únicos solda­dos de los fueros» y a los navarros como aquellos que sólo se someterían a las cadenas conquistadas en las Navas de Tolosa 38. Al día siguiente, en Estella, recordaba el re­cién constituído círculo carlista de Obanos,
«baluarte y voz de nuestra doctrina, resucitando aquel noble impulso e his­tórico arranque foral que en el siglo XIV originó la enérgica defensa de los fueros, conocido y respetado en la historia con el nombre de los Infanzones de Obanos; rasgo patriótico y fuerista que glorificando al país declara el res­peto y amor que siempre guardaron a su Rey y a sus leyes los verdaderos na­varros; así hoy, inspirándose en sus tradiciones y en sus timbres en su convicción y deber los leales de Obanos, desatendiendo todas las razones de egoísmo y propia ventaja, han formado un Círculo que es ejemplo de entu­siasmo y gallarda muestra de cuánto puede la voluntad movida por la fe» 39.

Ya es significativa en este último texto la mención a los «verdaderos navarros», como lo es igualmente la utilización de la historia del reino de Navarra, no como mani­festación de una voluntad de ruptura, sino más bien como demostración de que en sus límites se atesoraban valores que consideraba útiles más allá de la provincia. Buen ejemplo de ello es su discurso de Viana, el día 30, en el que recordaba el de Ce­rralbo el Monasterio de San Salvador de Leyre, donde «vivían juntas la fe católica, la fe monárquica y la fe patriótica, aquella asombrosa construcción era templo y al­cázar, Cortes y Concilio, Sede y fortaleza, es decir, toda la patria» 40. Hablaba de sus ruinas, con la referencia implícita a una de las consecuencias del liberalismo, la des­amortización que había permitido la destrucción de un lugar emblemático de la per­sonalidad navarra caracterizada por lo religioso y lo guerrero 41. Pedía por ello grabar en la memoria
«las grandezas allí profanadas; grabemos en el corazón los fastos heroicos y las forales libertades allí destruidas, e inspirándonos en la esperanza, y ávi­dos de consuelo, trabajemos sin desmayo y sin temor por alzar de nuevo las santas bóvedas y las regias sepulturas, las cruces sobre los altares, el mo­narca bajo el solio tradicional, y por leyes los nobles y venerados fueros; ha­gámonos, pues, dignos de restaurar San Salvador de Leyre, y seremos los dignos restauradores de España» 42.

No deja de ser significativa esta petición, que elevaba las ruinas de origen medieval a testimonio estridente de un pasado glorioso. Sin embargo, la visión de éstas era am­bivalente, pues también era un sentimiento de pérdida, de fracaso de los valores que habían sustentado épocas mejores 43.
Esta narrativa histórico-foral presidió la relación entre Navarra y el carlismo du­rante las primeras décadas del siglo XX. Ya no parecían quedar demasiadas dudas de la unión de ambas. Sin embargo, no estamos todavía ante un vínculo exclusivo, pues se admitían, aunque a regañadientes, otras opciones posibles. De hecho, muchos de los rasgos de esta relación eran compartidos con un navarrismo cuya afirmación se produjo fundamentalmente ante un tercer «otro», el vasquismo. Pese a todo, el pro­pio carlismo no dejó de jugar entre ambas opciones, incluso sus diversas escisiones se fragmentaron en torno a un sentimiento identitario que había entrado en un con­flicto cada vez más intenso, especialmente con la presencia de Víctor Pradera. Tal vez la duda que pueda plantear esta comunidad fluctuante de principios parta de una común adscripción a un tradicionalismo apoyado en la visión de España que ponía como ejes el catolicismo y la monarquía, siendo ésta tradicional –que no ab­solutista– y admitiendo, por tanto, los sistemas forales. Sin embargo, la sincronía de una parte significativa de la derecha española de comienzos del siglo XX, adqui­ría importantes matices con la presencia del vasquismo, moderado o radical, y su opuesto, un españolismo igualmente moderado o radical.
Este conflicto identitario tuvo una manifestación evidente en el estallido de la guerra civil en 1936, cuando la cabeza visible de la sublevación, el general Mola, proclamó la defensa de lo foral en el bando que la ponía en marcha: «Quedan en sus­penso todas las leyes o disposiciones que no tengan fuerza de tales en todo el terri­torio nacional, excepto aquellas que por su antigüedad sean ya tradicionales. Las consultas resolverán los casos dudosos. Seguirá en todo su vigor el actual régimen foral de la provincia de Navarra» 44. Eran la antigüedad y la tradición las que marca­ban el camino, las que otorgaban respetabilidad al régimen foral existente, pues en ningún momento se hacía referencia a la modificación de su contenido, es decir, a la reintegración foral en la que habían coincidido el nacionalismo vasco y algunos
francisco javier caspistegui

sectores del carlismo, a los que se podría calificar como treintainuevistas. Otro sec­tor del carlismo, el representado por Víctor Pradera, cuarentaiunista, optó clara­mente por un foralismo españolista. En cualquier caso, y de acuerdo al bando de Mola, había sido la actitud y el historial de Navarra lo que se «premiaba» con la con­servación de su situación diferencial, pero de acuerdo a las pautas marcadas por un Pradera que se convirtió en uno de los respaldos ideológicos del nuevo régimen. De alguna manera se aplicaba el principio tomista de la doble legitimidad al caso no ya de un pretendiente, sino al de una región, y a la legitimidad de origen se le añadía la de ejercicio. No sólo contaba la historia pasada, el historial al servicio de los que se consideraban principios básicos, como se encargaron de reiterar al considerar a Guipúzcoa y Vizcaya; también era básico actuar, ejercer, de ahí que a Navarra se la considerase plenamente inserta y legítima en dichos patrones. Sólo Álava quedó en un plano similar, aunque su protagonismo fue menor y la asociación entre los prin­cipios inspiradores y su territorio, mucho menos marcada 45.
Era esta pauta la que se impuso en el tradicionalismo navarro, la que sus diri­gentes y una parte significativa de la población aceptó y, sobre todo, la imagen de unanimidad que se ofreció al exterior. La mejor muestra de ello fue la concesión de la laureada a Navarra. El único artículo del decreto justificaba la concesión «[c]omo recuerdo a las gestas heroicas de Navarra en el Movimiento Nacional y homenaje a quien tan reciamente atesora las virtudes de la Raza» 46. Es significativa la mezcla de planos que se produce en este breve texto y en los actos que se celebraron en Pam­plona aquel mes de noviembre de 1937: entre Navarra y las unidades militares que participaron en la primera parte de la guerra; entre los navarros que atesoraban las virtudes consideradas esenciales y la totalidad de sus pobladores; entre la imagen cre­ada en el transcurso de la guerra y la provincia como unidad administrativa. Se es­taba dando una transposición entre la parte, por amplia que ésta fuese, y el todo del territorio, se estaba generalizando al conjunto una imagen que permitía construir una respuesta unánime. Ante tal acto histórico, cabía y se institucionalizaba el re­cuerdo, se creaba memoria desde arriba, y se enlazaba ésta con lo que se consideraba una tradición de la provincia como tal.
No es de extrañar, por tanto, que el franquismo explotase esta unanimidad y la nueva memoria construída con la finalidad primordial de limitar la influencia del carlismo al ámbito territorial navarro. Se creaba así un gueto, bien delimitado, en el que un genérico tradicionalismo carlista se convertía en fuerza dominante, pese a que las discrepancias surgieran casi de inmediato. Sin embargo, esa imagen de la Navarra carlista se siguió utilizando de forma intensiva a través de toda una publi­cística de tono histórico que sólo comenzaría a quebrar entrada la década de los sesenta.
Todavía a fines de los cincuenta se afirmaba de ella que «[s]u Dios, Patria y Rey es el principio y fin de su razón de ser, y gracias a esto, este pueblo admirable ES […] Estas son las auténticas razones de fondo que coinciden en el Carlismo y en Nava­rra» 47. De nuevo el respaldo a esta coincidencia provenía de una tradición consoli­dada y mantenida, su valor se fundamentaba en la historia, de ahí la insistencia en el aspecto foral como el mejor testimonio de ese vínculo con el pasado. Una buena muestra de esta profundidad temporal y moral la manifestaba Jaime del Burgo: «Na­varra es, pues, sinónimo de Tradición», como ya se mostrara desde uno de los hitos en su defensa, las guerras napoleónicas, y se mantuvo en el transcurso de las guerras posteriores, donde Navarra siguió «luchando con el mismo fervor en defensa de la causa carlista, identificada con su historia, con su manera de ser y con los Fueros». Fue a través de estos conflictos como se configuró «de manera permanente el ca­rácter de esta región, asignándole el papel de defensora de las más puras esencias his­pánicas» 48. Federico García Sanchiz se preguntaba si la relación entre el carlismo y Navarra partía de una u otra: «no aciértase a dilucidar si éste recibió del antiguo reino su prestigio legendario, o si, por ejemplo, las Amezcoas [sic] aumentaron el suyo […] gracias a los triunfos de Zumalacárregui» 49. En cualquiera de los casos, era la historia el fundamento principal, como aún recalcaba el mismo autor al afirmar:
«Honor a Navarra, que nos ha conservado el alma, y la difunde, tras los tiem­pos infinitos de preservarla de la contaminación, por los dominios inmemo­riales de la Virgen del Pilar, que fijó en su ruta a Santiago, quien trazó las del Cid, San Fernando, los Reyes Católicos, y los Capitanes del Renacimiento, y los Conquistadores, sin que se extinguiese ni en siglos ni en latitudes el re­lámpago y faro de Clavijo. Mientras fue preciso, indispensable, tenía como símbolo el roble, que jamás habrá de corromperse, y en adelante, cifra su ge­nerosidad, bajando de su Pirineo al Ebro, no menos propio, en los olivos, cuyo jugo es alimento, luz, óleo y bálsamo» 50.

Navarra guerrera y Navarra religiosa fundidas en una imagen que el propio García Sanchiz expresaba con una rotunda conclusión: Navarra era «el territorio del car­lismo» 51. También lo expresaba un conocido defensor de la tradición, Francisco López Sanz, que en abril de 1964, en el contexto del homenaje que se iba a tributar a Navarra en la concentración de Quintillo, afirmaba:
«Navarra, la de la tradición, la del Carlismo, la del 19 de julio, la de Monte­jurra, la de siempre, porque en cerca de siglo y medio, que es la época de li­beralismos, anticlericalismos, negaciones, marxismo, odio a la Religión y a la Tradición, de Monarquías frívolas que presiden todas esas calamidades, […] y de República desmelenada y agresiva traída por tales monárquicos de pacotilla, Navarra […] fue siempre todo eso: Tradición, posición inequívoca, Carlismo, lealtad a los postulados inmortales, consecuencia inalterable, fir­meza en las convicciones sin andarse por las ramas […] y boina roja, que lo dice todo» 52.

Esta imagen, sin embargo, declinó claramente a partir de los años sesenta. Muy sig­nificativamente, se decía en 1970: «¿Qué pasa en Navarra, se preguntan en toda Es­paña? Y lo que sencillamente está fallando son los tres pilares que la sostenían y le daban su carácter: la Iglesia, la Comunión Tradicionalista y la estabilidad social» 53.
iii
El segundo de los elementos de la continuidad, y muy asociado con la historia como fundamento último del carlismo, fue el religioso. Por sí mismo, incluso en relación con su arraigo en el pasado, no es exclusivo en el establecimiento de los lazos entre Navarra y el carlismo. Da contenido al vínculo, pero se matiza con el paso del tiempo y en combinación con el conjunto define la exclusividad en la que se fundamenta la igualdad entre los dos términos que nos ocupan. Pero regresemos a comienzos del siglo XIX.
La religión era uno de los elementos definitorios del Antiguo Régimen, en buena medida por su relación con el poder político. Con el avance del liberalismo esta aso­ciación se fue relajando, pero la nueva actitud se percibió como atentatoria contra lo que cada vez más se consideraba un elemento capital en la comprensión del uni­verso político y social. La difusión de los principios liberales se encontró con la con­tundente oposición de una propaganda que cifraba la esencia de España en la unidad católica, en ese momento entendida no solamente como la necesidad de mantener una sola religión, sino también como el fundamento cultural último de toda la so­ciedad. En el territorio vasco-navarro, un mundo rural relativamente aislado, esta cosmovisión apoyada en el catolicismo se hallaba sólidamente arraigada. En 1840 confirmaba Arizaga la religiosidad existente «en las provincias Vasco-Navarras, donde las creencias religiosas se puede decir que se encuentran identificadas con la médula de sus huesos» 54. Sanz Baeza, uno de los componentes de la dirección car­lista y muy cercano al pretendiente, afirmaba al reflexionar sobre la actitud del car­lismo durante la primera guerra, que «no fue natural, porque se opone a todas las fuerzas y posibilidades del hombre; era, pues, sobrenatural, y con prodigios o llá­mese si se quiere resultados inesperados fue sostenida y fomentada nuestra em­presa». La conclusión era clara para él: «Dios está con nosotros, porque la causa es justa, y se trabaja incesantemente con lealtad y decisión». Se le podría preguntar a este autor, a posteriori, por qué llegó el fracaso, y él daba la respuesta: «irritado el Dios protector un tiempo de nuestra decisión, retiró su mano, y nos dejó perecer al impulso de nuestras mismas obras en justo castigo del olvido, y aun del insulto hecho a sus beneficios y doctrina» 55. El providencialismo explicaría lo ocurrido, todo estaría previsto, pero incluso a pesar de la derrota seguían siendo los elegidos, puesto que eran los receptores del mensaje: la revolución era la manifestación de la voluntad de Dios como castigo por los pecados y, en ese esquema, el carlismo habría de conver­tirse en el instrumento para llevar a cabo la redención 56. No será de extrañar que en este contexto apareciese la consideración de la guerra carlista como cruzada. In­cluso alguien tan poco dado a la explicación religiosa como Henningsen, calificaba a Zumalacárregui como un cruzado:
«en sentimiento y en carácter, así como también en sus modales y vestido, siempre me pareció como el héroe de un siglo pasado. Él era de una época es­piritualmente alejada de la nuestra, en la que los vicios y virtudes de la so­ciedad estaban más profundamente marcados y participaban de aquel firme entusiasmo de la Edad Media; algo original y enérgico en sus facciones pare­cía indicar a un hombre formado para grandes y difíciles empresas. Se le podía haber imaginado como uno de esos jefes que guiaban al pueblo europeo a la guerra de Tierra Santa; poseía el mismo caballeroso valor, inflexible severidad y fervor desinteresado (desinteresado en cuanto se relacionaba con las cosas terrenas) que animaba a aquellos luchadores religiosos que iban allí porque encontraban más fácil ganar el cielo con su sangre en el campo de batalla que por la penitencia y la oración» 57.

Las conexiones que veíamos con el despertar de una nueva apreciación por la Edad Media encontraban en estos hechos históricos un útil punto de conexión. Se tra­taba de una lucha política de motivación religiosa y todo ello regido por un modelo humano muy definido, el del caballero cruzado, al que asistía un clero que servía para reforzar esos elevados principios. Pero es que además, esta imagen se extendía al conjunto de la población, a un mundo que seguía siendo fundamentalmente rural y, siguiendo pautas bíblicas, representaba en él la simplicidad y la bondad. Lo refle­jaba bien, con su habitual tono exaltado, Alexis Sabatier:
«Femmes et filles de la Navarre, fuyez à l’approche des hordes que l’Europe a vomies sur votre terre sacrée. Emportez en fuyant les symboles de votre culte. Arrachez de vos temples tout ce qui respire la foi et pourrait exciter, ou la haine furieuse de l’impie, ou la cupidité de l’homme sans justice. Fuyez! Que vos temples soient vides comme vos maisons, car vos ennemis n’adorent point Dieu. Vous fuirez, mais vous fuirez en combattant, et vous révélerez encore au monde ce que peut la Navarraise défendant son Dieu, sa patrie, son Roi et son honneur» 58.

Los elementos centrales se asociaban con fuerza, tratando de fundamentar una ac­titud general, como lo hizo, años después, el general Elío, al marcar los objetivos de la sublevación a la que llamaba:
«Conservar en toda su pureza y esplendor la Santa Religión de nuestros pa­dres; respetar y proteger a sus ministros; rodear el trono de toda la fuerza y prestigio necesarios a su conservación; restablecer en él al Soberano que la justicia y la felicidad de la nación reclaman; asegurar los fueros y privilegios que han hecho por tantos siglos la prosperidad de nuestro país, tal es nuestra misión; misión santa, que llevaremos a cabo con la ayuda del cielo, que no puede faltarnos si seguimos por el camino de la lealtad» 59.

De alguna manera, la religión proporcionaba el elemento de cohesión, era ella a la que se atribuía una importancia determinante en la consolidación del proceso, im­portancia que aumentó en el carlismo conforme el contexto la situaba en un plano menos sobresaliente. De hecho, cuando Louis Teste, en 1872, trataba de explicar por qué en territorio vasco-navarro arraigaban con especial fuerza los seguidores de Don Carlos, señalaba: «Cette persistence du carlisme dans le pays vasco-navarrais part certeinement d’un excès de fanatisme, mais il part aussi de cette force morale, de cette foi vigoureuse dont s’est faite la grandeur du moyen âge qui survit au milieu de ces montagnes» 60. De nuevo el recurso a la Edad Media como referente para hacer com­prensible un fenómeno que aparecía cada vez más como una rareza. Era la religión la que lo inspiraba, pero no la de sus conciudadanos de la Francia posterior a la Comuna, sino aquella que había dado lugar a las Cruzadas, cargada de fanatismo idealista:
«Preciso sería retroceder a los siglos medios, y llegar a la época de las Cruza­das para encontrar pueblos enteros pidiendo a gritos la guerra, bendiciendo a los que la predicaban, envidiando a los que la hacían y contribuyendo a ella generosa y espontáneamente, con sus recursos, con sus bienes y con sus hijos. […] El pueblo navarro manifestaba tan ardiente y unánimemente su entu­siasmo por la guerra, porque hacía de ella una cuestión puramente religiosa; al emprenderla tenía en cuenta los intereses de su patria y su amor al Rey le­gítimo, pero ante todo y sobre todo, quería defender sus creencias ultrajadas y su fe menospreciada, combatida y perseguida por la revolución» 61.

Un no carlista, José Indalecio Caso, hablaba de su impresión al ver «desde el toque de diana soldados arrodillados en el templo, que parecían campeones de la Edad Media por el raro contraste de su devoción y su fiereza». Esta impresión, sin em­bargo, no le impedía criticar la idea extendida y asumida por los carlistas de que eran «los héroes cristianos que van a reconquistar la tierra profanada por los sarra­cenos modernos» 62. Buen reflejo de ese ambiente de centralidad religiosa son estos versos de una novela de 1932 ambientada en 1873:
«Esos tunantes
de liberales
traen los males
de la Nación:
no quieren curas,
no quieren frailes,
ni tienen pizca
de Religión» 63.


Destacaba además la presencia de un clero que, si bien ya había jugado un impor­tante papel en la primera guerra, iba a incrementar su presencia de manera incon­testable, hasta el punto de convertirse, a ojos de quienes observaban la situación, en el principal respaldo al pretendiente, en el difusor por excelencia de los princi­pios del carlismo y en el responsable máximo de la fanatización del pueblo «en lui
francisco javier caspistegui


répetant sans cesse que la cause de Don Carlos est la cause de Dieu» 64.
Monarquía y catolicismo fundamentaban la esencia de una España de la que Na­varra adquiría crecientemente el papel de defensora. Desde el tradicionalismo his­pánico aparecía cada vez más su imagen como una reserva física y espiritual de los principios esenciales. Cuando el marqués de Cerralbo se dirigió a los asistentes al en­cuentro de Pamplona del 27 de septiembre de 1891 afirmó la consideración de los carlistas como «el único ejército de la Religión» 65. La Navarra guerrera y la Navarra religiosa de nuevo unidas, quintaesencia de su personalidad regional, como lo re­flejaba una novela de 1931 referida a la segunda guerra: «a pesar de todos los prepa­rativos militares, aquel conjunto de aspirantes a guerreros daba la impresión de ser una agrupación de cruzados que se preparaban a coger la cruz para ir en procesión a la colegiata próxima» 66.
Estos términos definidos por un uso constante desde comienzos del siglo XIX fueron los utilizados para justificar la sublevación de 1936: religión, cruzada, mar­tirio y tantos otros. Un ejemplo de ello son las frases siguientes, pronunciadas en la novela El teniente Arizcun, durante el funeral por uno de los muertos en la guerra:
«Vosotros, navarros, habéis sido la guía providencial que Dios ha dispuesto para ejemplo de vuestros compatriotas, y yo tengo la dicha de poderos decir que hoy toda España, toda la España nuestra, que es la única digna de llevar este nombre, es una Navarra multiplicada, en que se rinde culto a las viejas tradiciones, bajo la mirada protectora de nuestro Redentor» 67.

Navarra, la región por excelencia de la única España posible, se santificaba, se ele­vaba al altar de lo sagrado: «Para mí […] ya hay dos tierras sagradas. Una es la de Pa­lestina, donde Cristo sufrió pasión y muerte. Otra es la de Navarra, donde en este verano en que España pudo desaparecer, todo se arriesgó, sin cautela y sin cálculo, para salvar a España. En mi casa ha de haber, en una redoma como un sagrario, un puñado de tierra de Navarra. Porque reliquia es, para mí, la tierra que da estos hom­bres»68. Este impulso religioso fue destacado por quienes asistían desde fuera a unos hechos que conmovieron al mundo. Así, Robert Sencourt, partidario de los nacio­nales, señalaba que en Navarra,
«every young man burned to fight under the banner of the Cross: there was an energy which had long been sap to the spreading tree of Catholicism in Spain. There almost without exception every man went to Mass every Sun­day and festival, and came out to strive for the faith with an eagerness ready for any sacrifice. Navarre would go to any length rather than tolerate amity with legions that menaced her faith. […] And the knightly young Catholics of Navarre vowed to take up arms in the holy cause. In Morocco, they had al­ready fought for their country, but with how much greater joy, they cried, would they do battle for God’s Church and for God» 69.

Este impulso se reflejó en cuantas manifestaciones públicas se pudo, señalando no solamente un estado de espíritu, sino también una pretensión evidente de ocupación de cuantos espacios fuese posible, mostrando la capacidad de control y dominio. Lo religioso venía siendo un elemento constante en la creación de un decorado alegó­rico con el que plantar cara a una República que había sido muy mal recibida desde el carlismo, casi en tonos apocalípticos 70. Desde muy pronto al país vasconavarro se le representó como el Gibraltar vaticanista 71, como reducto cavernícola, el lugar de la resistencia a ultranza contra la República, en una imagen que cuajó especialmente en Navarra. Frente a ello, desde las posiciones tradicionalistas, se daba la vuelta a la acusación: «la gran caverna, que no permitía la entrada de todo el lastre marxista […]. [C]averna depositaria de la fe religiosa, de las buenas costumbres, de la hom­bría de bien, del espíritu patriótico, de todo lo digno, sano y honrado […]. [E]l ser cavernícola significaba, en resumen, ser persona decente» 72.
Todo ello se tradujo también en una forma folklórica donde se destacaba la par­ticularidad de Navarra, fruto de su religiosidad y de su papel en el inicio del conflicto:
«De Cristo Rey, el Redentor
somos los navarros bravos campeones,
con gran valor, hasta morir
juramos defenderlo en dura lid.
Siempre ha sido Navarra
la defensora de nuestra santa religión;
pues ahora, vamos hermanos
a defenderla hasta morir» 73.

«Siempre ha sido Navarra
la defensora
de Jesucristo, nuestro Rey;
por eso ahora

vamos, hermanos,
a defender su Santa Ley»

«Navarra, noble y guerrera,
fue la primera de la Nación
de la Nación
por eso como en Navarra
no hay en el mundo quien defienda la Religión
la Religión 74.

Esta sublimación de lo religioso y del sacrificio es la que, desde este punto de vista, permitió sacralizar casi cada acto cotidiano, introducirlo en un ceremonial legiti­mador en el que hasta el más mínimo gesto se llenaba de significado: «El comba­tiente navarro no tiene más parecido que los mártires de Cristo» 75. De ahí que la proclamación de la guerra como cruzada, como hemos visto, no resultase una no­vedad, pues era algo asumido en buena parte de la historia carlista 76.
Cuando, terminada la contienda, los vencedores iniciaron un proceso de aplica­ción del catolicismo a todos los ámbitos sociales, el papel del clero aumentó signi­ficativamente en Navarra, que pasó a ser uno de los centros de la religiosidad nacionalcatólica. Su posición durante la guerra se interpretaba como un acto pro­videncial, y así lo reflejaba la propia Diputación a fines de 1938:
«No dudamos que Dios Nuestro Señor ha de compensar con creces el sacrifi­cio inmenso de esta bendita tierra por los principios eternos de la redención de la Patria y que la historia y nuestros compatriotas han de saber hacer la jus­ticia debida en el correr de los tiempos a esta región bendita y predilecta de la Providencia, que ha sabido dar todo cuanto es y todo cuanto tiene con la san­gre de sus hijos en la lucha contra los enemigos de Dios y de la Patria» 77.

Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, afirmaba en 1939: «Pienso que esta tie­rra bendita es el mejor rincón del mundo, y el más seguro escabel para saltar al cielo» 78. Sin embargo, pese al triunfalismo fruto del final de la guerra, se percibían peligros para una población caracterizada por una tradición entendida como suma de catolicismo y carlismo. De ahí la permanente búsqueda de una descripción de Navarra en la que confluyesen ambos elementos, tratando de mostrar una auténtica Arcadia presidida por la religión. Así lo reflejaba el novelista Clemente Galdeano: «Cuando mayor es la calma, se oye, no para romperla, sino para darle mayor en­canto bucólico, el volteo de las campanas de la parroquia» 79. La Navarra religiosa y guerrera había trocado las lanzas en arados, pero se mantenía a la expectativa y fo­mentaba esa imagen, reflejada, por ejemplo, en las pinturas que presiden la cúpula del monumento que en Pamplona remata el Segundo Ensanche. La obra de Stolz se titulaba, precisa, pero no casualmente, «La Navarra religiosa y la Navarra guerrera», lo que encajaba con este planteamiento. No en vano, uno de los hilos conductores de los discursos que las autoridades navarras pronunciaron en la década de los se­senta del siglo XX, fue precisamente el de esta unión en la que se situaba la esencia de la comunidad. Esto se reflejaba, por ejemplo, en San Francisco Javier, al que Félix Huarte definía como el del aire «entre místico y milicia». Incluso en el marco so­lemne del salón del trono del Palacio de la Diputación, durante la bienvenida a una reunión científica en octubre de 1968, afirmaba la importancia de la tradición, «que es ley en esta tierra nuestra», que
«os ofrece dos mil años de historia, plasmada en los cuadros y alegorías de este salón y en las piedras venerables de nuestros monasterios, de nuestros casti­llos arrogantes y de nuestras humildes ermitas románicas, que habréis con­templado por doquier, esparcidos aquí y allá, como queriendo ofrendar, junto a la naturaleza agreste en unas comarcas, femenina en otras, un canto per­manente a la gloria del Creador» 80.

Estamos ante un modelo de interpretación de Navarra que parte de Jaime del Burgo, un tradicionalista que durante la mencionada década se encargó de los discursos de las autoridades, ofreciendo con ello una uniformidad en la que la unión de Navarra con los valores esenciales se mantuvo de forma constante.
El último elemento de la continuidad al que haremos referencia es el del ruralismo. Evidentemente, y como en el resto de los aspectos analizados, nos hallamos ante un factor cuya existencia no suponía particularidad alguna en la mayor parte de España a comienzos del siglo XIX. Sin embargo, con el paso del tiempo, el carácter agrario de Navarra se irá consolidando aunque sólo sea por exclusión. De hecho, esta co­munidad seguirá manteniendo una mayoría de población vinculada al campo hasta entrada la década de los años sesenta del siglo XX. No se trata sólo de una cuestión de índole socio-económico, sino que nos hallamos igualmente ante una forma de entender a sus habitantes, de mostrar el carácter de la población, de situar a sus in­tegrantes dentro de una interpretación del mundo que trasciende con mucho la mera subsistencia.
Partiendo de la idea de que el campo, como veíamos, era el espacio de la pureza, de la sencillez, las primeras referencias a lo rural con las que se vinculó a Navarra tenían un componente claramente positivo, aunque con un significativo matiz, como es el de considerarla una geografía agreste. El propio Henningsen caracterizaba a los navarros como gentes montañesas, con la especial idiosincrasia de un tipo hu­mano cuyo aislamiento imprimía un tono de diferencia respecto al resto. Era a tra­vés del carácter montuoso de su territorio, como se podría perfilar mejor su personalidad regional y humana:
«Desde el extremo norte hasta las fértiles y grandes llanuras de las orillas del Ebro, denominadas la Ribera, no es otra cosa que una sucesión de montañas donde el forastero se encuentra perdido y desorientado en aquel laberinto de largos y estrechos valles, profundas cañadas y salvajes y gigantescas rocas. En la zona Norte, próxima a los Pirineos, las montañas son más altas y más im­ponentes que en los distritos del Sur, pero en ninguna parte puede marchar la caballería un día entero sin desmontar» 81.

Este aislamiento implicaba una cualidad significativa, que era la de mantenerse al margen de lo que en su esquema suponían las influencias negativas, fundamental­mente urbanas y, por tanto, liberales. Cuando a Navarra –también a las provincias vascas– se las caracterizaba como campesinas, agrícolas, montañosas, no había so­lamente una idealización romántica, un pintoresquismo, incluso un gusto estético concreto. Había en ello una finalidad ideológica, si podemos utilizar el anacronismo, que perseguía deslindar con claridad dos territorios enfrentados, dos mundos en choque 82. Como señalaba un anónimo autor británico en la década de los cuarenta, el mando militar liberal trataba de someter a los carlistas, «but he had forgotten to take into consideration the insensibility to fatigue, and capacity of exertion, of the Navarrese mountaineers» 83. Esta visión se mantuvo, también, con el avance del siglo XIX y hasta el XX. En 1872 era Louis Teste el que ofrecía una imagen irreal en su ma­terialidad pero muy real en su repercusión:
«Les Alpes, beaucoup plus bouleversées que les Pyrénées, n’offrent pas de groupe plus fourré, plus escarpé ni d’un accès plus difficile. […] Là, un homme peut défendre à lui seul un défilé. C’est une forteresse inexpugnable. Il n’est même pas besoin de s’y munir de vivres. Les innombrables mérinos qui y pais­sent suffiraient à plusieurs milliers d’hommes pendant plusieurs mois» 84.

Aislada en lo físico y en lo moral, la montaña tenía además un elevado simbolismo, el de refugio, el de reserva, incluso el de isla, protegida por las condiciones natura­les, por el bosque, por el clima y, claro está, por la orografía: «Navarra está muy lejos del mar –decía Félix Urabayen–. Encerrada entre montañas imponentes, recuerda los primitivos refugios cavernarios de la edad de piedra» 85. La geografía real se amol­daba al objeto de interés, pues incluso los liberales extendían esta imagen montaraz: «Elevados montes, profundos valles, angostos desfiladeros, hondonadas profundas, extensos bosques, terreno agrietado y casi impracticable, aun en la parte relativa­mente llana; todo esto, […] constituye, digámoslo así, el corazón de Navarra» 86. Uniendo este factor con los anteriores, podría llegarse a la conclusión de que era la Edad Media la que todavía sobrevivía aislada en un pueblo que salvaguardaba su ori­ginalidad al amparo de una geografía favorable. Porque es evidente que el marco de­terminaba la personalidad de sus habitantes y les confería un carácter específico:
«La regata atrajo a unos señores negociantes. Unos señores de etiqueta, serios, gruesos, que llegaron a Berialde en un estupendo auto. Los señores forma­ron una Sociedad anónima en menos tiempo del que se necesita para liar un pitillo. La Sociedad volcó sobre Berialde una tropa abigarrada y astrosa de jor­naleros que treparon, en bandas, por el monte y lo destriparon. […] Fue como una irrupción de los bárbaros que talaron, sin piedad, la fronda rumorosa y magnífica de la montaña» 87.

En este pasaje novelesco, los personajes eran ajenos, distintos, de comportamientos extraños, anónimos como personajes colectivos y, además, culpables de atentar con­tra la montaña, esa caracterización implícita del paisaje de Navarra y símbolo por ex­celencia de lo que significaba tradición. Junto a esta definición de sus rasgos, positiva en lo que les tocaba directamente, y negativa por contraste con los extraños, los ha­bitantes de Navarra, buenos salvajes rousseaunianos, completaban su carácter con la mayoritaria pertenencia al carlismo y con la permanente asociación al mundo rural. Una definición de la pureza primigenia de estas gentes podría ser la que re­cogía el cambio de costumbres de un grupo de amigos de un pueblo navarro, tras sus respectivas bodas:
«ajustaron su vida a esas normas de gran seriedad, o más bien, de verdadera austeridad que, por fortuna, aún son generales en las clases humildes, y es­pecialmente en la admirable clase agrícola: el culto asiduo y reverente a Dios; atención solícita al trabajo, a la familia, y en lo posible, al prójimo; y como ex­pansión, cuatro inofensivas y alegres conversaciones, cuatro vasos de vino y cuatro juegos inocentes con los amigos. Sin excluir […] el entusiasmo fer­voroso por la Causa» 88.

Quedaban así resumidas las características de ese modelo idealizado de vida, de esa forma de comprender al navarro que, por serlo, era carlista. No se trataba de ideas, ni de partidos, sino de una forma de ser, casi podría decirse que la forma de ser. Este modelo incrementó su presencia durante la guerra iniciada en 1936, en la que el re­curso al campo, al mundo rural, como elemento salvador fue constante, pues era en él donde se depositaba lo más valioso:
«[E]n santa hermandad con el Ejército, un día histórico lanzó su grito de gue­rra y emprendió la marcha sobre la urbe […]. Los surcos, fértiles en todo tiempo, se llenaron de combatientes voluntarios. […] Harto de vejámenes el campo pretendía algo más que seguir pagando impuestos […] (A cambio de sus cosechas sólo recibió nefandas teorías). Pretendía recordarle, a sangre y fuego, el rotundo fracaso de su norma, contraria a la ley natural. Pretendía res­tablecer sus creencias, la más segura rosa de los vientos en el arriesgado pe­riplo de la vida humana. Pretendía vengar el rapto de sus hombres que, seducidos por el brillo ciudadano, se pervirtieron, sin llegar a gozar de él, en los hampescos estratos del arrabal» 89.

Esta imagen fue reforzada desde diversos ángulos, como recogió la pintura de Gustavo de Maeztu, asentado en Estella desde 1936, aunque ya había pintado la ale­goría de Navarra en el salón de sesiones del palacio de la Diputación, en Pamplona, un año antes: «Desde su particular visión de la Navarra histórica y tradicional, que pareció concebir como la reserva de los valores eternos, compuso paisajes grandio­sos de contrastada luz en el cielo, bajo cuya bóveda discurría la vida apacible de los labradores y sus caballerías de recia estampa, con el anchuroso río en el medio y al fondo la torre, testigo mudo de un pasado determinante» 90. Historia y mundo agra­rio, la tradición en su estado más puro, simbolizada por medio de unas pinturas que representaban a personajes destacados, pero en la que los tipos populares, la etno­grafía, adquiría un papel relevante, un protagonismo que situaba a los campesinos como la encarnación de lo navarro 91.
De hecho, la descripción del carácter navarro se apoyaba en su vínculo agrario. La superioridad moral de estos campesinos les confería una sabiduría propia, distinta a la de los letrados que procedían de la ciudad: «Les paysans illettrés de Navarre étaient plus sages et plus utilement savants que les pontifes de la démocratie. Ils sa­vaient que cela finirait mal, que l’idylle tournerait bientôt au drame» 92. En el fondo, como escribía Federico García Sanchiz, sin saberlo en su sabia simplicidad, «pele­aban por el mismísimo Aristóteles» 93. Este componente rural fue cantado como ele­mento distintivo, y siempre traducido a su versión más popular, como en esta copla:
«Viva Navarra valiente,
la provincia noble y brava,
la que abandona los campos
por defender a la Patria» 94.


Se insistía en el carácter rural, porque del campo salieron quienes lucharon, sólo que toda Navarra lo era, incluso sus ciudades, como señala Javier Ugarte:
«[u]na ciudad antigua inserta en el campo, regida por una clase de propieta­rios y rentistas, sin industria y con apenas comercio, con una presencia no­tabilísima del estamento militar y eclesiástico, vieja cabeza del reino, ciudad alejada de las instancias estatales, y en la que los modos de vida, los conflic­tos y su resolución, el ocio, etc. eran los propios de la sociedad tradicional (en su acepción más plena). Un espacio vital y culturalmente mal diferen­ciado de su entorno rural. Una sociedad aparentemente integrada y pacífica, igualitaria y jerárquica al tiempo, en la que todavía lo privado no había ter­minado de consolidarse y en la que la calle seguía representando el principal ámbito de sociabilidad» 95.

Pero es que, además, la Navarra de tierra llana se convertía en montañera, tal vez como la vía por la cual justificar mejor el aislamiento, el mantenimiento de unos rasgos que retrocedían en buena parte del país, la belicosidad guerrillera que hacía remontar la historia de este carácter especial de los navarros hasta las guerras na­poleónicas. Franco lo expresó con claridad:
«Navarra desbordó el embalse, acumulado tenazmente durante dos siglos de aquella tradición española que no representaba carácter alguno local, ni re­gional, sino al contrario, universalista, hispánico e imperial que se había con­servado entre aquellas peñas inexpugnables, esperando el momento oportuno de intervenir y derramarse» 96.

Peñas que, como aquellas en las que había comenzado la lucha frente a los musul­manes, lo mismo impedían el paso hacia un lado que hacia otro, fortificando una reserva de las que se consideraban esencias últimas. Tampoco es baladí la referen­cia a lo universal e imperial frente a lo local, tratando de evitar las similitudes con cualquier forma de nacionalismo o, incluso, de regionalismo excesivamente parti­cularista.
Harold Cardozo, propagandista de los nacionales en el Reino Unido, afirmaba, con evidente licencia poética: «They had gone out at night, these surefooted, fair­haired, red-faced mountaineers, keeping in touch with each other by blowing their hunting horns, and, before the Reds had known it, all the principal peaks and rid­ges by which Irun might be defended from a distance had fallen»; y añadía, para re­forzar el tono bucólico: «With such moral discipline and with the physical excellence which comes from an open-air life, and for the majority life in the high mountains of Navarre, it can hardly be wondered that the Requetés of Scarlet Berets […] hold such a privileged place in the Spanish Army» 97. La imagen se embellecía y recreaba para mostrar la pureza campestre, alejada de las maldades urbanas, que creaba «hom­bres que vienen de las montañas azules, de los campos de Navarra, de las cimas donde el aire y las almas son puros» 98, «gente del campo y de la montaña, […] hom­bres sanos de cuerpo y de alma y sumamente sencillos» 99. Una buena muestra de lo expresado puede ser la frase final de la novela francesa El requete: «Ils allaient vers ces montagnes verdoyantes, ouatées de nuages blonds, refuge séculaire des hom­mes et des troupeaux où, depuis les premiers temps du monde, se recueillent les co­eurs purs et les races fortes» 100. Todo ello llevaba a definir a la Navarra carlista como «el pueblo humilde, el pueblo auténtico, el pueblo sufrido, modesto, el pueblo legí­timo, el verdadero pueblo español, que es el que se confiesa antes de salir a la pelea, que es el que reza y el que llora, que es el de la Marcha Real y el de la bandera rojo y gualda, el monárquico y el tradicional» 101.
Sin embargo, este carácter navarro, tan vinculado a lo agrario, estaba en peligro por la emigración, como señalaba el informe provincial de 1938:
«En general, ha habido tendencia de emigración constante del campo hacia la ciudad. Varias han sido las causas de esta emigración, y principalmente la clase de vida tan distinta que se observa entre el medio rural y las grandes concentraciones urbanas. […] Y prevemos que el éxodo del campo hacia la ciudad ha de ser más grande a la terminación de la guerra. Es afirmación co­rriente entre los innumerables muchachos que han marchado al frente el que después buscarán un empleo o colocación en la ciudad para no volver a los tra­bajos del campo. Por esta razón, como la riqueza principalísima de nuestra provincia es la agraria, hay que «adherir» las familias campesinas a la tierra, favoreciendo el acceso a la propiedad y procurando que los beneficios de su explotación sean remunerados revalorizando los productos agrícolas […]. Pero además hay que hacer más agradable la vida honrada del campo con la construcción de viviendas higiénicas y confortables, y proporcionando tam­bién medios de educación y cultura para poder ilustrar y orientar satisfacto­riamente a la familia, dando carrera adecuada a aquellos hijos que por su talento merezcan elevarse» 102.

El propio Marcelino Olaechea, obispo de Pamplona, advertía de esta amenaza, al afirmar: «no os podemos ocultar, Venerables Hermanos y amados hijos, que un triste presagio de ausencia de los campos, de abandono de la sencilla vida de aldea… de que Navarra sea menos Navarra, nos conturba el alma» 103. La ruptura del lazo con el campo suponía la pérdida de personalidad de Navarra, la que había salido en de­fensa de los principios tradicionales. Y, de hecho, esta idea va a dirigir buena parte de la política regional hasta bien entrados los años sesenta, procurando salvaguar­dar una personalidad a la que se consideraba amenazada mediante la conservación de lo rural o bien mediante el fomento de la ruralización. Todavía en 1964 se pe­dían soluciones para la creciente crisis del campo, que no era sólo económica, pues «de su efectividad puede depender nuestro futuro, no sólo económico, sino tam­bién espiritual» 104. Incluso cuando se impulsó el Programa de Promoción Indus­trial, ese mismo año 1964, y se inició un cambio radical, siguieron oyéndose voces que buscaban compatibilizar la modernización que implicaba la industria con la conservación del espíritu rural de Navarra. El propio Félix Huarte, en su discurso de toma de posesión consideraba que, «si queremos hacer una Navarra económica­mente fuerte, […] tenemos y debemos conjugar el desarrollo simultáneo de las ri­quezas Agrícola e Industrial, que no son antagónicas, sino que, por el contrario, se complementan» 105. Mediada la década de los sesenta, en marcha irreversible la trans­formación económica, la inquietud bien pudiera resumirse en la petición que el di­rector de Diario de Navarra planteaba a los Reyes Magos: «Que Navarra se llene de fábricas sin peligro de proletarizarse, que nuestra gente viva contenta y próspera en los pueblos» 106.
No parece que tuviesen mucho éxito estos llamamientos, dado que Navarra dejó de ser agrícola, pese a la importancia de lo rural. Sin embargo, y pese a la transfor­mación, todavía en la campaña electoral previa a las elecciones de 1977, el contenido de los mítines de la Agrupación Electoral Montejurra –la marca que el carlismo hubo de adoptar en Navarra– prestaba una considerable atención a lo rural pese a que en 1975 sólo el 18% de la población navarra estuviera dedicada al campo107.
v
En definitiva, en el vínculo entre Navarra y el carlismo cabría contar con tres ele­mentos de continuidad en los que apoyar lo que genéricamente se denominaba tra­dición: historia, religión y ruralismo. Estos elementos, comunes en muchas de las geografías del carlismo, se irían adaptando a las diversas circunstancias para acabar conformando la situación excepcional que suponía asociar Navarra y el carlismo. Esta construcción se apoyaba en un conjunto de elementos que se hallaban plena­mente arraigados entre las pautas de autocomprensión de Navarra. No es una ima­gen impuesta y ajena, sino el aprovechamiento de materiales con una determinada orientación en un contexto concreto.
Cabría objetar a este esquema que, por ejemplo, también el Partido Nacionalista Vasco cabría en él, pues de igual modo se apoyaría en esos tres elementos con el ob­jetivo de definir su modelo identitario. Sin embargo, la diferencia radicaría funda­mentalmente en que, para los nacionalistas, la adaptación a las circunstancias fue mucho más eficaz, dado que el mundo rural real y predominante retrocedió en las muy industrializadas Guipúzcoa y Vizcaya ya a fines del siglo XIX, mientras que en Álava y Navarra ese proceso fue mucho más tardío. Además, mientras que Álava se incluía sin reparos y pese a sus diferentes condiciones socio-económicas en Eus­kadi, a Navarra se la mantuvo inserta en una imagen crecientemente aislada, con una personalidad propia y distinta, en la que el factor carlista contribuyó de manera de­cisiva. De algún modo podría decirse que el navarrismo, entendido como la afirma­ción de la personalidad navarra al margen de otras características, tuvo un refuerzo considerable en el carlismo, compartiendo ambas identidades una gran mayoría de sus elementos constitutivos. De hecho, y pese a que existió desde comienzos del siglo XX un carlismo vasquista, en torno a la guerra civil y el primer franquismo esta opción quedó totalmente marginada, dominando el navarrismo españolista conti­nuado por diversos sectores políticos en UCD y UPN a partir de la transición 108.
Navarra no ha sido carlista, aunque sólo sea porque no es posible la unidad y ex­clusividad de una identidad. Sin embargo, esta imagen se impuso como oficial a par­tir de 1936, excluyendo cualquier otra y tratando de construir una unanimidad identitaria que sólo las circunstancias mantuvieron hasta la década de los sesenta, cuando la tradición en que esta identidad se apoyaba comenzó a debilitarse. Cuando, en la Navidad de 1964, se atribuyó a un núcleo inicial de ETA en Navarra, el co­mando Irache, la colocación de una bomba en el Monumento a los Caídos, las pin­tadas que la acompañaron («Dios, patria, rey es el opio»), fueron un reflejo de una realidad, el rechazo al tópico de la identidad única, incomprensible para quienes le­gitimaban la situación en la guerra civil, que hablaron no de atentado, sino de pro­fanación, pues de alguna manera se veían ante un ataque a las esencias que tenían un componente de fe religiosa 109.
En cualquier caso, esto no debe alejarnos de una evidencia, la del predominio carlista en buena parte de la Edad Contemporánea de Navarra. De ahí que podamos hablar con fundamento de carlistas en Navarra, aunque no de una Navarra carlista.

geografía de las guerras cristeras: méxico, 1926-1940
Jean Meyer
División de Historia. CIDE. México D.F.


i. el conflicto religioso 1926-1938
Después de un conflicto político secular, el enfrentamiento entre la Iglesia y el Es­tado, reavivado por la Revolución a partir de 1913, desemboca en México en la per­secución violenta de los católicos y en la guerra. Todo empieza en 1925-1926 con una cuestión comparable a la crisis francesa de 1905, con el problema de los inven­tarios; pero, a pesar de los parentescos ideológicos, México no es Francia, donde cae Combes, donde Clémenceau manda detener los inventarios apenas se traspone la línea de sangre 1. Tampoco el pueblo cristiano es el mismo. En México el presidente Plutarco Elías Calles fue hasta el fin, la Iglesia suspendió los cultos, los campesinos católicos se sublevaron y tuvo lugar la «Cristiada», la guerra de los «Cristeros», esos Camisards, esos Chouans del siglo XX americano 2.
Bajo el reinado de los liberales (1859-1910), la Iglesia católica había efectuado una segunda evangelización, desarrollando los movimientos de acción cívica y social dentro del espíritu de León XIII 3. Estaba pues en plena expansión cuando sobre­vino una revolución que, durante los tres primeros años, le fue favorable. Pero la caída del presidente demócrata Francisco Madero (febrero de 1913) volvió a atizar la revolución, y la facción triunfante se volvió contra la Iglesia católica. Los vence­dores, hombres del norte, blancos marcados por la frontier norteamericana, imbui­dos de los valores del protestantismo y del capitalismo anglosajones, desconocían el viejo México mestizo, indio, católico. Para ellos la Iglesia encarnaba el mal, era «una mascarada pagana que no pierde ocasión de ganar dinero, aprovechándose de las le­yendas más puras, ultrajando a la razón y a la virtud para llegar a sus fines»4.
La Constitución de 1917 daba al Estado el derecho a reglamentar la «profesión clerical», cuyo dinamismo detestaba y con la que tropezaba demasiado a menudo en su camino, particularmente en la enseñanza y en el movimiento sindical. Mientras hubo un presidente moderado como el general Álvaro Obregón (1920-1924), reele­gido en 1928 (pero inmediatamente asesinado), los numerosos pequeños incidentes nunca desembocaron en una crisis de importancia; pero apenas su sucesor, el general Calles, tomó partido violentamente, los acontecimientos se precipitaron. Calles es el representante del grupo de políticos que, en México, en España o en otros luga­res piensan que el catolicismo es incompatible con el Estado, que el católico no puede ser un buen ciudadano puesto que su primera lealtad es con Roma. Él mismo demuestra un odio mortal por la Iglesia católica y aborda la cuestión con espíritu apocalíptico; el conflicto que empieza en1925 es para él la lucha final, «el combate decisivo entre las tinieblas y la luz.»

Después de haber intentado en vano crear una Iglesia cismática (1925), el go­bierno elaboró una legislación que consideraba como delitos de derecho común las infracciones en materia de culto y obligaba a los sacerdotes a registrarse ante el mi­nisterio de Gobernación para tener derecho a ejercer. La ley preveía la posibilidad de limitar el número de sacerdotes. Después de haber agotado todos los recursos le­gales, la Iglesia católica respondió con la huelga del culto público a partir del 31 de julio 1926. A los prelados que vinieron a buscar un arreglo amistoso el 21 de agosto, el presidente Calles respondió que sólo podían escoger entre la sumisión a la ley o el recurso a las armas.
La Iglesia no escogió la guerra, pues el Vaticano nunca consideró a Calles como a un Nerón, o, si lo hizo nunca olvidó que era también César, y que era preciso ne­gociar. Se negoció durante tres largos años, durante los cuales ciertos diplomáticos extranjeros y banqueros mexicanos y norteamericanos hicieron el papel de inter­mediarios. Tres años durante los cuales el pueblo hizo su guerra: «El Cesar es po­deroso y quiere que de grado o de fuerza los pequeños lo veneren y casi lo adoren, pero muchas veces un hombre simple puede humillar la soberbia del poderoso» co­mentaba en 1968 el antiguo cristero Ezequiel Mendoza. La guerra fue una sorpresa para el Estado, para la Iglesia, y una buena sorpresa para ciertos jóvenes militantes católicos que desde entonces soñaron en tomar el poder por la fuerza.


La Cristiada (1926-1929)
Inmediatamente después de la tentativa cismática de 1925, esos militantes de Acción Católica, en especial los de la ACJM, habían puesto en pie una gran organización po­lítica, la Liga, realizando una intensa campaña de resistencia cívica y de acción legal.
Las primeras sublevaciones se habían producido de manera espontánea en el mo­mento de la suspensión se los cultos y de los primeros inventarios: eso dio a los di­rigentes de la Liga la convicción de que la guerra llegaría a una victoria rápida debido a la impopularidad del gobierno y al carácter masivamente católico del pueblo.
Para el pueblo, las cosas estaban claras:
El corazón de Calles estaba endurecido .No hubo remedio, la revolución es­talló con el mes de enero 1927, grupos católicos de veras valientes se levan­taron en armas contra el gobierno de Calles al grito de viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe, y madres hubo que lamentaban no tener hijos para mandar a la lucha, otras que contaban con un solo hijo con gusto lo despe­dían 5.
Dejemos la palabra a Ezequiel Mendoza:
Hacía 18 años que yo era fiel sirviente del gobierno civil y militar en aquella zona que desde hace mucho tiempo antes estaba a mi cargo. He aquí que el César inducido por el diablo, empezó a maltratar a mi Santa Madre Iglesia, a encarcelar, robar ultrajar familias, a matar sacerdotes y católicos, y nosotros aguantando a ver si en eso topa, y ellos a tope y tope, y nosotros no les topa­mos, por eso, ellos se creen la gran cosa. Ustedes saben cómo se han enviado muchas cartas-súplicas y más protestas a Calles, a sus animadores barberos, y todo ha sido fallo para nosotros, ellos quieren que les hinquemos la rodilla y los adoremos. No nos queda otra sino arrancarles sus rifles y pegarles entre la quijada y la oreja como lo hicimos ayer en Tepeque. Además, tenemos nues­tra reina y Madre la Virgen de Guadalupe, ella nos recomendará con su Padre, con su Hijo y con su esposo el Espíritu Santo.
Sobre la base de un discurso semejante fue como las muchedumbres rurales, segu­ras de su fuerza, intentaron, en enero de 1927, sin armas o casi, revivir la toma de Jericó. Al llamado irresponsable de la Liga, la sublevación fue masiva y unánime en los pueblos del centro-oeste. Hombres, mujeres y niños confluían como para una peregrinación, seguros de obligar al gobierno a capitular. El ejército los recibió a tiros y con fuego de ametralladoras, y en el primer choque, esos peregrinos dignos de acompañar a Pedro el Ermitaño, se desbandaron. El presidente Calles, tranquili­zado, afirmaba al gobernador de Jalisco que todo habría terminado antes de dos meses. «Ojalá que sean nada más dos o tres años», le contestó este último, buen co­nocedor de sus conciudadanos.

El poder militar, a pesar de todo su deseo de vencer a los cristeros, y, por inter­pósita persona, la Iglesia romana, no tenía los medios para lograrlo. La incompren­sión del «fanatismo de las masas embrutecidas» el mantenimiento de la posición oficial, la continuación de la suspensión de los cultos bloqueaban toda evolución. La represión, la búsqueda de una solución militar echaban leña al fuego, propagaban la insurrección en las cuatro esquinas de la mesa central.
La inmensidad de México combinada con la naturaleza de la «pequeña guerra» que llevaban a cabo los guerrilleros, condenaba al ejército a emprender una guerra brutal, de tipo colonial, combinando la «reconcentración» de las poblaciones rura­les, la quema de tierras, las represalias, con el uso de columnas volantes. Era no poder pacificar nunca, era propagar la guerra cada vez más allá, cada vez más pro­fundamente. La bancarrota de la estrategia represiva  –bancarrota relativa, pues quitó a los rebeldes la esperanza de triunfar antes de mucho tiempo– endureció a unos ofi­ciales ya de por sí brutales y acostumbrados a ejercer represalias terribles en las po­blaciones civiles. En cuanto al pueblo, enfurecido por una represión sangrienta y por una verdadera persecución religiosa –todo sacerdote capturado en los campos es fusilado, todo acto religioso es un delito que puede castigarse con la muerte– se lanza activamente a la lucha, directa o indirectamente. Por cada cristero comba­tiente («bravo»), hay nueve «pacíficos» («mansos»).
Los peregrinos que se habían rebelado en enero de 1927 se convirtieron en gue­rreros; ya no pertenecían a la inmensa multitud que había marchado frente a los soldados con piedras y palos, cuchillos de cocina y cal viva. Armados de rifles to­mados al enemigo, bien montados, siempre escasos de municiones, eran ya 20.000 en julio de 1927 (México tiene entonces 15 millones de habitantes en 2 millones de kilómetros cuadrados y un ejército de 50 a 70 mil hombres). El agregado militar norteamericano observaba una sorprendente ausencia en ese movimiento, la de un jefe que le diera su nombre: Zapata y los zapatistas, Villa y los villistas. Aquellos in­surgentes se llamaban al principio los «populares» o también los «defensores» o los «libertadores»; después los soldados del gobierno les dieron un mote que pasó a la historia. Como atacaban y morían ante el pelotón de ejecución al grito de ¡Viva Cristo Rey!, los llamaron Cristo-Reyes y después cristeros. Así fue como el ejército reconoció al jefe de esos insurgentes indomables.
A mitad de 1928, a dos años del inicio de la crisis, los cristeros no podían ya ser vencidos militarmente; y menos todavía por el gobierno: sostenido por los Estados Unidos –que no podían permitirse la perspectiva de un vacío político en un país di­fícilmente estabilizado desde 1920, después de diez años de disturbios– dueño de las ciudades de las vías férreas y de las fronteras, el presidente Calles resistía bien. La Iglesia católica esperaba pacientemente, pues en otoño de 1928 el general Obregón sucedería al general Calles y las negociaciones con él estaban muy adelantadas. Su reelección en julio de 1928 no fue más que una formalidad –de ningún modo de­mocrática–, pero el general fue asesinado unos días después por un joven católico, José de León Toral. No se sabrá nunca si Toral estaba solo cuando disparó contra Obregón, no se sabrá nunca si fue hábilmente manipulado o no. Por su parte, él creyó siempre que actuó solo y murió serenamente, lamentando su acción.
La desaparición brutal de Obregón pospuso un acuerdo casi concluido entre la Iglesia y el Estado; la división creciente de los gubernamentales desembocaba en un golpe militar pronto aplastado con el apoyo de los Estados Unidos y jugaba a favor de los cristeros (febrero-marzo 1929).
Por primera vez había senadores que se alarmaban y que interpelaban al gobierno:
Llevamos dos años de combatirlos y no se ha acabado con ellos. Es que nues­tros soldados no saben combatir rancheros, o no se quiere que se acabe con la rebelión? Pues dígase de una vez y no estemos echando más leña. No se ol­viden ustedes de que con 3 estados más que se levanten de veras… ¡cuidado con el Poder Público, señores!
exclamaba el senador Lauro Caloca, del estado de Zacatecas (13 de febrero de 1929). Su colega de Jalisco, Juan de Dios Robledo, añadía durante la misma sesión de febrero de 1929, que era preciso encontrar una solución, pues «no vamos a matar a 30.000 jaliscienses».
El cónsul norteamericano en Guadalajara, capital del Occidente del país, en plena zona cristera, planteaba claramente el problema: «Es enteramente improbable que se logre la pacificación; a despecho de todos los esfuerzos del presidente y de los militares, antes de que se solucione la cuestión religiosa». Y su embajador, el fa­moso Dwight Morrow, anotaba el 3 de mayo de 1929 que «si el gobierno no llega a un acuerdo con la Iglesia que permita la reanudación del culto, toda perspectiva de regreso a la normalidad está muy alejada».
En junio de 1929 el movimiento cristero estaba en su apogeo: en el occidente contaba con 25.000 hombres armados y organizados,

Pésimamente municionados, lo que obliga a la acción de guerrillas; hombres de orden, de una moralidad, como no ha habido ni habrá tropas en México (…) nuestro movimiento está respaldado por todo el pueblo (…) contamos con más de 2.000 autoridades civiles, 300 escuelas…
Tal es el balance de fecha 30 de mayo de 1929 establecido por el general Enrique Gorostieta. A eso hay que añadir los miles de cristeros más o menos organizados que operan en el resto del país.
Pero Gorostieta no se hace ilusiones:
No sé como se va a resolver, el gobierno no puede acabar con nosotros mien­tras el culto quede cerrado, y nosotros no podemos acabar con él, así que hay un equilibrio.
Para el gobierno la única manera de salir del atolladero era entenderse con la Iglesia. La cosa se hizo rápidamente en junio de 1929, antes de las elecciones presi­denciales de noviembre, para evitar una posible alianza entre las fuerzas políticas ur­banas, las facciones revolucionarias de oposición y los cristeros que hubieran podido hacer el papel de brazo armado del peligroso candidato José Vasconcelos, antiguo co­laborador de Madero y Secretario de Educación de Obregón en 1920-1924.
Los «arreglos» de junio se hicieron sobre las bases mismas del acuerdo a que se había llegado, gracias a los buenos oficios del embajador norteamericano Morrow (y de la Iglesia católica de su país) justo antes de la muerte de Obregón. La rápida de­gradación de la situación en 1929 llevaba al gobierno a volver sobre la cuestión. Roma, informada por Washington, dio luz verde y el arzobispo de Morelia, Monse­ñor Ruiz y Flores, nombrado delegado apostólico, volvió del exilio en compañía de Morrow. Entre el 12 y el 21 de junio todo quedó arreglado; el 22 la prensa publicaba los «arreglos»: la ley no se modificaba, pero se suspendía su aplicación. Se garanti­zaba la amnistía a los combatientes así como la restitución de las iglesias y los pres­biterios. Reanudado inmediatamente el culto, las campanas repicaron en todo el país; los cristeros volvieron entonces a sus casas, mientras que los valores mexica­nos se cotizaban a la alza en Wall Street.


Balance e interpretación
Habría que poder distinguir entre dos acontecimientos que son inseparables: el con­flicto entre las Dos Espadas, y la sublevación del pueblo de los campos, sostenida por el pueblo y las clases medias urbanas. El peruano José Mariátegui observó (1928) que en los países de América Latina el desarrollo extremo del liberalismo del siglo XIX lleva a preconizar el protestantismo y la iglesia nacional como una necesidad ló­gica del Estado moderno. Esa lógica no pasó de ser especulativa en todos los demás países, pero se concretó en México entre 1926 y 1938. La política del general Calles entre 1926 y 1934, y después la del general Cárdenas, por lo menos al principio, apunta a integrar a la Iglesia católica en el Estado. Los católicos, tradicionalmente mantenidos fuera del campo político (hasta 1910), se habían convertido en rivales peligrosos; el ataque contra la Iglesia es pues a la medida de su influencia. El inaca­bamiento de la nación, del Estado puesto sobre el telar antes de la Revolución, em­puja a los presidentes-generales revolucionarios al control, al centralismo, a la constricción. El problema fundamental desde 1910, desde la caída del viejo dictador paternal, don Porfirio Díaz, es el del poder. Durante ese periodo fue cuando se cons­tituyó el sistema político contemporáneo, instituciones, ideología, práctica, que duró hasta 2000 y marca todavía al país.
Los obispos mexicanos, inseguros de la marcha que debía seguirse, divididos en cuanto a la oportunidad de alentar el sindicalismo católico y la participación polí­tica, aceptaron con cierto alivio –no todos– regresar a la línea tradicionalmente dic­tada por Roma para México: el confinamiento de los laicos en una Acción Católica estrechamente refrenada. La encíclica Paterna Sollicitudo Sane del 2 de febrero de 1926 lo especificaba claramente, pero no pudo evitar el choque. Fue aplicada es­trictamente después de junio de 1929 y las organizaciones católicas fueron disuel­tas, empezando por la ACJM (Acción Católica de la Juventud Mexicana). En el momento en que Roma condena la Acción Francesa, ordena a los católicos mexica­nos que no identifiquen a la Iglesia con cierta política, a fortiori si ésta toma la forma de lucha armada.
La diplomacia vaticana se fundamenta en precedentes europeos y mexicanos, re­firiéndose a la Revolución francesa y especialmente a la III República francesa. Roma trabajaba a largo plazo, ajena a la impaciencia o a la desesperación de los mexicanos. Los cristeros, es fácil suponerlo, debían caer en el olvido. El periodo de 1929-1936 pone de manifiesto lo que se adivinaba confusamente en 1929: la Iglesia tiene poco que ver con los cristeros. Roma tiene su proyecto que los obispos ejecutan con más o menos celo. En 1932, en el momento en que Pío XI ataca al gobierno mexicano (Acerba Animi), el cardenal Pizzardo reprocha a los prelados que hayan provocado la guerra de manera irresponsable al suspender el culto público en 1926. Roma es pa­ciente, no cree que haya un peligro «bolchevique» en México, ve en el presidente Ca­lles un «Herriot con botas de general mexicano» 6 y confía en el peso fundamental de los Estados Unidos 7. Nada se hará sin ellos ni contra ellos, cosa que no quieren comprender los militantes católicos.

Para el pueblo, la persecución religiosa –pues de eso se trata– y los tres años de guerra, seguidos de una reanudación de la persecución y de una guerrilla mucho más débil (1932-1938), fueron la peor prueba de un periodo (1910-1940) que conllevó muchas. La gran guerra de la Cristiada vio enfrentarse a dos mundos, El Estado con­tra su pueblo, los soldados contra los campesinos. Fue un momento de reacción con­tra lo que nos hemos puesto de acuerdo en llamar la Revolución Mexicana, una revolución que aceleraba la empresa modernizadora del régimen anterior y resuci­taba la cuestión de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. El pueblo se moviliza entonces, como había empezado a hacerlo en 1915, sobre la base de la legítima de­fensa, frente a un anticlericalismo tan radical como brutal.
Esas gentes parten a la guerra para defender su fe. ¿Cuál? ¿Quién responderá a esta pregunta impertinente? Si la resistencia armada pudo expresar metas y una ideología no religiosa, fue en términos religiosos. Esto es normal, puesto que se trata de la rebelión de un pueblo agredido que ha agotado todos los recursos y que tiene una visión religiosa del mundo. Supieron distinguir a su manera –se refieren ince­santemente a ello– entre César y Dios. La Iglesia escoge suspender el culto, el César replica impidiéndole distribuir los sacramentos: reúne a los sacerdotes en las ciu­dades y prohibe el culto privado. Ellos, cortados de la raíz de vida –así lo sienten– se toman el sacramento global, el del sacrificio sangriento. David es su patrono; tie­nen el brío de los neófitos, su lenguaje, su cultura, y esa fuerza de la religión popu­lar explica sin duda en parte la prudencia de la jerarquía, las reservas de Roma.
El verdugo quiere que griten «Viva el gobierno» o «Viva el diablo». Pero ellos son ahorcados, despedazados, desollados vivos, quemados, deshuesados. Son la Igle­sia sin sacerdotes de la sucesión apostólica, a pesar de todo lo que se ha dicho sobre la idolatría y el paganismo mexicano 8.
¿Ídolos tras los altares? ¿Mariolatría? ¿Supersticiones? Sin duda; pero la Virgen de Guadalupe es la Madre de Dios y el sacerdote ya no esta allí cuando el aconteci­miento estalla en toda su magnitud.
La gran preocupación de esas gentes, en tiempos normales, era no morir de muerte súbita, y se despertaban todas las mañanas dándole gracias a Dios por no haber separado su alma de su cuerpo, y he aquí que parten tranquilamente a la gue­rra, sabiendo que muchos no volverán, y que no habrá sacerdotes para darles esos sa­cramentos a los que tanta importancia dan. Pobres diablos se convierten en mártires y dejan de obedecer a los mismos poderes que todavía la víspera saludaban humilde­mente. Explican que la persecución es una prueba del favor con que Nuestro Señor distingue a México, puesto que después de haberle mandado a su madre (la Virgen de Guadalupe), les da a sus habitantes la posibilidad de llegar rápidamente al cielo 9.
Estamos en presencia de una conciencia religiosa centrada en un hecho histórico –el conflicto religioso de 1926–, pero también metahistórico; con su grito de «¡Viva Cristo Rey!» los rebeldes sellan un pacto con la divinidad. Y eso implica una con­ciencia histórica y metahistórica en los sobrevivientes, que tratan de comprender lo que han vivido; buscan el sentido espiritual y cuando cuarenta años más tarde el historiador se presenta ante ellos, le transmiten una abundante cantidad de ma­nuscritos, memorias, historias, por escrito y oralmente. Tienen mucho que decir sobre la «manera ejemplar en que se desarrollaron los acontecimientos y cómo cada uno de ellos tiene por causa un milagro misterioso, a fin de que se vea que es Dios quien aplasta a los poderosos del error que creen en Belial y se alejan de la verdad.»
La catástrofe de julio de 1926, la suspensión de cultos, fue vivida como la cala­midad justiciera que revela a la vez el poder y la debilidad del Mal.
El 31 de julio de 1926, unos hombres hicieron que Dios Nuestro Señor se au­sentara de sus templos, de sus altares, de los hogares de los católicos; pero otros hombres hicieron de modo que volviera. Estos no vieron que el gobierno contaba con innumerables soldados, armas y dinero incalculables; no lo vie­ron, lo que vieron fue la defensa de su Dios, de su Religión, de su Madre la Santa Iglesia, esto fue lo que vieron. No les importaba a esos hombres dejar a sus padres, sus hijos, sus mujeres y cuanto tenían; marcharon a los campos de batalla a buscar a Dios Nuestro Señor. Los torrentes, las montañas, los bos­ques, las colinas son testigos de que estos hombres hablaban a Dios Nuestro Señor, gritando el santo nombre: «Viva Cristo Rey, viva la Santísima Virgen de Guadalupe! ¡Viva México! Los mismos lugares son testigos de que esos hombres regaron el suelo con su sangre y que, no contentos con esto, dieron su misma vida para que Dios N.S., viendo que estos hombres los buscaban de verdad, tuvo la bondad de volver a sus iglesias, a sus altares, a los hogares de los católicos, como podemos ver hoy 10.

La amargura y el escándalo provocados por unos «arreglos» para los cuales no ha­bían sido consultados y de los que no han entendido nada –la Iglesia volvía a en­contrarse aparentemente en la misma mala situación y de hecho la persecución se reanudó más tarde– exaltaron ese deseo de comprender haciendo memoria; com­prender el misterio de la iniquidad, restituir, amplificar ese acontecimiento para ellos glorioso y único 11.


Conclusión
Los católicos mexicanos de las ciudades vivieron el problema de elegir entra la vía de las armas y la vía pacífica para llegar al poder cuarenta años antes que las izquierdas latinoamericanas, católicas o no. Los católicos políticos de 1910-1913 (Partido Cató­lico Nacional), de la Acción Católica y sindical (1920-1926), de la Liga (1926-1929) anticipan la democracia cristiana de los años 1960 en otra partes de Latinoamérica 12.
Más adelante los católicos pudieron reconocerse en un partido, Acción Nacional, y en la Unión Nacional Sinarquista (o sinarquismo), ambos movimientos fundados a fines de los años treinta, en momentos en que la persecución religiosa llegaba a su fin y en que el modus vivendi firmado en 1929 iba a convertirse en realidad. Tanto el partido (urbano y que reclutaba en el seno de las clases medias católicas) como la unión (multitudinaria y, sobre todo, rural y provinciana) estuvieron ligados a la Igle­sia católica, incluso si ésta tuvo siempre cuidado de no dar una aprobación oficial. Ambos fueron opuestos e incluso hostiles al Estado nacido de la revolución, pero habían aprendido que el tiempo de la revoluciones había concluido en México y que la insurrección ya no era una solución política.
La Cristiada marcó profundamente al país y a la Iglesia católica mexicana. Explica muchas diferencias con los otros países del continente: una Iglesia mucho más pru­dente –si no es que timorata– que las demás, a la zaga, lenta para conmoverse a la hora conciliar y postconciliar; pero al mismo tiempo una mucho más nacional que las demás, prácticamente sin sacerdotes extranjeros y apoyada con numerosas vo­caciones (muchos hijos de cristeros, caídos o no en el combate); una Iglesia estre­chamente ligada al Papa, símbolo de fidelidad: en 1926-1929 los cristeros gritaban también «¡Viva el Papa!». Institucionalmente, esa Iglesia fue la primera en proveerse de una conferencia episcopal en 1925-1926; finalmente, la diáspora de los sacerdo­tes mexicanos desempeñó un gran papel en Cuba, en Centroamérica (donde fundan colegios y seminarios) y en el suroeste de los Estados Unidos.
Para terminar, habría que plantear, a propósito de México, el problema del lazo que existe entre esa religiosidad y el campesinado (70% de la población en 1940, 55% en 1965). En 1910, en el campo y en las pequeñas ciudades de provincia, la vida religiosa está tan desarrollada que es omnipresente; estamos ante gentes piadosas que piensan y hablan como monjes; para ellos el sacerdote es sagrado; entre ellos las virtudes cristianas son sociales. ¿Qué queda de todo esto 80 años más tarde? Desde 1940 han sufrido un proceso intenso de cambios múltiples; la vida se seculariza; las actitudes, las opiniones se laicizan; siguen siendo religiosos, pero de manera más racional, más social, más nacional. Luis González, que habla de su pueblo, distingue tres factores decisivos: primero la actividad social, política y religiosa del padre Fe­derico, hombre desinteresado, patriota, emprendedor, el patrón de 1920 a 1968; des­pués la aparición de una élite pueblerina que se enriquece, se educa, se integra a la nación; finalmente el impacto de la Cristiada, que unió durante mucho tiempo al pueblo como un bloque alrededor de la Iglesia.


ii. geografía de la cristiada
Toda geografía de una insurrección se mantiene ambigua: la rebelión se desarrolla allí donde los hombres quieren sublevarse y allí donde pueden sublevarse. La abs­tención es difícil de comentar, ya que puede deberse lo mismo a una falta de deseo que a una falta de posibilidad; en fin, los factores negativos pueden ser insuficien­tes para reprimir a los hombres a partir del momento en que el deseo de combatir es lo suficientemente grande. Así, se ven reclutas, en número creciente y en regio­nes poco afectadas en los comienzos, irse presentando al hilo de los meses, supe­rando una intimidación ya efectiva, puesto que todos sabían que la guerra era terrible y que sería larga.
La participación en el alzamiento cristero no dependió únicamente de las facili­dades geográficas, históricas y sociales, sino además de las facilidades psicológicas. El general federal Cristóbal Rodríguez señala que por doquier reinaba «el mismo fanatismo» y que, a pesar de ello, «los pérfidos esfuerzos del clero» no obtenían en todas partes el mismo resultado. Y de esto deduce el carácter guerrero de los de Ja­lisco y el carácter sumiso de los de Querétaro 13. Cierto es que no se puede confun­dir vocación militar y fe religiosa, y que no siempre coinciden; exige un mayor esfuerzo al indio que marcha a pie y al cual controlan los caciques mestizos superar las resistencias naturales que a un campesino de los Altos de Jalisco. No se pueden deducir diferencias de intensidad de toma de conciencia, o de participación, de un número inferior de hombres en armas 14.

La geografía física desempeña su papel, ciertamente (¿a quién se le ocurriría echarse al monte en los alrededores de Celaya o en la Cañada delante de Zamora?), pero de manera menos decisiva de lo que puede creerse: Los Altos de Jalisco, que se han convertido en el símbolo de la guerra cristera, no se prestan idealmente a la guerrilla, a diferencia de las montañas de Durango o de Coalcomán. Rodeadas de un cinturón de llanuras y de valles, esas mesetas suavemente onduladas y apenas accidentadas por pequeños relieves se hallan ampliamente abiertas y son fácilmente accesibles, gracias a las vías férreas que corren a lo largo de ellas por tres de sus cuatro lados y a las ca­rreteras que las cruzan. Esas tierras altas, densamente cubiertas por numerosos pue­blos, que se suceden cada diez kilómetros, y por innumerables caseríos que llenan las mallas de la red, revelaron ser particularmente irreductibles, y el ejército procedió en ellas a las primeras reconcentraciones, demostrando que la guerra se debía a una po­blación mucho más que a una topografía. Si en las montañas de Michoacán los cris­teros podían pasar dos o tres meses sin ver a un solo soldado federal, las mesetas de Zacatecas ofrecían un terreno muy ingrato para la guerrilla, y los cristeros podían decir: «Ya sé que de aquí en adelante vamos a ganar corriendo», 15 porque es imposible com­batir más de 15 minutos en un lugar sin correr el peligro de ser franqueado o envuelto.
A veces, todo se concitaba contra la insurrección: en el estado de Puebla los pri­meros disturbios fueron rápidamente dominados. Región duramente controlada desde hace siglos, tierra de caciques, feudo de los Ávila Camacho, país llano bajo la férula de Puebla y vigilado por la capital de la República, en ella multiplicaban sus efectos la separación étnica, la economía y la geografía. La vía férrea México-Vera­cruz y México-Oaxaca, así como la situación estratégica, que permite intervenir ra­dialmente en casi todas las direcciones, no son sino complementos de un hecho fundamental: la pasividad de la meseta central desde la conquista hasta nuestro días y su no participación en lo grandes acontecimientos de 1810, 1865 y 1910. La rebe­lión se manifiesta con frecuencia, pero se la aplasta inmediatamente y no logra arrai­gar más que en las montañas de la periferia: sierra de Zacapoaxtla y Zacatlán, eje volcánico de Orizaba a Toluca y montañas del sur.
Finalmente, hay que distinguir entre una zona militar correspondiente a la sim­patía más o menos activa de las poblaciones –toda la región al oeste de una línea de Durango-Tehuantepec– y una constelación de zonas insurrectas más estrechas.
En mayo de 1929 se hallaban en armas 50.000 cristeros 16. El número mayor es­taba en Michoacán, si bien eran los más desorganizados. La primera zona, la de Za­mora, se extendía de Cotija a Jalisco y reunía 5 regimientos a las órdenes de José María Méndez, Maximiliano Barragán, Anatolio Partida, Prudencio Mendoza y Ramón Aguilar. Eran cerca de 3.000 hombres, en relación estrecha con los cristeros de Degollado al oeste, con los de Gorostieta al norte y con los de la región de Coal­comán al sur.
La segunda zona, la de Coalcomán, correspondía a la Primera División de Occi­dente (de 3.000 a 5.000 hombres), en un territorio totalmente liberado del ejército federal. Reinaba allí una gran anarquía, que impedía a estas fuerzas muy numerosas operar fuera de su región.
La tercera zona era igualmente autónoma: Morelia, Pátzcuaro, Puruándiro, Uruapan, Apatzingán, Tacámbaro y Ario la delimitaban. Los principales jefes eran Ignacio Villanueva y Ladislao Molina, que corrían de los lagos tarascos a la tierra ca­liente.
La cuarta yuxtaponía una multitud de regiones separadas unas de otras: Simón Cortés y Nabor Orozco, en la Sierra Fría, en torno de Ciudad Hidalgo y hasta Zitá­cuaro; Manuel Chaparro, José María Vargas, Elías Vergara e Isidro Martínez, entre Angangueo, San Andrés, Jungapeo, Tlalpujahua, Maravatío y hacia el estado de Mé­xico (El Oro, Valle de Bravo).
Jalisco occidental y meridional y el sur de Nayarit y Colima reconocían la auto­ridad suprema del general Jesús Degollado. Su División del Sur controlaba 7.000 hombres, o sea nueve regimientos constituidos y quince unidades inferiores: pri­mer regimiento: Carlos Bouquet; segundo regimiento: José Verduzco (Colima); ter­cer regimiento: Manuel Michel; cuarto regimiento: T. Placencia y Calvario (Tuxpan y Colima); quinto regimiento: Vicente Cueva; sexto regimiento: Andrés Salazar (Co-lima); séptimo regimiento: Luis Ibarra; octavo regimiento: J. González Romo (Ángel Castillo) (Michoacán); noveno regimiento: Lorenzo Arreola (Nayarit).
A estos 4.000 o 5.000 hombres habría que agregar las guerrillas de los Navarro, de Rogaciano Aldama, Pedro Martínez y Trini Langarica, en Nayarit; de Salvador Aguirre, Victoriano Ortega, Feliciano Flores, Germán Quitarte, Candelario y Gre­gorio Rojas (San Pedro Analco, Tequila, Amatlán, Etzatlán), del coronel Jesús Gómez, cerca de Cocula; de Fidel Corazero, cerca de San Martín Hidalgo, Miguel Ba­rajas (Ayutla), J. Merced Covarrubias (Juchitlán), Melecio Padilla (Ciudad Guzmán), Florencio Navarro Luna (Pihuamo) y Jesús González (Sayula). A fines de 1927, esta región vivía en el desorden absoluto, y fue en 1928 cuando Degollado la organizó.
En Los Altos de Jalisco, la Brigada de Los Altos, a las órdenes del P. Aristeo Pe­droza, contaba en 1929 con 5.000 soldados distribuidos en siete regimientos y seis medios regimientos, que operaban en los confines de Guanajuato. Lauro Rocha rem­plazaba al P. Pedroza, general en jefe, el frente del regimiento de Ayo; Miguel Her­nández mandaba al regimiento de San Julián, y su amigo Victoriano Ramírez «el 14» el de San Miguel, llamado también «Dragones del 14»; Manuel Ramírez de Oli­vas dirigía el regimiento de San Gaspar; Gabino Flores y Cayetano Álvarez, los dos regimientos Gómez Loza, coordinados por el P. Reyes Vega, y José María Ramírez, el de Jalostitlán. Enrique Ávila tenía 300 hombres entre Pénjamo y Puruándiro; Vi­cente Pérez, el medio regimiento Santa Fe, de Manuel Doblado, J.G. Martínez, Do­mingo Anaya, después su sucesor, y Valente Flores, los grupos en torno de León, Víctor López, jefe de los de Jalpa de Cánovas (Guanajuato), dependía del general Miguel Hernández. La presencia constante del general Gorostieta en esta región permitió llevar a la perfección la organización de estas unidades que aplastaron en batalla campal, bajo la dirección de un buen estratega, el P. Vega, a las tropas fede­rales, en Tepatitlán. Los Altos (entre el río Lerma y el río Verde) 17 y la comarca ta­patía (antiguos cantones de Guadalajara, Lagos, La Braca, Sayula, Etzatlán, y Zapotlán), que encerraban en 1926 las tres cuartas partes de la población del estado, eran las regiones más profundamente afectadas por el movimiento cristero, y en todo el estado se encontrarían muy pocos pueblos que no hubiesen dado su contin­gente.

Sobre un territorio comparable al de Los Altos, la Brigada Quintanar (Zacate­cas) controlaba directamente 3.000 hombres, e indirectamente 5.000, es decir el mismo número. Excepto en la región común a ambos estados, la de los cañones, abrupta, era el mismo paisaje monótono y majestuoso de mesetas, prolongándose hasta el infinito, separados por suaves ondulaciones o pequeñas crestas rocosas. De vez en cuando, un cerro testigo rompe la continuidad y desempeña (como la Mesa Redonda de Lagos, que hizo famosa Martín Díaz) un gran papel en la historia de los combates. Amplios valles (Valparaíso, Jerez, Villanueva, Jalpa, Tlaltenango, Juchi­pila), no más favorables a la guerra. La Brigada Quintanar reunía bajo la autoridad de Pedro Quintanar los cinco regimientos, «Guadalupe», de Justo Ávila, «Valpara­íso», de Aurelio Acevedo, «Castañón», de Trini Castañón, «Libres de Chalchihuites» y «Libres de Huejuquilla». Chema Gutiérrez dirigía su nutrido regimiento «Libres de Jalpa» y el de Teófilo Baldovinos (incompleto); Felipe Sánchez al frente de la Bri­gada Anacleto González Flores (800 hombres, contando los de Pedro Sandoval), obedecía también a Quintanar así como Porfirio Mallorquín, que controlaba la sie­rra de Nayarit hasta la costa de Sinaloa.
jean meyer
Los millares de hombres de Durango operaban en partidas que reconocían por principales jefes a Trini Mora, el más respetado, a Valente Acevedo y a Federico Váz­quez. Aquí no se trataba de organización formal, como tampoco en Guerrero o en la zona zapatista (México, D.F., Morelos), donde los jefes no decidieron unificar el mando hasta junio de 1929. Victorino Bárcenas y Benjamín Mendoza eran los jefes más importantes. En el resto de la República no se encontraban más que partidas de 50 a 400 hombres, que operaban de manera autónoma, con excepción de la Brigada de la Cruz, organizada por Manuel Frías en la Sierra Gorda, y que agrupaba tres re­gimientos incompletos.
El ejército de centro-oeste, que era el que recibía órdenes de Gorostieta, reunía
25.000 cristeros organizados en regimientos y bien armados, en el sur de Zacate­cas, Aguascalientes y Jalisco (más Colima y la zona 1 de Michoacán). En los demás estados se repartían 25.000 hombres sin llegar a este nivel de organización. Podría trazarse el mapa de la insurrección distinguiendo en él las «repúblicas autónomas» (zona Quintanar, distrito de Coalcomán, volcanes de Colima y Cerro Grande del sur de Jalisco, Los Altos de Jalisco), las zonas que escapaban al ejército federal pero que no lograban darse una organización civil o militar (Durango, Nayarit, Gue­rrero, Oaxaca) y las zonas de inseguridad dominadas por el gobierno, de día por lo menos, donde la población no se había alzado pero apoyaba a los cristeros (la lla­nura y las ciudades del Bajío, de Oaxaca, México, Guadalajara, Querétaro, Tepic, Durango).
El epicentro de México, cuyo corazón es el Bajío, fue lo esencial del país antes de la conquista, y la gran mayoría de su población se concentró allí hasta 1940. En ese espacio, entre Zacatecas y San Luis, al norte, Morelia, al sur, Querétaro, al este, y Guadalajara al oeste, se encuentra «el centro de gravedad de la historia mexicana». Ahí es donde el movimiento cristero fue más fuerte y estuvo mejor organizado. Total: 43.000/ 45.000 combatientes, sin contar las partidas temporales de Coahuila, San Luis Potosí, Chihuahua, Tabasco, las Tuxtlas y Huatusco (Veracruz). Se puede fijar razonablemente la estimación alta en 50.000.
En 1929, 14.000 cristeros rindieron sus armas y recibieron un salvoconducto; el gobierno y el ejército calculaban que representaban la tercera parte de los subleva­dos (proporción que se vuelve a encontrar en los cuestionarios y los testimonios), lo cual confirma un orden de magnitud que se aproxima a los 50 millares.

Geografía de los efectivos (núm. de combatientes)
Michoacán  12.000  la División del Sur contaba 9 regimientos, 
la Brigada de Los Altos 5 regimientos organizados 
Jalisco  10.000 
Guanajuato y Querétaro  4.000  2 regimientos para la Brigada de la Cruz en Sierra Gorda 

Zacatecas y confines  5.400  los 5 regimientos de la Brigada Quintanar, 
los 3 de Chema Gutiérrez, 
Felipe Sánchez y Pedro Sandoval 
Nayarit y Sinaloa  2.500 
Volcanes de Colima/Jalisco  2.000  6 regimientos 

Durango  1.500/3.000 
Guerrero  2.000/4.000 
Oaxaca  800 
Brigada Mendoza (México,  1.000 
Morelos, Distrito Federal) 
Puebla, Tlaxcala, Veracruz  1.000 
Tehuantepec  800 



Observación final
De la ausencia de movimiento armado en el resto del país, no se puede deducir una menor religiosidad –se puede hablar de una religiosidad diferente–, tampoco de una no resistencia del pueblo católico. Así como hay varias Cristiadas, hay varias formas de resistencia que van desde la resistencia pasiva, hasta el arreglo discreto entre la Iglesia y el Estado: no se aplica la reglamentación anticlerical y la Iglesia impide o frénale eventual y contagioso recurso a las armas 18.

iii. ¿dejó la cristiada una marca regional?
¿Política?
Se ha dicho, a propósito del gran levantamiento popular de la Vendée, que hace sen­tir su peso en la conducta electoral de la región, un siglo, dos siglos después (André
jean meyer
Siegfried, Paul Bois, Charles Tilly). En el caso de la Cristiada, no he podido encon­trar nada semejante. En los mapas electorales de 2000 a 2006, tanto para las elec­ciones presidenciales como para las legislativas, la influencia de la Cristiada no se deja ver; no se puede hablar de una herencia política, de la cristalización de un com­portamiento, de un temperamento político a partir del trauma de los años 1926­1929, prolongado por «la Segunda», la guerrilla mucho menos importante de los años 1932-1938.
El mapa de las elecciones presidenciales de 2006 presenta un país claramente di­vidido en dos, con un Norte dominado por el PAN (Partido Acción Nacional) de centro-derecha, y un Sur entregado al PRD (Partido de la Revolución Democrática) de izquierda. Esa geografía no tiene nada que ver con la Cristiada: si bien los esta­dos «cristeros» de Jalisco, Guanajuato y Querétaro votan PAN, los estados no menos «cristeros» de Michoacán, Nayarit y Zacatecas votan PRD. Y el Norte que se quedó en paz entre 1926 y 1929 vota PAN.
Si pasamos a los datos de los 300 distritos electorales, la división Norte-Sur pierde de su violencia. El Centro-Sur que parecía dominado por el PRD no lo es tanto y el PAN es fuerte en Veracruz, Campeche, Yucatán, Puebla, que no fueron cristeros.
Si comparamos las elecciones presidenciales de 2006 con las del año 2000, vemos la volatilidad del electorado: el PRI (Partido Revolucionario Institucional, en el poder bajo diferentes nombres de 1929 a 2000) fue el gran perdedor en 2006, al perder 99 de sus 108 distritos del año 2000. El PRD pasó de 15 distritos en 2000 a 140 en 2006 y el PAN conservó 151 de los 177 de 2000. Lo notable es que sólo 45% de los distritos fueron ganados por el mismo partido en las dos elecciones. El elec­torado por distritos no guarda lealtades y se muestra dispuesto al cambio. Los dis­tritos tradicionalmente PRI del Norte pasaron al PAN y los tradicionalmente PRI del Sur, pasaron al PRD. El estado más leal al PRD ha sido el «cristero» Michoacán, mientras que el PAN tiene su bastión en el Norte, en Veracruz, Campeche, Puebla (no cristeros) así como en Jalisco, Guanajuato y Querétaro (cristeros). La zona cen­tral es la más competida.


Una marca cultural tan reciente como localizada
A diferencia de las guerras carlistas, la guerra cristera no ha engendrado un movi­miento político de larga duración, una tradición política enraizada en el espacio mi­litar de los años 1926-1929. No se puede hablar de «cristerismo» de la misma manera que se habla de carlismo. En cuanto a la «memoria cristera», es un fenómeno muy nuevo que está surgiendo hoy. En 1984 19 afirmé que se estaba perdiendo la memo­ria de los cristeros, con la desaparición progresiva de la última generación de com­batientes, que sus hijos y nietos no querían saber nada de lo que habían hecho. Tenía razón y sin embargo terminaba con una duda interrogativa: ¿a menos que el trabajo del historiador, al rescatar la memoria de los cristeros y la historia de la Cristiada, sirviera en el futuro a…?

En aquel entonces tan lejano y tan próximo, el silencio era la regla. Desde 1938 la Iglesia y el Estado estaban de acuerdo para no mencionar el pasado.
Recuerdo que los seminaristas jesuitas de Puente Grande, en 1969, no sabían nada de aquella guerra y de la gran batalla que había tenido como campo el llano que se veía desde las alturas del seminario. La tradición oral se estaba perdiendo, la memoria li­teraria era escasa, mediocre e ideologizada, con la hermosa excepción de Rescoldo. Los últimos cristeros, de Antonio Estrada, huérfano del jefe cristero Florencio Estrada.
En 1991-1992 el presidente Carlos Salinas de Gortari reformó la Constitución para eliminar los arcaicos artículos anticlericales de 1917 y estableció relaciones di­plomáticas con el Vaticano. En 1992 el Papa Juan Pablo II volvió a México y volvió una y otra vez, despertando el entusiasmo de las masas. La televisión publicitó las dos veintenas de beatificación de mártires mexicanos de la época de la Cristiada, una mayoría de sacerdotes. Empezó en los 1990s la construcción de una memoria colectiva de la Cristiada. De repente cada familia salía de su amnesia y recordaba las hazañas y los sufrimientos de esa época de catacumbas y de guerra. La televisión, que había congelado durante años nuestro documental de cuatro horas «La Cristiada» 20, se decidía finalmente, después de 1995 a difundirlo y a vender los videos y de re­pente, en los diez últimos años, el proceso se aceleró en todos los medios de comu­nicación. El estado de Jalisco, y en su seno los Altos de Jalisco, encabezaron, monopolizaron el movimiento al grado de darle, últimamente, una dimensión tu­rística. Se levantan monumentos, estatuas, cruces; se ponen placas e inscripciones conmemorativas, el gobernador inaugura un museo cristero y la famosa empresa te­quilera Herradura lanza entre sus diversas marcas un tequila La hacienda del cristero. El gobierno (del PAN) de Jalisco promueve (2007) lo que llama «la ruta cristera» y el cardenal Juan Sandoval (de Guadalajara) convoca a construir un gran santuario para «honrar a los santos y beatos mártires de nuestra patria» (febrero de 2007). Esperan inaugurarlo antes de que termine 2008, como el «centro de espiritualidad y asistencia social más grande de América Latina».
En Santa Ana de Guadalupe, minúsculo pueblito de los Altos, cerca de San Mi­guel el Alto, veneran al P. Toribio Romo, ejecutado por la tropa el 25 de febrero de 1928. Es el más popular de los 25 mártires canonizados en el año 2000 porque es el «Santo Pollero» 21 de todos los ilegales que van a Estados Unidos.
El famoso cantante Vicente Fernández canta el corrido El martes me fusilan que termina así: «me agarraron de rodillas adorando a Jesucristo… ¡Viva Cristo Rey, ca…!». Durante años ese tipo de corridos estuvo prohibido y los mariachis se ne­gaban a cantarlos porque los ignoraban a porque tenían miedo. Hace unos pocos años nació «la cabalgata cristera», en los Altos, en Atotonilco, para conmemorar la muerte del general Gorostieta, en junio de 1929. La práctica ha cundido en toda la región.
Ahora bien, el proceso empieza apenas y si es cultural, no es político, por lo pronto. Es especialmente fuerte en los Altos de Jalisco que desde 1990/ 2000 in­ventan una «tradición» que tiene toda la probabilidad de arraigar. ¿Y a nivel nacio­nal? Al extremo opuesto del país, en el estado de Chiapas que enfrentó la persecución religiosa sin lucha armada, empezó en mayo del 2007 la construcción del Cristo Rey de Copoya, cerca de Tuxtla Gutiérrez, una escultura de sesenta metros.
Y en el concurso Miss Universo 2007, la representante de México, Rosa María Ojeda a la hora de presentarse en atuendos nacionales, escogió un traje de «cris­tera» por ella inventado, con escapularios, cananas llenas de cartuchos y fotos de los mártires. Dijo: «tenemos que aceptarnos. Somos descendientes de cristeros. Nos guste o no, es parte de lo que somos» 22.
Así después de 60/ 70 años de silencio, un silencio que correspondía a una vo­luntad de paz en el modus vivendi y a la represión freudiana del horror del pasado, parece que el historiógrafo, el logógrafo de los cristeros actuó como psicoanalista, restituyendo la historia. Aunque tenga su parte de responsabilidad, toma su distan­cia frente a la nueva memoria que se está construyendo.


(por dificultades de edición no se incluyen la notas)